En el exilio de Babilonia y a su regreso, Israel reforzó sus rasgos identitarios. Tras la crisis macabea esta preocupación se acentuó. Los libros de los Macabeos describen la lucha feroz de Antíoco Epífanes contra el monoteísmo judío y la reacción consecuente de un auge del celo militante y violento por Yahvé.
Jesús se diferenció claramente de la ideología de pureza y nacionalismo, muy poderosa en el período posmacabeo. Entre los discípulos y Jesús se da la tensión entre el Dios celoso y violento posmacabeo y el Dios del tiempo nuevo que se abre y replantea los signos identitarios del pueblo judío.
Pero antes de profundizar en este punto vamos a preguntarnos cómo reacciona Jesús ante quienes se muestran indiferentes, obstaculizan o incluso combaten el Reino de Dios que él anuncia. La tolerancia ha adquirido unas connotaciones propias en la modernidad –pienso en Locke y su Ensayo sobre la tolerancia– y sería anacrónico buscar la actitud ante estas cuestiones. Pero sí encontramos algunas indicaciones muy valiosas que nos orientan en nuestra tarea.
Debemos comenzar recordando la parábola de la cizaña (Mt 13,24-30). El señor ha sembrado buena semilla en su campo, pero de noche ha ido su enemigo y ha sembrado cizaña. Cuando los siervos se dan cuenta, le proponen al amo arrancar inmediatamente la cizaña, pero este se opone: «No vaya a ser que al recoger la cizaña arranquéis a la vez el trigo». Jesús se opone a un celo fanático que pretende adelantar en la historia un juicio que solo a Dios compete y que se realizará al final. Ahora hay que tener paciencia; podríamos decir, tolerancia. En este momento no está claro qué es trigo y qué es cizaña. Bien entendido que la cizaña es mala. La tolerancia no nace del escepticismo ante la verdad ni del cinismo ante la vida. Pero no es solo que el Reino de Dios no se impone a la fuerza, sino también que muchas veces no están claros sus caminos en la historia. Jesús sabe que su semilla caerá en pedregales, en tierra endurecida, entre abrojos. La misma semilla que cae en tierra buena y acogedora necesita tiempo para despuntar y crecer. Jesús pide paciencia a los viñadores que querían arrancar la planta que llevaba mucho tiempo sin dar fruto (Lc 13,6-9). La paciencia requiere saber esperar, resistir y confiar, y es la primera virtud sobre la que hay un tratado autónomo cristiano, concretamente el De patientia, de Tertuliano, del año 204 14. Jesús habló del amor al prójimo, de no juzgar, de que los caminos de Dios desbordan nuestros cálculos, de respetar y acoger a las personas, que son las actitudes sobre las que se basa la tolerancia.
Pero hay actitudes que son intolerables. «¡Ay de aquel por quien vienen los escándalos!». La del que escandaliza a uno de estos pequeños, «más le vale que le pongan al cuello una piedra de molino y le arrojen al mar» (Lc 17,1-2); la del que cierra su corazón al pobre que yace a su puerta (Lc 16,19-31); a Jesús le subleva la utilización de Dios y del Templo para encubrir la injusticia (Mc 12,38-40; 11,15-17; Mt 23,23-24).
Hay que reconocer que en los evangelios hay pasajes de una violencia verbal que nos desasosiega. ¿Cómo se compagina el Jesús que en Mt 23 apostrofa a sus adversarios como hipócritas, sepulcros blanqueados, serpientes y raza de víboras, con el Jesús del Sermón del monte, que habla del amor a los enemigos y que prohíbe llamar imbécil a quien te ofende (Mt 5,21-22)?
Jesús responsabiliza al ser humano, le hace ver que Dios le abre una perspectiva insospechada que él puede acoger o frustrar. Las referencias al juicio, que han sido muy acentuadas en los evangelios por la Iglesia posterior, no tienen en el Jesús histórico rasgos apocalípticos y están al servicio de suscitar la responsabilidad en el presente.
3. Las normas de pureza como barreras para defender la identidad étnica 15
La preservación de su adhesión a su Dios único (más tarde «el único Dios»), que le confiere conciencia de ser «pueblo elegido», implica la separación de Israel de los otros pueblos. Esto se expresa en la Ley de Santidad y en las normas de pureza que se encuentran en el Levítico. En la Ley de Santidad se dice:
Yo soy Yahvé, vuestro Dios, que os he separado de esos pueblos. Habéis de distinguir entre animales puros e impuros, y entre aves impuras y puras; para que no os contaminéis, ni con animal, ni con ave, ni con reptil que se arrastra por el suelo, de los que os he apartado yo como cosas impuras. Sed santos para mí, porque yo, Yahvé, soy santo, y os he separado de los demás pueblos para que seáis míos (Lv 20,24-26).
La Ley de Santidad recoge sobre todo normas referentes al templo de Jerusalén. Hay un mapa de las separaciones sucesivas de lo profano para acceder a los espacios más santos, más cerca de la divinidad 16. El atrio de los gentiles estaba abierto a todo el mundo. Un patio más interno estaba reservado a los judíos, y unos letreros advertían a los gentiles que, si penetraban, incurrían en pena de muerte 17. A otro patio posterior podían acceder los varones, pero no las mujeres. Más adentro estaba «el santo», donde se encontraba el altar de los sacrificios, un lugar solo accesible a los sacerdotes. Por fin, «el santo de los santos», lugar de la santidad de Dios y que en el Segundo Templo estaba vacío, porque los babilonios se habían llevado el arca de la alianza, y al cual solo podía acceder una vez al año, el Día de la Expiación, el sumo sacerdote tras unos laboriosos ritos de purificación. Hay un mapa de los espacios que es también un mapa de las separaciones de las personas según los grados de pureza (gentiles, judíos, mujeres menstruantes o que han dado a luz recientemente, otras mujeres, laicos, levitas, sacerdotes, sumo sacerdote).
Esta santidad que se expresaba de forma especial en el Templo se prolongaba a la vida cotidiana para salvaguardar la separación del pueblo a través de las normas de pureza, que se encuentran en Lv 16 y capítulos siguientes, pero que habían desarrollado una casuística muy amplia y discutida para responder a las circunstancias variables que presentaba la vida. Las normas de pureza pretenden asegurar la identidad étnica del pueblo de Israel; eran las barreras que le separaban de otros pueblos. Se reforzaron enormemente cuando el pueblo regresó del exilio. En contacto con gentes muy diversas se impuso la tendencia más conservadora y excluyente.
Las normas de pureza controlaban con especial rigor los dos ámbitos por donde se podía entrar en contacto con los extraños al pueblo: las relaciones sexuales (se prohibían los matrimonios exogámicos o mixtos) y los usos alimentarios. Esta delimitación de las fronteras hacia fuera suponía, hacia dentro, un control estricto de los cuerpos de los miembros del propio pueblo.
Lo dicho no es sino un breve apunte sobre el sentido antropológico de las normas de pureza.
Añado una breve mención histórica. Los «fariseos» –palabra que significa «separados»– se caracterizaban por el rigor con que cumplían las normas de pureza en la vida diaria, con divergencias porque había diversas escuelas de interpretación. Los qumranitas habían llevado el cumplimiento de las normas hasta el punto de instalarse en el desierto, separándose físicamente del pueblo, al que consideraban corrompido a partir de la usurpación por una oligarquía sacerdotal del lugar más santo, el templo de Jerusalén.
La arqueología está poniendo de relieve la importancia de las normas de pureza, porque está sacando a la luz numerosos miqwaot, baños rituales, que se encuentran incluso en casas privadas, y que servían para practicar ritos de purificación. Un dato muy importante: la impureza era contagiosa, pero no así la santidad (con la excepción del altar del Templo, muy poco accesible):
Pregunta a los sacerdotes sobre la Ley. Diles: «Si lleva alguien carne sagrada en el halda de su vestido, y toca con su halda pan, guiso, vino, aceite o cualquier otra comida, ¿quedará esta santificada?». Respondieron los sacerdotes: «No». Continuó Ageo: «Si alguien que se ha hecho impuro por contacto con un cadáver toca alguna de estas cosas, ¿quedará impura?». Respondieron los sacerdotes: «Sí» (Ag 2,11-13).
Читать дальше