Enrique Lluch Frechina - Una economía para la esperanza

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Nos empen~amos en debatir sobre si economi´a de mercado, capitalista o socialista; sobre si queremos una mayor o menor intervencio´n del sector pu´blico y del mercado; sobre si necesitamos un crecimiento sostenible, inclusivo, que tenga en cuenta las desigualdades o si buscamos, por el contrario, el decrecimiento y una economi´a ma´s ecolo´gica… Pero todo ello lo hacemos sin cuestionar el paradigma economicista en que vivimos, en el que la economi´a se pone por encima de todo.El presente libro ofrece una propuesta que sale de este marco y presenta un nuevo paradigma econo´mico, unas bases distintas desde las que entender el quehacer econo´mico. En sus li´neas se pueden encontrar caminos para reorientar la direccio´n en la que se mueve nuestra sociedad, co´mo modificar el concepto de racionalidad econo´mica, que´ hacer para modificar el funcionamiento de las empresas, de los mercados, del sector pu´blico, de la investigacio´n econo´mica, de los mercados financieros…Una propuesta que quiere que la economi´a se ponga al servicio del cuidado de la creacio´n, de la sociedad, de todas las personas que viven ahora y que vivira´n en el futuro. Un cambio de paradigma sobre el que dialogar para construir un sistema econo´mico que nos ofrezca la esperanza de un mundo mejor.

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Al mismo tiempo que existen diferentes maneras de organizar la economía, podemos afirmar que no existen sistemas de organización económica perfectos, y no los hay porque tampoco hay personas perfectas ni organizaciones culturales, sociales, políticas o deportivas perfectas. La perfección como tal es inalcanzable para nosotros. El que la persigamos no es porque aspiremos a conseguirla, sino porque es una manera de avanzar hacia la mejora, de dar pasos que nos lleven a posiciones o actitudes mejores que las que teníamos de partida, pero no porque confiemos en ser perfectos o porque tengamos la más mínima posibilidad de lograrlo.

Con nuestras maneras de organizar la economía –al igual que cualquier otro campo humano– sucede lo mismo. No hay métodos perfectos, no podemos encontrar algo que sea tan bueno que todo lo demás quede invalidado. De hecho, cuando escuchamos una medida que aparece como la panacea, como la solución a todos los males, debemos desconfiar. La realidad es lo suficientemente compleja como para que no existan estos remedios universales que todo lo pueden. Al igual que no podemos encontrar una pócima que remedie todas las enfermedades, tampoco existe un sistema perfecto para todas las situaciones económicas. Del mismo modo que existen medicamentos adecuados para una u otra dolencia, que suelen tener efectos secundarios, también tenemos medidas y políticas económicas que son apropiadas para una situación, pero que pueden tener efectos negativos sobre otras.

Aquellos que piensan que existen soluciones perfectas también opinan lo contrario, es decir, que todo aquello que no sea su solución es imperfecto por sí mismo. Absolutizar la benignidad de una medida es tan falaz como hacerlo con su supuesta malignidad. Un ejemplo claro de estas dos posturas lo vemos en una propuesta de la que se habla a menudo en estos últimos tiempos: la renta básica universal. Mientras algunos la ven como una propuesta estrella que va a solucionar los desafíos económicos que tiene planteada la sociedad en la actualidad, en especial en cuanto a la lucha contra la pobreza y los efectos negativos que sobre esta tienen las nuevas tecnologías, otros ven esta medida como algo negativo que solo traería una sociedad de vagos y maleantes.

Cuando uno se acerca a ella con humildad y sin prejuicios, ve una medida que tiene sus luces y sus sombras, que puede ser buena para unas cosas, pero no tanto para otras. Es decir, una medida de política económica que, como todas, no es ni perfecta ni totalmente imperfecta, sino una propuesta que puede considerarse, discutirse y debatirse para, a la luz de sus ventajas e inconvenientes, decidir si hay o no que instaurarla.

En economía, como en la vida, los profetas de la perfección y de la imperfección suprema ofrecen visiones simplistas de una realidad muy compleja. No tratan de ofrecer argumentos sencillos para comprender la complejidad de la realidad, sino que intentan dar a entender que todo es simple y puede ser resumido en una lucha de lo bueno contra lo malo en la que no caben ni medias tintas, ni espacios grises, ni ambigüedades: todo es blanco o negro. Para poder llevar adelante esta visión, los profetas de la perfección sobrevaloran el mundo de las ideas y lo ponen por encima de las personas y de la realidad. Todo se tiene que subordinar a estas ideas que se muestran tan perfectas, tan atractivas y tan sencillas.

Sin embargo, la realidad es tan complicada y tiene tantos matices que pretender poner las ideas por encima de ella se ha demostrado muy peligroso en la historia. Ya lo aventuró Francisco de Goya a finales del siglo XVIII en su aguafuerte «El sueño de la razón produce monstruos». La Revolución francesa, que encumbró las ideas de libertad, igualdad y fraternidad y el poder de la razón sobre la realidad contra la que se enfrentaban, tuvo un desprecio por la vida humana que se simbolizaba, sobre todo, por la guillotina, y que nosotros, los españoles, sufrimos con los «desastres de la guerra» derivados de la invasión napoleónica. Los totalitarismos del siglo XX en Europa, que acabaron con millones de muertos y que pusieron la idea de una «nueva sociedad» por encima de la realidad y de las personas –especialmente la soviética y la nacionalsocialista–, fueron otro ejemplo de cómo, cuando ponemos las ideas de perfección por encima de la realidad, acabamos despreciando a las personas y generando injusticias y sufrimiento.

Esto no invalida las ideas, pero estas deben dejarse moldear por la realidad, porque no existen ideas «perfectas», sino mejores o peores para o por algo. Según el objetivo que persigamos o los valores que marquen nuestra actuación, la misma idea puede ser buena o mala. Cualquier idea debemos pasarla por el tamiz de la realidad, para que tome forma, para ver sus matices, para apreciar sus imperfecciones y asumirlas. Las ideas nos permiten tener un horizonte hacia el que avanzar y unas claves para comprender la realidad en la que vivimos, pero no podemos subordinarlo todo a ellas. Las ideas deben estar al servicio de la realidad y no al contrario. Esta última debe estar siempre por encima de las ideas.

Un ejemplo sencillo puede ayudarnos a comprender esto. Si quiero ir a Francia desde Madrid, salir en dirección sur es una mala opción, ya que mi destino se encuentra al norte de aquí. Si mi destino fuese Marruecos, avanzar hacia el sur sería la opción adecuada. Ahora bien, buscar la solución perfecta de ir siempre hacia el norte podría traernos problemas. Porque pueden existir obstáculos que sean imposibles o muy difíciles de franquear. En tal caso, la opción perfecta de avanzar hacia el norte para acercarse a Francia debe amoldarse al terreno, de modo que temporalmente podemos vernos obligados a cambiar de dirección hacia el este o el oeste. Aunque la idea está clara –llegar a Francia–, su realización se adapta a lo que encontramos en nuestro camino, y no siempre avanzar hacia el norte es la mejor opción.

Por todo ello, debe existir un diálogo entre la realidad y las ideas para evitar que sobrevaloremos estas últimas y confiemos demasiado en la perfección de aquello que hacemos. Poner la idea por encima de la realidad supone empeorarla y, con demasiada frecuencia, implica sufrimiento para algún colectivo de personas –o animales, o naturaleza–, que se ve perjudicado por decisiones que no les tiene en cuenta. La realidad debe estar por encima de las ideas para que estas últimas nos sean útiles para mejorar la primera.

4. El objetivo marca las prioridades

Estaba donde nunca hubiese querido ir. No sabía por qué había llegado allí. Así que repasó su camino, lo que había hecho hasta el momento. Contempló cuáles habían sido las encrucijadas en las que había tomado las decisiones que le habían llevado a ese lugar. Después de mucho reflexionar, se dio cuenta de que nunca había sabido dónde ir, que sus decisiones no habían tenido prioridad alguna, que había llegado donde no deseaba porque nunca había querido ir a ningún sitio en especial. Consideró que ya entendía algo de su pasado y que quería pensar en su futuro. A partir de ahora pensaría hacia dónde quería dirigir sus pasos, y esto le permitiría tomar decisiones más acertadas. Porque en los cruces de caminos ya sabría qué dirección seguir y, cuando se alejase de su objetivo, sabría hacia dónde corregir su rumbo. Se acostó tranquila y reconfortada, sabiendo que al día siguiente tendría una meta hacia la que dirigir sus pasos.

Como ya se ha indicado en el apartado anterior, la dirección hacia la que encaminamos nuestros pasos, los objetivos de nuestra vida y lo que consideramos o no valioso, son los que determinan la benignidad o malignidad de nuestras acciones. En una sociedad en la que se ponga a la persona por encima de todo, en la que el objetivo que se pretende seguir es incrementar la humanidad de todos sus miembros, matar a alguien es considerado una aberración y una opción mala por su propia naturaleza.

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