Katherine Applegate - La única

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Al principio, la misión de Byx era descubrir si había más miembros de su especie o si estaba destinada a convertirse en una superviviente, la última dairne con vida.Aunque Byx encontró otros dairnes como ella e hizo nuevos amigos y aliados, pronto se dio cuenta de que no sólo los dairnes estaban en peligro de extinción, sino que todos, animales y humanos, corrían el mismo riesgo. En esta última aventura, y con el mundo ante una amenaza sin precedentes, Byx habrá de reunir a criaturas de todas las especies para liderar una revolución.La conclusión de la trilogía La superviviente nos ofrece una vez más una historia fantástica y llena de acción con un entorno único y personajes fascinantes.

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—¿Y cómo vamos a desplazarnos más allá? —pregunté.

—Si tiene algo de paciencia, ya lo verá, embajadora.

Otra vez. Ese título sobrecogedor: embajadora. Cada vez que lo oía, sentía una presión en el pecho y tenía la sensación desagradable de ser una impostora. Soy Byx, una dairne, nada más ni nada menos que eso, y quería protestar. Estoy fingiendo… no soy más que una jovencita jugando a ser adulta.

Me sacudí de encima esa sensación lo mejor que pude y, con demasiada curiosidad para volver a mi litera, decidí seguir mirando.

Pronto me di cuenta de que la espera valió la pena.

He visto muchos amaneceres en mi corta vida. Pero ver al sol asomar cuando se está bajo el agua es una experiencia completamente diferente. Ese primer punto de luz que se funde en la superficie del río. Los largos rayos de sol que penetran en el agua como espadas de oro puro. Burbujas centelleantes de color que van cayendo como piedras preciosas desechadas.

No podía dejar de mirar, y las lágrimas de gratitud me anegaron los ojos.

Tal vez le fallara a Kharu. Tal vez decepcionara a mis fieles amigos y a mí misma. ¡Había tantas cosas que podían resultar mal, que podían frustrarse en esta misión que me habían confiado!

Pero me prometí que iba a atesorar ese regalo que se me ofrecía, este amanecer, sin importar lo que sucediera.

¡Cómo se las arregla la tierra para sorprendernos si se lo permitimos!

Perdimos velocidad cuando los peces se desengancharon de sus arneses uno por uno, y daban un giro repentino para pasar nadando por encima de mi cabeza. Finalmente nos detuvimos, cabeceando lentamente en la corriente. Oí que Renzo se levantaba abajo:

—¿Dónde estamos? —preguntó.

—No estoy segura. Los peces nos han abandonado, pero Delgaroth dice que es natural que así sea.

—¿Hay espacio para que yo me asome también?

—Claro que sí.

La verdad es que quedábamos un poco apretujados, pero la burbuja de observación se expandió lo suficiente para acomodar también a Renzo.

—¡Ohhhh! —dijo—. ¡Qué hermosura!

Fue un poco extraño oír que esa palabra saliera de labios de Renzo, pero definitivamente tenía razón.

—¡Mira allá! —gritó, señalando con la barbilla.

Al principio nada vi, pero no era porque eso que me mostraba fuera demasiado pequeño, sino porque era muy grande.

Era una criatura.

Una ballena.

Momentos antes pareció que estaba a punto de chocar con nuestra nave, pero justo a tiempo la ballena giró su enorme cabeza hacia arriba. Pasó por encima, una pared de un gris reluciente que se movía cada vez más rápido, imposiblemente larga, desmesuradamente grande, más que cualquier otra criatura que pudiera imaginar.

Se lanzó hacia arriba, explotando a través de los primeros rayos de sol, y reflejándolos. Brotó por encima del agua y flotó por encima de la nave, convirtiendo el día en noche al oscurecerlo todo con su sombra.

—¡Por todos los antiguos y sus gatos domésticos! —exclamó Renzo—. ¡Debe pesar más que diez casas!

Mi corazón se detuvo. No podía respirar.

La belleza era imposible. La fuerza, inimaginable.

La ballena volvió a caer al agua. El impacto fue como una explosión distante. Nuestra nave se inclinó y oí que Tobble se caía de su cajón, sobresaltado y despierto.

—¡Socorro! ¡Nos hundimos! —gritó.

—Ven con nosotros a la burbuja —lo llamé—. Estamos bien.

Tobble subió hasta sentarse en los hombros de Renzo, como un niño mirando un desfile.

—Ah, ya veo —dijo, bostezando—. Es una ballena sartel. Son bastante comunes en estas aguas.

—¿Comunes? —preguntamos Renzo y yo al unísono.

Tobble asintió.

—Las sarteles están en el tercer lugar en cuanto a tamaño entre todas las ballenas, me parece.

—¿Tercer lugar? —repitió Renzo—. ¿Y entonces qué tan grande es la más grande y la que le sigue?

—Bueno, sólo las he visto desde la superficie, pero yo creería que una ballena arrecifera es dos veces más grande que una sartel. Y después está la moteada de Renner, que es tan descomunal que podría comerse a esa sartel, esta nave, y otras dos o tres embarcaciones de buen tamaño.

Renzo y yo lo miramos con una mezcla de sorpresa y temor. A ninguno nos gustó la idea de un ser vivo tan grande que pudiera considerar a “nuestra” ballena un mero tentempié.

—No se preocupen —Tobble agitó una patita—. Las moteadas se mueven con mucha lentitud. Y se alimentan únicamente de algas y krill.

—No es que me preocupara el asunto —agregó Renzo.

—¿Ah? —Tobble volteó a mirarme con suspicacia—. ¿Es cierto eso, Byx?

Reí:

—Me niego a responder, pues lo que diga podría avergonzar a Renzo.

Me di cuenta de que Delgaroth flotaba cerca de la cabeza de la ballena. Cuando la sartel mordió el arnés de algas con sus enormes fauces, Delgaroth nadó hacia nuestra burbuja de observación.

—Tal vez sería recomendable que se sujetaran de algo sólido —nos advirtió.

—Estamos bien así —contestó Renzo.

Pero no estábamos bien así. No teníamos idea de lo que estaba por venir. La ballena agitó su cola descomunal, y tiró del arnés con fuerza tal que los tres fuimos a dar al piso. Renzo alcanzó a recoger una botella que caía, justo a tiempo.

Regresamos a la burbuja de observación, mirando maravillados la tupida cortina de burbujas que dejaba la ballena al nadar. La nave se sacudió y soltó un gemido, y tal vez debía sentir pánico, pero era algo demasiado emocionante para dejarme afectar por el miedo.

Recorrimos velozmente varios kilómetros y entonces, sin mayor aviso, la ballena subió y nosotros junto con ella, y tres gritos brotaron de nuestra garganta. Por más que nos costara creerlo, la ballena saltó fuera del agua, y nosotros junto con ella, saliendo al aire tan brillante, atravesando espuma y cielo antes de hundirnos de nuevo en las profundidades.

Cada vez más y más, la ballena se sumergió, y los tres caímos al piso. Mi cuerpo se sentía aplastado por un peso invisible. Respirar era muy trabajoso. Vi miedo en los ojos de mis amigos, pues ellos también luchaban para aspirar aire suficiente.

—No puedo respirar —logré decir entre jadeos.

Tobble puso los ojos en blanco y caminó a trompicones por el compartimento, mareado y a punto de desmayarse. Traté de alcanzarlo, pero llegamos al fondo y volteamos de nuevo hacia la superficie con tal velocidad que choqué con una mampara.

Y luego… paz. Caímos en una calma incierta, mientras la ballena nadaba a ras de la superficie, y nosotros tras ella un poco más abajo.

Todo el día y la noche fue más de lo mismo: largos tramos de suave bamboleo, punteados por subidas y bajadas muy marcadas. Nos fuimos acostumbrando a los momentos en que era difícil respirar, la repentina aparición del cielo abierto, la velocidad impresionante, incesante.

A la mañana siguiente, empezábamos a sentirnos desesperados en el encierro, cuando Delgaroth entró a nuestro compartimento y anunció:

—Nos aproximamos a Jaureggia, gran ciudad sede del palacio de la reina Pavionne.

Corrí a la burbuja de observación, ansiosa de un cambio tras tantas leguas de viaje oceánico.

Y vaya cambio el que nos esperaba.

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