Kharu se llevó un dedo a los labios.
—Shhhh, no le digan a Renzo que no es más que una bestia de carga.
—Yo quisiera expresar nuevamente mis serias objeciones a la idea de entregarle a la reina de los natites la corona y el escudo de los natites subdurianos —dijo Renzo—. Tuve que atravesar un terreno difícil bañado en lava fundida para obtener esas reliquias. De no ser por mi increíble agilidad y mi asombrosa valentía, no las tendríamos —esbozó una sonrisita irónica—. Además, valen una fortuna, una cuantiosa fortuna.
La corona y el escudo eran artefactos de los cuales se habían apropiado los natites subdurianos, un pequeño grupo de natites renegados que vivían en un vasto lago subterráneo. Uno de los objetos, que Tobble había denominado el cerca-lejos, era un tubo que milagrosamente hacía aparecer lo que estaba muy lejos como si se encontrara cerca. Desafortunadamente, habíamos tenido que deshacernos de él, pero aún conservábamos una corona incrustada de joyas y un escudo de gran tamaño.
—Sospecho desde hace un tiempo que la corona, el escudo, y el cerca-lejos fueron cosas que el clan subduriano robó a otros natites —dijo Kharu—. Su reina, Lar Camissa, fue muy evasiva al referirse a ellos ante nosotros —se encogió de hombros—. En todo caso, ofrecerle estos regalos al gobernante de los natites ayuda a demostrar nuestra sinceridad y compromiso. Todo es parte de la diplomacia, Renzo. Lo siento mucho.
Renzo tenía el escudo atado a la espalda, camuflado con una envoltura de tela de yute. Llevaba una pequeña bolsa de cuero que me entregó.
—Yo llevo el escudo —dijo con un suspiro—, pero no estoy seguro de ser persona de fiar en cuanto a la corona.
Kharu negó con la cabeza.
—Bueno, tú sabrás.
Saqué la corona y la deslicé en mi bolsa. Al igual que los marsupiales, los dairnes tenemos bolsas en el abdomen. La corona me incomodaba, tenía puntas agudas, pero sabía que así sería más fácil llevarla que cargando una bolsa adicional además de mi bulto de costumbre y mi espada. No lo dicen en las historias épicas de los héroes de antaño, pero hasta las espadas más pequeñas, como la mía, son sorprendentemente pesadas.
—Entonces, la decisión está en tus manos, Byx —dijo Kharu—. ¿Confías en estos natites o no? ¿Crees que podrán ayudarnos con el Ejército de la Paz? No tenemos muchas semanas para tantear el terreno. Necesitamos saber lo que hay en la mente de los natites ahora. Éste es el primer paso diplomático en nuestro esfuerzo por evitar la guerra. Y puede llegar a ser el más importante.
—Yo… Haré lo mejor que pueda —dije. La voz temblorosa me traicionó, y el estómago se me retorcía como las olas en el mar embravecido. En verdad que no necesitaba que Kharu me recordara la tremenda responsabilidad que llevaba sobre mis hombros.
Podía ser que yo ayudara a detener una guerra y salvar miles de vidas.
O tal vez no.
—Gambler —dijo Renzo—, como este viaje será breve y es necesario que vayamos ligeros, te confío a Perro para que lo cuides en mi ausencia.
Perro trató de dar al felivet un lengüetazo torpe, pero se encontró con una garra casi tan grande como su propia cabeza.
—Compórtense —dijo Renzo, y Gambler le respondió mostrándole los dientes.
—Entonces, ¿estamos listos, amigos míos? —pregunté, tratando de sonar decidida.
—Siempre listos —contestó Renzo, pero Tobble negó con la cabeza.
—Hay que desayunar primero. Si voy a morir, planeo hacerlo con la panza llena.
6
La embajadora Byx
No lejos de la villa, aguas abajo, el río Telarno formaba un meandro amplio, en el que había un remanso de aguas lodosas color marrón a la sombra de los sauces. No quedaba a gran distancia del campamento, así que Kharu, Renzo, Tobble y yo fuimos a pie. Bodick y tres soldados iban detrás de nosotros, a cierta distancia. Kharu quería transmitir con claridad el mensaje de que el Ejército de la Paz era justamente eso: pacífico.
El natite estaba aguardando nuestra llegada, o al menos eso me aseguró Kharu. Pero yo nada vi.
—¡Embajador! ¡Embajador Delgaroth! —gritó.
Las aguas se abrieron casi sin alterarse y el natite subió a la superficie. Delgaroth era del mismo azul profundo que el cielo al anochecer, con marcas de un verde vívido en los costados y la cara. Sus ojos eran grandes para ser los de un natite, con el iris azul oscuro rodeado por un anillo de turquesa claro. Al parpadear, lo hacía con uno o los dos juegos de párpados. El primero era opaco, el segundo, translúcido. Me habían dicho que los párpados transparentes les permitían a los natites ver bajo el agua.
—Muy buenos días tenga usted, embajador —dijo Kharu con un movimiento de cabeza.
—Y que también los tenga usted, Señora Kharussande Donati —contestó Delgaroth.
Me sorprendió lo fácil que era entender lo que decía. A los natites les cuesta articular los sonidos cuando respiran aire. También hablaba a un buen volumen, casi gritando, tal vez porque estaba acostumbrado a hablar bajo el agua.
—Le presento a mis compañeros y además buenos amigos, Renzo y Tobble, y a mi embajadora, Byx de los dairnes —dijo Kharu.
Tragué en seco al oír las palabras “mi embajadora” pronunciadas en voz alta. Tuve que convencerme de que Kharu estaba hablando de mí.
Delgaroth escasamente echó un vistazo a Renzo y a Tobble. En lugar de eso concentró su intensa mirada en mí.
—Es la dairne.
—Como puede verlo —contesté, algo sonrojada. Sentí que debía hacer algo así como una reverencia, cosa que hubiera sido ridícula.
Delgaroth cerró con firmeza sus labios de un rojo oscuro, dirigiéndose a todos.
—Nuestro viaje tomará casi dos días.
—¿Será en una embarcación? —preguntó Renzo, aunque no había una a la vista.
—Es una embarcación un poco diferente a las que están acostumbrados —Delgaroth apuntó con uno de sus seis tentáculos—. Está en el fondo del río.
Renzo y yo cruzamos una mirada de incomodidad.
—Sí —murmuró—, dijo “en el fondo”.
Era lo que me había temido. Ya habíamos tenido la extraña experiencia de viajar bajo el agua en otra ocasión, gracias a la teúrgia de los natites. Suspendidos en burbujas gigantescas, habíamos sobrevivido, pero había sido irreal y perturbador, por decir lo menos.
Delgaroth salió del agua y se sentó en la orilla.
—¿Son capaces de nadar? —preguntó.
Lo éramos, aunque a ninguno le entusiasmaba la idea de demostrarlo.
Renzo dijo:
—Hummm… Voy cargando este… este objeto pesado. Para ser franco, se me dificultaría mucho nadar con él.
—¿Le importaría decir que es ese objeto? —inquirió Delgaroth con cortesía.
Respondí antes de que Renzo pudiera hacerlo.
—Más adelante, tal vez, cuando hayamos conocido a su reina, y tengamos tiempo para contar nuestras historias.
Delgaroth dejó pasar mi respuesta aunque miró con extrañeza hacia mí.
—Si están listos, los invito a abordar mi humilde nave. Basta con que vayan internándose en el río. Estarán totalmente a salvo, se los aseguro, envueltos en miles de pequeñas burbujas. Pero tengan cuidado de que la corriente del río no los haga caer. Ustedes, las criaturas terrestres, siempre se están tropezando y cayendo.
—Como líder de esta expedición, Byx —empezó Renzo, dando un paso atrás—, tú deberías ir primero.
—Qué tontería —respondí—. Debería ir al final.
—Yo definitivamente no iré primero —dijo Tobble. Era un buen nadador, pero eso no parecía ser motivo suficiente.
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