Esta opción nos lleva a cierto maniqueísmo en el que esta minoría se considera en posesión de la verdad mientras el resto del mundo continúa equivocado. Por ello, las minorías con vocación de minoría suelen considerarse superiores a quienes no han tenido la suerte o la iluminación suficiente para darse cuenta de que ellas son quienes están en posesión de la verdad. Son los puros frente al resto que está contaminado, son minorías que diferencian fácilmente entre la mayoría, que se equivoca, y ellos, que son quienes están en el camino «verdadero».
La segunda opción que tienen esas minorías que tienen nuevas propuestas para mejorar la sociedad es la de ser «minorías con vocación de mayoría». Se trata de aquellos que tienen ideas novedosas, que innovan, que quieren cambiar lo existente, y, para hacerlo, intentan que sus ideas y su cosmovisión se extiendan para que sean aplicables a la mayoría. Son quienes buscan maneras de que se generalice lo que creen y que no se quede en pequeños grupos de elegidos. Opinan que lo suyo es bueno para todos, y por ello quieren popularizarlo y que no se quede en grupos reducidos.
Saben que generalizar unas ideas o extender maneras de entender la vida supone que no sean tan puras como si se hicieran en un pequeño grupo de concienciados. Que, si se generalizan, se «contaminan» o «relativizan». Pero no ven esto como un problema, sino como una riqueza. Tienen claro que la realidad tiene que matizar la perfección de las ideas. Su objetivo es que mejore la sociedad, y por ello realizan propuestas que ayuden a todos, que se puedan generalizar. Son personas y grupos que piensan que lo bueno para ellos también lo es para los demás, y por ello lo difunden e intentan que se generalice.
Estas minorías con vocación de mayoría ya no se refugian en un recodo de la corriente para vivir allí con tranquilidad y sin sobresaltos, sino que realizan el gran esfuerzo de nadar a contracorriente y de intentar desviar esta. Son personas y grupos que deben tener coraje moral para enfrentarse a lo que es normal y aceptado, que deben ser osados para descubrir esos nuevos caminos que redirigen la corriente hacia otros mares. Estas minorías lo tienen más difícil que las anteriores, pero sus resultados son los que consiguen transformar la realidad y llevarla hacia praderas más verdes que las que se transitan en la actualidad.
8. Reconocer la igual dignidad de las personas
Había acabado la conferencia y se encontraban en el diálogo posterior. Una de las asistentes clamó contra aquellos que querían entrar en nuestro país desde las naciones más pobres. La ponente le preguntó si creía que sería justo que a ella, española de 20 años, le impidiesen viajar a la mayoría de los países del mundo. Ella contestó que no, que lo normal era la situación actual, en la que ella podía viajar a todo el mundo sin mayores problemas. La ponente le preguntó entonces si veía justo que una chica de 20 años keniata, togolesa, pakistaní o siria no pudiese gozar de la misma libertad que ella para viajar libremente por todo el mundo. Ella reflexionó la respuesta y contestó: «Sí que es justo, porque no es lo mismo».
La octava premisa nos dice que en un mundo en el que todos somos diferentes, en el que no hay dos personas iguales, en el que cada uno de nosotros somos únicos e irrepetibles, en el que no ha habido, ni hay, ni habrá ninguna persona que pueda ser igual a nosotros, en el que somos seres tan especiales que nadie se nos parece ni nadie nos iguala, en el que la diferencia es la base de nuestro ser, de nuestra personalidad y de nuestras peculiaridades, en un mundo así, todos somos iguales en dignidad, porque todos somos personas.
Esto es así porque esa diferencia congénita con la que nacemos, con la que nos desarrollamos, no nos hace ni mejores ni peores de quienes tenemos alrededor. Alguien puede ser más alto o más bajo, vivir en un pueblo con más o menos historia, haber nacido en un país más pobre o más rico, tener un color de piel u otro, tener más o menos iniciativa empresarial, ser miembro de una familia de alta alcurnia o de una familia sin noble linaje, ser gerente de una empresa o un simple trabajador, ser de una nacionalidad u otra, tener unas ideas más o menos avanzadas, ser muy deportista o poco, tener o no premios, ser más o menos inteligente... Podemos ser diferentes, y de hecho lo somos, pero esto no nos hace ni más ni menos que los demás. Todos somos personas y como tales tenemos una igual dignidad.
Esta idea radical de la igualdad tiene unas implicaciones trascendentales a la hora de plantear la gestión económica de las sociedades. Porque, si todos somos iguales, todos –sin excepción– debemos tener los mismos derechos y los mismos deberes, y para que esto se haga realidad tendremos que tratar de manera diferente a quienes lo son, porque no es lo mismo el deber de colaborar en el bien común, por ejemplo, de un niño de cinco años que de un adulto de cuarenta; Porque no se concreta igual el derecho a la asistencia sanitaria de una persona sana que de una persona que tiene una enfermedad crónica. Para alcanzar la igualdad en deberes y derechos necesitamos tratar de manera diferente a quienes son distintos.
Esta manera de buscar la igualdad a través del trato diferente a los que son distintos es totalmente incompatible con el trato diferenciado para mantener la desigualdad que se da con frecuencia en nuestras sociedades. El ejemplo del relato inicial es una muestra de esta reivindicación. ¿Por qué una persona de una nacionalidad tiene más derechos que otra que no tiene esa nacionalidad? ¿Por qué alguien que tiene más ingresos tiene más derechos que otra persona que no gana tanto? ¿Por qué un hombre puede tener más derechos que una mujer?
Estos tratos desiguales no conllevan una igualación, sino un mantenimiento de la diferencia. Algunos grupos tienen unos privilegios que no tienen otros, y eso los mantiene en esferas distintas y diferenciadas, no los hace más iguales, sino que reproduce las diferencias. Es lo que está detrás de la expresión «no es lo mismo». Las personas que esgrimen este argumento piensan que tienen algo que los hace superiores a otras, y por ello son merecedoras de un trato especial, de unos privilegios solamente reservados a ellas.
Reconocer la igualdad en dignidad de todas las personas conlleva que el trato económico diferente se justifique si sirve para ayudar a que todos puedan vivir con dignidad. El reparto de los recursos limitados con los que contamos en la tierra tendrá que buscar que quienes menos reciben tengan al menos lo suficiente para poder vivir de una manera digna. Porque todos somos merecedores de los mismos deberes y derechos, y entre estos está el de poder desarrollar una vida digna.
9. Buscar el convencimiento y no los incentivos
Se atribuye a la tradición cheroqui el relato de aquella joven que se acercó a una sabia anciana en busca de consejo. «En mi interior viven dos lobos –le dijo pausadamente–: uno me lleva a comportarme mal con los demás, el otro me empuja a comportarme bien con los otros. ¿Cuál de los dos vencerá cuando deje de ser joven y sea una mujer adulta?». La anciana la miró con sus tiernos ojos y le contestó sabiamente: «Aquel al que tú alimentes más».
La siguiente premisa sobre la que vamos a asentar esta propuesta de cambio de paradigma es el convencimiento de que todas las personas tenemos nuestro lado bueno y nuestro lado malo. Las personas no solo somos malas por naturaleza, no estamos repletas de intenciones torcidas, prestas a engañar, a decir cosas que no pensamos, a jugársela a los otros en cuanto tengamos ocasión. No, las personas no somos así. Pero tampoco somos solamente buenas. No somos angelitos repletos de bondad, de reacciones positivas, de dosis ilimitadas de amor, no somos plenamente generosos y desprendidos.
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