Y aquí es necesaria la parada ética musicoterapéutica, que desde el concebir estéticamente al Sujeto (S) y a nuestra práctica, nos invita a sostener que Hay otro allí, tal vez del otro lado de la pantalla, o quizás en esa tercera zona, en el “entre” ambos lados de la pantalla, una tridimensionalidad diacrónica, en tiempos dislocados. Pero hay otro. Aún no sabemos qué formatos subjetivos nos depara este cruzar la frontera del fastidio, ese otro que nos espera allí.
Referencias bibliográficas
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La clínica en Musicoterapia como hecho social
El fenómeno musical, como el fenómeno lingüístico, o el fenómeno religioso, no puede ser correctamente definido o descripto sin tener en cuenta su triple modo de existencia, como objeto arbitrariamente aislado, como objeto producido y como objeto percibido. Estas tres dimensiones fundan, en gran medida, la especificidad de lo simbólico .
(Molino, 1995)
A finales de los años 90, las áridas lecturas de textos que abordaban la semiología y sus intersecciones con la música, alumbraron un necesario enunciado contextual del trabajo estético en Musicoterapia que permitió, y permite ahora, ya amablemente acepta- do, comprender a nuestra práctica como socialmente semiotizada. Es decir, comprender a la Musicoterapia como un complejo sistema de producción estética dado en el interior de una textura social, siendo allí, bajo sus condiciones, donde adquiere algún sentido. Siendo allí donde la clínica acontece.
Estos postulados posibilitan ubicaciones de un sujeto enunciador en esa textura, lecturas de los aconteceres que han dejado huellas significantes tanto en nuestra historia como comunidad, en nuestras producciones, saberes, instituciones y dinámicas vincula- res, como en nuestro ejercicio profesional. En sus resultados, en sus efectos, y no estará mal decir, también, sobre nuestras subjetividades.
De esos textos de semiología musical, es el de Jean Molino (1995), originalmente publicado en francés y traducido por Jorge Sad, del que nos valemos para sostener a la Musicoterapia como Hecho social, en el mismo sentido en el que nuestro autor entiende a la música. Es decir, como un discurso que debe, necesariamente, ser comprendido en su triple dimensión de producto material, aislado mediante ciertas operaciones de reconocimiento realizadas a partir de condiciones diversas, que variarán según ocupe esa posición un analista, usuario, o consumidor inclusive, y situadas en un punto soporte estésico según nuestro autor. La tercera dimensión desde la que abordar esta comprensión semiótica será la producción, es decir, estamos en presencia, participando, de un objeto que ha sido (y/o está siendo) producido y por tanto situado en un punto soporte, poiético ha dicho Molino, en el que ciertas condiciones son operadas dejando huellas en el discurso bajo análisis. Huellas a partir de las cuales postulamos, inclusive, la existencia de un sujeto productor.
Esta triple topía es central en esta concepción del Pensamiento Estético y adquiere valor de herramienta de intervención en la clínica tanto como de objeto-marco de nuestras teorizaciones.
Producción⇒ Discurso producido o en proceso de producción⇒ Reconocimiento
La concepción de la música como Hecho social en Molino también entraña un trabajo deconstructivo de la histórica concepción de una definición universal y pura de esa música, que la sitúa en la Europa occidental y que permite desde allí, como en tantas postulaciones etnocéntricas, juicios de valor hacia las música o manifestaciones sociosonoras de otras culturas, etnias, tiempos históricos, etc., como músicas “menores”, “primitivas”, inclusive “degeneradas”, como el Estado nazi evaluó en su momento al jazz, la música gitana, etc.
Como ocurre con otros hechos sociales, la música parece, a medida que nos alejamos en el espacio y el tiempo, cargarse de elementos heterogéneos y, a nuestros ojos, no musicales. No existe una música universal, fondo común o gran común denominador de las músicas de todos los tiempos y de todos los países: se trata de realidades diferentes que no pueden sino ser designadas por palabras ellas mismas diferentes que reenvían a diversos dominios de la experiencia. (Molino, 1995)
Se trata de un trabajo de disolución de esta pureza trascendente de la música en las aguas de las culturas, sociedades y tiempos históricos, para enunciar su condición de producto cuya conciencia significante, cuyo sentido, solo es posible en el interior de un entramado de discursos sociales. Este reenvío produce la abolición de cualquier petición de pureza o trascendencia de las producciones sociales comprendidas como música, evitando esa estrategia propia de todo proyecto de aspiración hegemónica, de desligamiento de la música de su condición de producción social, es decir de sus relaciones ideológicas no en pocos casos asociadas a órdenes y/o controles sociales, incluyendo al Mercado.
Se trata, pues, de una separación de las esferas culturales, políticas y económicas que poco tiene de elección teórica natural sino que, más bien, se trata de un acto de complicidad que deja el ámbito musical tradicional en un limbo de pureza o de incontaminación absoluta que evita, de hecho, su análisis histórico. Que evita preguntarse por su papel, histórico, en la construcción y reconstrucción constantes de las hegemonías y de las identidades sociales. La música popular contemporánea, al no poder ser considerada como parte de este “limbo cultural”, ayuda a poner en crisis este proceso. (Pitarch, 2005)
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