Al final, nos pusimos de acuerdo en meternos al río todos al mismo tiempo. La orilla estaba un codo por encima del agua, lo cual quería decir que el primer paso sería un salto, con la incertidumbre de lanzarse a las profundidades. Automáticamente tomamos aire y llenamos nuestros pulmones, con Renzo marcando la cuenta con sus dedos, uno, dos, tres, saltamos a lo desconocido.
Y fuimos a dar en una parte donde el agua nos llegaba apenas a los tobillos.
No sabría juzgar las caras de los natites, pero estoy segura de que Delgaroth hacía grandes esfuerzos por no reírse de nosotros.
Kharu, por su parte, estaba doblándose de la risa.
Y así fue como comenzó mi labor como embajadora.
¿Cómo explicar la extraña sensación de meterse a un río, con agua que te rodea por todas partes y, a pesar de eso, permanecer completamente seco? Era teúrgia, claro, y no era buena idea confiarse demasiado en la magia, pero los encantamientos de Delgaroth eran poderosos. Incluso con el agua helada llegándome al cuello, me encontraba seca.
—Bajaremos con rapidez —nos advirtió Delgaroth y saltó de vuelta al río—. Yo los guiaré.
Me detuve y observé a Renzo dar un paso, con el agua hasta la cintura, y luego otro paso. Un poco más y cayó hacia delante, agitando los brazos.
—¡Aaahh! —gritó y desapareció bajo las aguas turbulentas.
Rápidamente se puso en pie, para quedar con el agua hasta el pecho, que era un nivel algo por encima de mi cabeza, y bastante más arriba que la de Tobble, que seguía cerca de la orilla.
—¡Oigan, esto funciona! —exclamó Renzo—. ¡Y además hace cosquillas!
—Aquí vamos —dije. Contuve la respiración y me sumergí. Para mi alivio y maravilla, las diminutas burbujas teúrgicas se extendieron y cubrieron mi cabeza. Respiré con cautela. Las burbujas se movieron hacia mi nariz, reventándose y expulsando aire.
¡Aire!
Si caminar bajo el agua es difícil, respirar es aún más. El instinto trata de evitarlo. Y ahí estaba yo, respirando en la corriente, con pequeños jadeos que me hacían cosquillas en la garganta y me daban ganas de reír.
A pesar de que ya antes había visitado el reino subacuático, éste era bastante diferente. En lugar de una ola de vez en cuando, aquí había una corriente constante. Tal como lo había predicho Delgaroth, me costaba mantener los pies abajo para apoyarme en ellos.
—¡Socorro! —oí que gritaba un Tobble atribulado en la parte menos profunda—. Lo siento mucho y no quiero dar problemas, ¡pero necesito ayuda!
Las cortas patas de Tobble pateaban frenéticamente cuando lo vi pasar a mi lado, envuelto en su propia burbuja. Traté de agarrarlo por un pie, pero no lo conseguí. Renzo, desde el otro lado, no pudo más que manotear.
Y allá fue Tobble, un wobbyk dentro de una burbuja.
Y no estaba precisamente feliz.
Yo estaba a punto de salir a la superficie para nadar tras él, pero vi por el rabillo del ojo algo que nos aventajaba a una velocidad asombrosa. Era Delgaroth, en su elemento natural. El embajador natite atrapó a Tobble sin problemas. Buscó en la bolsa plateada que llevaba al hombro, y le entregó a Tobble un pequeño ladrillo.
—No lo vayas a soltar, amigo wobbyk —dijo Delgaroth—. Es kurz, un metal muy pesado que se encuentra bajo el mar.
Con el kurz entre manos, Tobble tenía lastre suficiente. Y yo le ayudaba a mantener los pies en el lecho del río al agarrarlo por el hombro.
—Eso fue emocionante —dijo con voz temblorosa.
—Todo va a ir bien —contesté.
—Estaría más convencido si no sintiera el temblor en tu mano.
—Tengo más kurz —dijo Delgaroth mirándonos a Renzo y a mí —, si lo necesitan.
Los dos negamos con la cabeza. Con el escudo y la corona que nos servían de lastre, teníamos menos dificultades que Tobble.
—Síganme, y si tienen algún otro problema, sólo tienen que gritar —nos dijo Delgaroth.
—Claro que vamos a gritar —dijo Renzo. Su voz, al igual que la mía y la de Tobble, se oía amortiguada. Cosa rara, la de Delgaroth resultaba más clara. Había algo en la naturaleza de las voces de los natites que las hacía sonar como música una vez que estaban bajo el agua.
Un enorme bagre nadó junto a nosotros y me miró con desaprobación. Sentí el empuje constante del agua, y al recostarme en él pude mantener los pies en el fondo. El lecho del río, algo que pocas veces había podido ver desde la superficie, era una mezcla de arena colorida formando remolinos junto con piedras rutilantes. Aquí y allá vi tiras de algas y uno que otro parche de lo que parecía ser hierba crecida, con franjas azules.
Al fin, cerca de lo que podía ser el punto medio del río entre una y otra orilla, llegamos a algo que no era ni arena ni piedras, ni algas ni peces. Era una nave que flotaba sobre el lecho, a un nivel tan alto como el doble de mi estatura. A pesar de que no era tan grande como un barco que surca los océanos, sí medía de largo unas diez veces mi tamaño. Y carecía de un elemento vital para un barco: la vela. Comenzaba y terminaba en puntas agudas, y refulgía con destellos irisados que cambiaban de color con cada nuevo rayo de luz.
—Es una barcabrena —explicó Delgaroth.
—¿De qué está hecha? —pregunté, esperando que me diera razones para tranquilizarme.
—De un tipo de cuerno, que parece un colmillo largo —dijo Delgaroth—. Dos de ellos, de hecho. De un narvalik, un tipo de pez.
—¿Cuernos? ¿Un pez con cuernos?
Delgaroth tal vez sonrió.
—Hay muchos más misterios en las profundidades de lo que podría imaginar, embajadora Byx.
Y ahí estaba, saliendo de boca de un natite: embajadora Byx.
Era la primera vez que ostentaba un título, y me parecía demasiado grandioso para alguien como yo. Pero eso es lo que yo era, justamente: la embajadora de Kharu. Una dairne despachada para parlamentar con los natites en representación de una humana.
La vida a veces nos sorprende.
A veces quisiera que dejara de hacerlo.
7
Bajo las aguas del río
Al inspeccionar la barcabrena, vi que efectivamente estaba hecha de cuerno. Dos cuernos, de hecho, tal como había dicho el natite, conectados por su base y ahuecados para formar el compartimento hermético en el interior. Me estremecí sólo de pensar en el tamaño colosal que debía tener un narvalik para poder maniobrar con semejante apéndice. Y aún más increíble me resultó ver que la barcabrena tenía enganchados un montón de peces idénticos: lubinas con manchas anaranjadas, tan largas como yo, todas con arneses de malla tejida con algas.
A diferencia de un barco típico, la barcabrena no tenía mástiles ni cubiertas. En lugar de eso, había dos escotillas redondas, una en la parte de arriba y otra en la parte de abajo. Delgaroth abrió la inferior, y le hizo señas a Renzo. Lo miré agacharse bajo la embarcación, y luego enderezarse, su parte superior desapareció en el interior. Desde ahí, levantó las piernas y dejamos de verlo.
—¡Aquí dentro está seco! —nos gritó.
No sé si era sencillamente una ley de la naturaleza o teúrgia de los natites, pero lo cierto es que el agua no se metía por el agujero de la escotilla.
—¿Vamos? —pregunté a Tobble, que seguía aferrado a su pesado ladrillo.
—Levántame, por favor.
Ayudé a Tobble a entrar por la escotilla, y luego trepé tras él. El interior de la barcabrena estaba seco, sin duda, y mucho más adornado de lo que me hubiera podido imaginar. Dispuestos a intervalos regulares en las paredes y el techo había gemas verdes ovaladas y cristales redondos de azur.
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