Tenele la cabeza, así, el brazo por abajo.
Ofelia empieza a llorar y él no sabe qué hacer, me mira.
Hamacala despacio, sin miedo.
Saco la ropa del bolso y la guardo de nuevo. Debajo de todo está el revolver. Lo agarro y aprieto la empuñadura, le siento el peso.
Migue me está mirando. Si no voy yo, me van a venir a buscar, dice.
Ofelia deja de llorar y lo mira con los ojos muy abiertos, como si lo viera por primera vez.
Migue hace guardia toda la noche. Yo apenas duermo. Trato de imaginar a Ofelia dentro de cinco, diez, quince años. Tiene las orejas del padre, pobrecita. Y mis ojos.
Anahí, me llama Migue cuando está saliendo el sol.
Voy al comedor con ella en brazos. Él está junto a la ventana. El hombre gordo y los dos chicos están atando la lancha al muelle.
Andate, dice Migue, andá a lo de Liliana. Tiene el revólver en la mano.
No, digo, y voy hasta la habitación, dejo a Ofelia en la cuna y vuelvo.
Vamos, Migue.
¿Adónde?
Afuera, digo, vamos, y abro la puerta.
Anahí, dice él.
Salgo y escucho que me sigue. El hombre gordo y los dos chicos están bajando de la lancha. Me miran. Tienen unas armas extrañas, alargadas y con luces.
Camino hacia ellos. Los chicos se tiñeron el pelo, uno de fucsia y el otro de turquesa.
Lo buscamos a él, dice el hombre gordo, y señala a Migue.
Váyanse, digo.
Con él, dice el hombre gordo. Uno de los chicos le apunta.
Quedate atrás, le digo a Migue, dame el revólver.
No, Anahí, andate.
Callate, Migue, dame eso y quedate quieto. Sin dejar de mirar al hombre gordo, busco el revólver con la mano. Migue se resiste pero lo suelta. Apunto. El hombre gordo sonríe.
Eh, tranquila, ¿qué es esa reliquia? Nos llevamos al muchacho y listo. No es con vos la cosa.
Los dos que van con él asienten y sonríen con el mismo gesto, calcado. El que le apunta a Migue sostiene el brazo en el aire. El otro lo levanta y me apunta a mí. Nos quedamos quietos y es como si estuviéramos, los cinco, atados por un mismo hilo. Un hilo bien tirante. Cualquier movimiento, en cualquier parte del circuito, va a generar una serie de reacciones. Pasan varios segundos, quizás un minuto o dos, y se escucha el llanto de Ofelia. Yo estoy mirando al hombre gordo a los ojos y él hace un gesto mínimo, frunce la cara. Esa contracción tensa más el hilo, apenas, pero suficiente para que mi dedo se cierre sobre el gatillo. Todo pasa al mismo tiempo, casi, el llanto, el gesto del hombre, el disparo.
El hombre gordo cae al piso y se agarra un costado de la cara. Creo que le arranqué una oreja. Enseguida se oye una especie de silbido, fiu , y del arma del de pelo fucsia sale un rayo de luz fluorescente que me pega en el hombro y quema. Otro silbido y esta vez lo siento en la panza, caigo sentada. Me miro la herida junto al ombligo, es un agujero perfecto, no sangra. Meto un dedo y pienso en Ofelia, hasta hace nada, justo ahí, estaba Ofelia. Migue grita y se tira encima del que me disparó. El otro le dispara a Migue en un brazo. Los rayos de su arma son turquesas como su pelo. Yo tiro, le pego en una pierna. Nuestro revólver hace mucho ruido y mucho enchastre, salta sangre para todos lados. El chico cae y Migue sigue forcejeando con el de pelo fucsia, y de repente se escucha un nuevo silbido. Migue rueda a un costado con el arma luminosa en la mano. El otro se queda muy quieto, con los ojos abiertos. Le veo el agujero que le entra al lado de la nuez y le sale por detrás de la oreja. Estamos todos en el piso y es un poco gracioso, creo que quiero reírme pero apenas me muevo siento un dolor que me marea. Cierro los ojos, los abro. Desde el piso veo al de pelo turquesa levantando su arma y apuntándole a Migue. Quiero gritar pero no puedo, tengo la boca muy seca. El rayo le entra a Migue por la espalda, debajo de un hombro. Él cae boca abajo y yo le tiro al chico, le apunto a la cara y le doy en un pómulo. Más sangre, más ruido. El estruendo del revólver vibra en el aire, y cuando se apaga queda un murmullo general, como un lamento. No sé si soy yo o si somos todos a la vez. Estoy aturdida pero llego a ver al gordo; se está incorporando. Con una mano se agarra un costado de la cara, en la otra tiene su arma, me tira, me da en el pecho. La luz, esta vez, es amarilla. Creo que me mató, me empiezo a ahogar, pero todavía tengo tiempo de levantar el brazo, apuntar, más o menos, y apretar el gatillo una última vez. Le doy en las costillas, cerca de la axila, y él trata de taparse el agujero con las dos manos pero la sangre se le escapa entre los dedos, cae de rodillas. Un segundo después, se desploma a un costado.
Me recuesto y siento el pasto húmedo. Con las pocas fuerzas que me quedan, me arrastro hasta Migue. Cruzo un brazo sobre su pecho, como cuando dormíamos la siesta después de nadar.
Anahí, dice, y quiere seguir pero se le quiebra la voz.
Ya está, le respondo, ya pasó. Y antes de que empiecen a zumbarme los oídos llego a escuchar, una última vez, el llanto de Ofelia, la respiración agitada de Liliana que corre hacia la casa, el agua que está siempre moviéndose, que nunca se queda quieta.
Me aprieto un poco más contra Migue y con la mano sobre su pecho siento sus latidos, a la par de los míos.
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