Un sistema de impureza es siempre excluyente. En nombre de la pureza ideológica, de la pureza revolucionaria, de la pureza étnica, se han desencadenado enormes violencias.
Jesús no hace teorías generales al respecto, pero con su comportamiento relativiza el sistema de pureza. Señalo brevemente algunos datos. Toca enfermos (leprosos), que eran considerados impuros y ellos mismos asumían esta condición: los leprosos que salen al encuentro de Jesús «se pararon a distancia», y para dirigirse a él tenían que gritar (Lc 17,12-15; Mc 1,40-45 par.).
En 2 Sam 5,8 se afirma que «ni ciegos ni cojos entrarán en la casa/Templo», y en los escritos de Qumrán no solo los ciegos y cojos, sino los afectados por otras enfermedades son considerados impuros (11QT XLV,12-14; 1QSa II,9b-10). Una mujer que sufre flujo de sangre está permanentemente en estado de impureza (Lv 15,19-28). Jesús no se aleja de los enfermos, sino que se acerca a ellos y acepta su contacto. Acoge a quienes en nombre de la religión se descartaba. Aquí hay un tema cristológico de suma importancia que solo insinúo. En el texto de Ageo hemos visto que la impureza es contagiosa, no así la pureza. Jesús revierte este planteamiento. «¿Quién puede hacer puro lo impuro? ¡Nadie!» (Job 14,4). Esta afirmación del libro de Job hace patente la reversión que Jesús efectúa. No es que no tema incurrir en impureza, sino que comunica, contagia, integridad, limpia la impureza. Con Jesús no hace falta ni realizar un baño ritual en un miqvé ni ofrecer un sacrificio en el Templo 18.
El sábado era el tiempo sagrado, y no respetarlo era incurrir en impureza. No es cuestión de discutir si los comportamientos de Jesús están dentro de la amplia casuística judía que se había desarrollado sobre la extensión del descanso sabático. Pero encontramos varios casos en que Jesús actúa en sábado de forma que ofende a las autoridades judías 19. Estaban en la sinagoga de Cafarnaún «al acecho a ver si curaba al hombre de la mano paralizada para poder acusarle» (Mc 3,2). Los fariseos recriminaron a los discípulos hambrientos que arrancaban espigas en sábado (Mc 2,24). El jefe de la sinagoga se indigna porque Jesús, en sábado, cura a una mujer que llevaba encorvada dieciocho años (Lc 13,14). En casa de uno de los principales fariseos le observan a ver si cura en sábado a un hidrópico (Lc 14,1-2).
En todos los casos, Jesús, que se sabe maliciosamente observado, opta por no demorarse y hacer el bien en sábado: cura al leproso, a la mujer encorvada, al hidrópico; y defiende a sus discípulos hambrientos. Hay un común denominador: poner en el centro al ser humano (Mc 3,3), porque «el sábado ha sido instituido para el hombre y no el hombre para el sábado» (Mc 2,27).
En una larga discusión sobre los ritos de purificación, que sus discípulos habían omitido antes de comer, Jesús afirma: «Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda contaminarle, sino lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre» (Mc 7,15). Devalúa así las normas de pureza y acentúa la importancia de las actitudes morales. Esto se encuentra en muchos textos. Los ritos de pureza potencian el exclusivismo y la separación, las actitudes morales tienen vocación de universalidad.
Un rasgo singularmente característico de Jesús son sus comidas. Le acusan de ser «un comilón y un borracho, amigo de publicanos y pecadores» (Mt 11,19). La extrema frugalidad de Juan Bautista, su austera forma de vestir, su estancia en el desierto, expresan su separación de un pueblo empecatado. La actitud de Jesús es bien diferente. El Reino de Dios está ya irrumpiendo y es tiempo de gozo, «el novio del tiempo mesiánico» ya ha llegado, y no es cuestión de andar ayunando; Jesús comparte la mesa con todo tipo de gente y ve en esa mesa compartida amigablemente el signo más expresivo del Reino de Dios. Come con pecadores y publicanos, con gente de mala fama, y esto suscita críticas aceradas: «¿Por qué come con pecadores y publicanos vuestro maestro?» (Mt 9,11); «los fariseos y los escribas murmuraban diciendo: “Este acoge a los pecadores y come con ellos”» (Lc 15,2); cuando va a casa de Zaqueo, murmuran otra vez, diciendo: «Ha ido a hospedarse a casa de un pecador» (Lc 19,7), y hospedar a alguien es, ante todo, compartir la mesa con él; recordemos el texto recién citado: «Este es un comilón y un borracho, amigo de publicanos y pecadores» (Mt 11,19). Parece obvio que quien no tiene reparo en comer con esta gente, mucho menos se preocupa de la pureza de los alimentos.
En toda cultura hay normas alimentarias, que pertenecen además a la entraña de esa cultura, sobre qué se puede comer, cuándo, cómo, con quién. No se comparte la mesa con cualquiera. Compartir la mesa en casa con alguien es entablar una relación especial con él. En el judaísmo, las normas de pureza regulaban con especial cuidado los usos alimentarios en todo su proceso, porque por ellos se podía entrar en contacto fácilmente con lo externo y lo impuro. Se calcula que el 67 % de todas las perícopas legales atribuidas a maestros anteriores al año 70 se refieren a leyes sobre los alimentos 20.
Se ha discutido mucho quiénes son «los pecadores» con quienes Jesús come. Las élites religiosas llamaban pecadores a la gente sencilla y no versada en la Ley. De una forma especial se consideraba pecadores a quienes realizaban determinados oficios (curtidores, pastores, barberos, etc.). Pero esta palabra tenía una polivalencia muy grande. Antes hemos visto que un grupo judío (por ejemplo, los fariseos de los Salmos de Salomón o los qumranitas en la Regla de la comunidad) llamaban «pecadores» a los judíos que no pertenecían a su secta. Había pecadores y pecadoras públicos. Jesús no descarta a nadie, acoge a todos, habla, come y, llegado el caso, se deja tocar por todos (recordemos la pecadora pública que unge con lágrimas y perfume sus pies en el banquete en casa del fariseo Simón, cf. Lc 7,36-50). El Reino de Dios es un proyecto de inclusividad total de Israel. Las comidas de Jesús muestran un comportamiento abiertamente contracultural, muy poco honorable, que es tanto como decir que contravenía el valor cultural más estimado en su tiempo. La comensalidad abierta de Jesús cuestiona radicalmente las más importantes barreras con las que el pueblo elegido defendía su identidad étnica.
Joseph H. Hellerman afirma que, «para quienes estaban imbuidos de la ideología posmacabea de pureza y nacionalismo, y vivían cotidianamente bajo la sospecha amenazadora de la ocupación romana, difícilmente podían soportar a un líder carismático que debilitaba los símbolos definitorios de la etnicidad judía. Era inevitable el conflicto entre Jesús y las autoridades doctrinales» 21. Desde la perspectiva del Templo y de la sinagoga, Jesús y, más tarde, sus discípulos contaminan y hacen impuro a Israel. En el libro de los Hechos acusan a los cristianos de blasfemar «contra Moisés y contra Dios» (6,11). R. J. Karris ha llegado a decir que «Jesús fue crucificado por la forma en que comía» 22.
4. La capacidad de innovación histórica de la experiencia religiosa
¿Cómo se explica esta actitud de Jesús? Cuando le piden cuentas, no entra en disquisiciones casuísticas ni, menos aún, en justificaciones teóricas. Simplemente narra unas parábolas (Lc 15: la oveja perdida, la dracma perdida, el hijo perdido) con las que pone de manifiesto el amor desconcertante de Dios por los perdidos. Su comportamiento, dice Jesús, responde a este amor de Dios, que salta por encima de las convenciones establecidas. ¿Dónde cabe que un patriarca oriental eche a correr para encontrarse con él cuando ve aún en la lontananza a su hijo, que ha ofendido el honor de la familia, que le abrace, abortando sus balbuceos de arrepentido, que le acoja en casa plenamente como hijo y organice una fiesta por todo lo alto? Pero a nadie se excluye de la gran fiesta del Reino, y el patriarca de la parábola quiere que también el hijo mayor –que representa a los judíos «justos» que critican a Jesús– participe de la fiesta y acoja como hermano suyo al hijo «que se había perdido y ha sido encontrado».
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