Sin embargo, cuando el objetivo de una sociedad es aplacar a los dioses, los sacrificios humanos se pueden considerar como algo lógico y necesario para lograr ese objetivo superior. O cuando se pone por delante la consecución de una sociedad ideal con unos nuevos valores, matar o encarcelar a los opositores a ella o a aquellos que se enfrentaban a estas ideas es una opción real que se lleva adelante con frialdad y eficacia. Podríamos poner muchos otros ejemplos en los que, desgraciadamente, una medida que para nosotros es negativa, como es matar a una persona o privarla injustamente de la libertad, es vista como positiva.
Pero el objetivo perseguido no solo nos sirve para evaluar la benignidad de una determinada medida atendiendo a su capacidad para acercarnos o alejarnos del lugar al que queremos llegar, sino que también determina el establecimiento de prioridades, en especial cuando aparecen dilemas entre distintos objetivos. Porque, como ya hemos visto, las medidas, estrategias o sistemas no son buenos para todo, no son perfectos, por lo que escoger uno puede tener efectos positivos en una dirección, pero negativos en otra. Cuando se toma cualquier decisión económica o se opta por un sistema económico u otro, sus repercusiones sobre distintos aspectos de la realidad son diferentes.
Por eso el objetivo que marquemos para una sociedad, persona o institución será el que determine cuáles son sus prioridades. Consideremos el ejemplo de un club de baloncesto de una población pequeña. Su objetivo como club deportivo puede ser doble: por un lado, ofrecer a los chavales de la población una alternativa de ocio y educativa positiva para su desarrollo personal. Por otro, ganar los partidos e intentar quedar los primeros de su competición. Mientras los dos objetivos son compatibles entre sí, potenciando a los jóvenes de la localidad se pueden ganar partidos y competiciones, no existe problema alguno.
Pero ¿qué sucede si, para ganar los partidos, se necesita fichar a jugadores de otros lugares dejando a un lado a los locales? En este caso hay que tomar una decisión que va a depender de la prioridad que tengamos. Si esta es la de ganar partidos, se retirará a los de la propia población para hacer fichajes que vengan de fuera y permitan mejorar el rendimiento deportivo de los equipos. Si la prioridad es el desarrollo de los jugadores locales, se sacrificará la posibilidad de mejores resultados para mantener la apuesta por los jóvenes de la población. La manera en la que se afronta el mismo problema difiere totalmente según la prioridad que se tenga.
Esto implica que es importante conocer, en primer lugar, la meta más importante que se pretende alcanzar. Solo si conocemos el objetivo prioritario podemos encontrar las mejores medidas para acercarnos a él y podremos calificar nuestras actividades en buenas o malas según nos acerquen o no a él. La meta final es la que marca el camino que hay que seguir. Solamente podemos encontrar el camino si sabemos dónde queremos llegar, solo podemos establecer una escala de prioridades si sabemos cuál es nuestro objetivo prioritario. Ya dijo Séneca que «nunca hay viento favorable para quien no sabe dónde va». Conocer el objetivo final es imprescindible para establecer nuestras prioridades y calificar nuestras decisiones como acertadas o no.
5. La vida (y la economía) es cambio
Hacía años que había decidido que ya no tenía nada que aprender, que ya sabía lo suficiente, que nada podía cambiar, que ella era como era. «No se puede hacer nada», «las cosas son como son», «nada cambia»... Frases de este estilo brotaban de sus labios a la menor oportunidad, y ella vivía como si el tiempo se hubiese congelado. Mientras tanto, profundas arrugas surcaron su rostro y tuvo que sustituir los filetes por alimentos más fáciles de masticar y digerir. Su carácter, como el del vino barato, se fue agriando, y sus escasas amistades menguaron sin pausa. Un día se fue sin hacer ruido y nunca sabremos si pensó que con su partida cambiaba todo o si siguió considerando que todo seguía igual.
La quinta premisa tiene que ver con el cambio. Porque la vida es continuo cambio. Las cosas no permanecen quietas, no están estables eternamente. Todo cambia, todo varía, todo evoluciona, a mejor, a peor, a más o menos igual, pero nunca permanece quieto. Cada uno de nosotros es diferente a como era hace diez años. Aun siendo las mismas personas, hemos cambiado, y también lo han hecho nuestros amigos, los lugares en los que vivimos, la sociedad, nuestro entorno...
Todo lo que tiene vida está en continua evolución. Del mismo modo que constatamos que todo es diferente a como era el año pasado o hace treinta años, también tenemos la seguridad de que todo será distinto en el futuro. Desconocemos si será mejor o peor, pero tenemos la seguridad de que el año próximo, dentro de cinco o dentro de diez, las cosas serán diferentes a como son ahora. La vida es cambio continuo, algunos creen que en forma de ciclos, otros opinan que siempre avanzamos en la misma dirección, progresando sin cesar. Sea de una manera u otra, el hecho es que nos enfrentamos a un cambio continuo, nada permanece igual.
En economía sucede lo mismo. Al ser una actividad humana está constantemente en evolución. La situación económica no es la misma en la actualidad que la que vivimos hace tres años ni que la que viviremos dentro de tres. La económica cambia por necesidad, porque es parte de la vida, y esta varía sin cesar. Esto es clave cuando nos encontramos con personas y con instituciones que piensan que «nada puede cambiar», que «las cosas siempre están igual», o con otras que se empeñan en mantener las cosas como están, que afirman que lo que está bien no hay que tocarlo, que se instalan en el inmovilismo.
El dilema no está entre dejar las cosas como están o cambiarlas, sino entre dirigirnos en una u otra dirección. Porque pensar que la economía, al igual que la vida, va a permanecer fija e inamovible es trabajar con una premisa imposible. Aunque todo parezca lo mismo, la realidad es siempre diferente, las personas, el entorno y todo lo que gira alrededor cambia. No darse cuenta de esto es perder el tren de nuestra historia, de nuestro devenir. Debemos percatarnos de que el cambio se está dando irremediablemente y gestionarlo para que se dirija en la dirección que nosotros preferimos.
Por ello, los esfuerzos deben dirigirse hacia el verdadero dilema que tenemos ante nosotros. ¿Hacia dónde dirigimos el cambio? Porque no hay opción: cambio va a haber; es algo irremediable, es ley de vida. Cuando realizamos propuestas económicas, cuando pensamos sobre el futuro, no decidimos entre mantener las cosas o no mantenerlas, sino en hacia dónde queremos que estas evolucionen.
Un ejemplo de esto son las empresas centenarias que mantienen su actividad a lo largo de los años. Una de las características que les permite seguir funcionando durante tanto tiempo es que no pretenden mantenerse exactamente igual según pasan los años, sino que saben gestionar bien los cambios externos para evolucionar y encontrar la mejor manera de responder a los desafíos de cada momento y realizar los necesarios cambios internos.
Pueden mantener su esencia, sus valores o su principal línea de productos, pero intentan adaptarse a los cambios de la sociedad, de los mercados, de las personas... Siempre están atentas a cómo varía su entorno y a la realidad en la que se mueven para lograr sus objetivos ajustándose a lo nuevo. Esta actitud positiva hacia el cambio es una de las causas que les permiten sobrevivir con el paso de las décadas.
Aceptar que la economía es cambio y establecer el dilema en el punto que es debido nos ayuda a entender correctamente el quehacer económico. Nuestras acciones económicas nos dirigen siempre en una o en otra dirección y son causa y medio del cambio en todo momento. Las personas, las instituciones, las empresas y los Estados tienen necesariamente que reflexionar y pensar hacia dónde quieren dirigirse y posicionarse, para, a través de sus actuaciones o sus omisiones, intentar que ese cambio se oriente en la dirección por ellos preferida.
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