Helena Guardans Cambó - Todo lo que aprendí de mis hijos y no me enseñaron en la escuela de negocios

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He aquí un libro especial, revolucionario, que extrae lecciones de la vida familiar para aplicar en la vida profesional. Tiene una perspectiva femenina, la que siempre ha sospechado que la vida familiar estaba infravalorada. Va contra el prejuicio masculino de que lo único importante es el trabajo, el poder y el dinero y de que el ámbito de las emociones se regula por sí solo y además es intrascendente, una posición falsa y perjudicial para quien la sostiene.Una líder empresarial reconocida como Helena Guardans recoge aquí experiencias personales con sus hijos que le han inspirado el mejor modo de organizar equipos, de comunicar más convincentemente o de resolver conflictos en el trabajo. Historias deliciosas que atraparán desde la primera página tanto a la lectora como al lector, tal vez este más necesitado de equilibrar ambas facetas de la vida.

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Me acerqué y le di un beso, al que él respondió fríamente. Era una situación que se venía repitiendo, y era más exagerada aún si yo había estado algunos días fuera o si —como era el caso— me había retrasado en llegar. Y no era solo eso, cualquier nimiedad provocaba una pataleta acompañada de gritos y lloros; a veces hasta llegó a decir que yo era una “mala mamá” porque nunca estaba en casa. Yo intentaba aparentar que no pasaba nada, pero en el fondo me dolía, porque me preguntaba si Óscar no tendría algo de razón. Me negaba a admitirlo, pero quién sabe, tal vez no fuera posible dirigir una empresa, tener compromisos sociales y además cuidar de la familia como es debido. Y en ese momento tuve una idea. Ahora, cuando la recuerdo, me parece una auténtica locura. No estaba dispuesta a dejarme vencer tan fácilmente, ni siquiera por mi querido Óscar, y por ello me puse manos a la obra.

Sin pensarlo dos veces le ordené que fuera a por su abrigo porque íbamos a salir los dos a la calle. El tono que yo había empleado le dejó claro que no había nada que discutir. Volvió con el abrigo, le abroché los botones y, dándole la mano, salimos de casa.

—Mamá, hace frío. ¿Dónde vamos? —preguntó.

Le contesté que había tenido una idea.

—Como yo no te gusto como mamá, vamos a la calle y entre los dos buscaremos una que sea mejor para ti. Cuando la encontremos, le preguntaremos si quiere quedarse contigo. Ya verás, así estarás más contento. Porque yo me pongo muy triste de verte así tan enfadado, ¿sabes?

Y así fue como ese día de invierno del 2001, a las siete de la tarde, fuimos en búsqueda de una madre por las calles de Sarrià. Mientras caminábamos le iba haciendo observaciones de las mujeres que se nos cruzaban, del tipo:

—Esa me parece demasiado mayor, ¿no crees? Esa, Óscar, esa, está bien. A mí me parece muy guapa. Mira, va con una niña que tiene más o menos tu edad. Parece que la está riñendo. No queremos una madre que riña. Queremos una que siempre esté contenta, ¿no? Sigamos mirando. Tú me avisas si ves una que te gusta, ¿eh?

A esas alturas la inquietud de Óscar era inmensa. Cada vez su manita apretaba con más fuerza la mía. Y entonces los vi, y exclamé:

—¡Mira, Óscar, por allí viene una pareja! ¡Fíjate cómo se cogen de la mano, parecen muy felices! ¿Lo ves? Estoy segura de que todavía no tienen hijos y te van a tratar superbién. Vamos a preguntárselo.

Era justamente la pareja que yo estaba buscando, alguien que me pudiera seguir el juego; vi en ellos a mis interlocutores perfectos. Y sin más preámbulos, y con Óscar ya casi totalmente escondido detrás de mis piernas, les dije:

—Hola, perdonad que os moleste, pero es que Óscar y yo estamos buscando una madre mejor para él, porque está enfadado conmigo. Os encantará, es un niño muy simpático y cariñoso. Come de todo y casi se viste solo. Además, se porta muy bien.

La reacción de ambos fue aún mejor de lo que me esperaba. La chica, que no tenía más de veinte años y a la que parecía que le estaba costando no echarse a reír a carcajadas, una vez pasada la primera sorpresa dijo:

—Hola, Óscar, nosotros también somos muy simpáticos y estaremos encantados de que vengas con nosotros. ¿Me das la mano?

Óscar me miró, luego miró a la joven, y de nuevo se giró hacía mí. Tiró con fuerza de mi brazo para que me agachara. Una vez me tuvo a su altura, me dio un beso y me pidió que volviéramos a casa, porque “no podía abandonar sus juguetes”, dijo. Nos despedimos precipitadamente de la pareja, a quienes intenté explicar con la mirada lo agradecida que estaba por su actuación. La alegría de Óscar crecía a cada paso que dábamos y cuanto más nos alejábamos de ellos. Cuando dejó de verlos, empezó a saltar y a explicarme todas las cosas que íbamos a hacer después, todos juntos. Al llegar a casa, antes de abrir la puerta, me preguntó si no me hubiera dado pena que él se hubiera ido. Lo abracé, lo besé y le dije que nunca le hubiera dejado marchar, porque de ninguna manera quería cambiar de hijo; tenía al mejor. Nunca volvimos a hablar del asunto. A partir de ese día, Óscar decidió que tenía la mejor madre del mundo y que no quería cambiarla por otra, aunque no estuviera siempre con él. Probablemente yo también decidí que era la mejor madre del mundo, y ese sentimiento me dio más seguridad y me ayudó a no sentirme culpable.

La experiencia nos benefició a los dos en nuestra relación y recuperé los momentos de felicidad al reencontrarnos cada tarde y escuchar los relatos de las atareadas jornadas de Laura y Óscar.

Pasado un tiempo, mi cuñada me llamó muy preocupada porque su hijo, que tenía la misma edad, no la trataba bien, y ella se sentía culpable. Le propuse que vinieran a merendar y así nuestros hijos podrían hablar entre ellos. Y esto fue lo que al final de la tarde oí que Óscar le decía a su primo:

—No busques otra mamá, no vale la pena. Seguro que la tuya es la mejor.

Este método de visualizar cuanto antes el problema —lo que está pasando— y forzar la elección entre posibles alternativas, aunque éstas parezcan extremas, permite movernos en la dirección adecuada. O no movernos, pero apreciando en este caso la situación en que nos encontramos y valorando elementos que antes quizás no habíamos tenido en cuenta. Si lo practicas podrás ver, tanto tú como los que te rodean, lo que está en juego en un momento dado, y tendrás más fuerza para cambiar la situación o valorar más lo que tienes y no quieres perder de ningún modo.

3. El caso de la sopa de verduras

Si estamos atentos, resulta fácil percibir cuándo hay alguien que está pasando por una situación de estrés. Las señales suelen ser similares y se repiten una y otra vez.

Un día, recién llegada de vacaciones, me dirigí hacia una de las plantas del edificio principal en el que tenemos las oficinas. Son espacios grandes, abiertos y diáfanos de más de mil metros cuadrados. Crucé una planta de extremo a extremo para encontrarme con Markus, y hacerle una consulta.

Cuando tengo que hablar con alguien que trabaja en mi mismo edificio, intento, siempre que pueda, ir a hablar con esa persona directamente en lugar de llamarle por teléfono o mandarle un e-mail. Eso me permite tener una conversación más personal y evitar malentendidos o correos interminables con listas de gente que se van añadiendo en copia. Además, yendo de una planta a la otra, tengo la ocasión de saludar a gente en el ascensor, aunque solo sea para dar los buenos días o preguntar “¿Cómo estás?”. Esos encuentros fortuitos a menudo me han servido para enterarme de próximas bodas, embarazos, inminentes nacimientos, promociones y un sinfín de sucesos o información que la gente no compartiría conmigo por e-mail.

Ese día, cuando llegué a la mesa donde estaba trabajando Markus, este ni siquiera alzó la vista para saludar.

—¿Cómo estás Markus? —le pregunté—. ¿Ya de vuelta de tus vacaciones?

—Ni me acuerdo de ellas. No sabes la cantidad de trabajo que tenemos. No sé por dónde empezar. Tengo cientos de e-mails que contestar, informes que leer y además la gente del equipo se cree que tengo tiempo para ellos. Bueno, ¿querías algo?

Yo había pensado que sería una conversación corta, pero viéndolo en ese estado le invité a vernos en mi despacho más tarde. No tuve ninguna duda de que me maldijo en aquel momento; con todo lo que tenía que hacer, solo le faltaba añadir una reunión conmigo. A pesar de ello, pensé que valía la pena forzar esa cita. De vuelta en mi planta, me encontré con Julio, nuestro director de operaciones, y le dije que me preocupaba lo estresado que estaba Markus.

—¿Cómo puedes pensar eso si solo lo has visto cinco minutos? ¿Qué te ha dicho? ¿Qué te ha contado? —preguntó.

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