Tomás Downey - Flores que se abren de noche

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Flores que se abren de noche: краткое содержание, описание и аннотация

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Flores que se abren de noche ejerce una influencia singular. Como un tenue cambio de luz, modifica las coordenadas del tiempo y del espacio y nos traslada a una realidad paralela solo en apariencia familiar. ¿Qué ocurre entre los dos jóvenes primos que viven en el Delta y un día descubren que no son primos? ¿Un CET puede enseñarnos a ser mejores personas? ¿Qué haríamos si pudiéramos revivir a un hijo muerto? ¿Los seres humanos podemos ser mascotas? En este libro no hay respuestas, hay relatos que también son pequeñas novelas que nos llevan a hacernos preguntas trascendentes, a descubrir que lo que define un tiempo y un lugar no es lo que vemos, ni lo que sabemos. En
Flores que se abren de noche, su esperado tercer libro, Tomás Downey activa su gran imaginación con un estilo elocuente y preciso que vuelve a este conjunto de relatos una obra magnética.

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Vos andate, le dice Migue.

Igual a la madre, dice Liliana. Yo la acompaño a la puerta. Ojalá me equivoque, me dice antes de irse. Ojalá.

Tuvo fiebre dos días, ya le bajó. Le sale un poco de pus por la herida pero es clarito y aguachento y Liliana dice que es normal. Igual hay que darle antibióticos. Ayer le pedí a Sonia que me consiguiera algo. No la veía hacía rato porque Migue se encargaba de traer todo. Estás embarazada, me dijo, y yo dije sí.

Ahora pregunta para qué los antibióticos, si son para mí. Le digo que Migue se cortó una mano con el serrucho, nada grave. Le doy la plata.

¿De dónde la sacás?, pregunta.

Migue, digo, trabaja, ahora estoy apurada.

Pero me pide que espere un segundo. ¿Para cuándo tenés fecha?

No sé, dentro de poco supongo.

¿Pero el médico no te dio una fecha?

¿Qué médico?

Ay, Anahí, dice.

Está Liliana.

Liliana no es médica ni partera ni nada parecido. Mirá, si querés te llevo, conozco…

No, gracias, digo, en serio. No hace falta, andá tranquila que estamos bien, está todo bien.

Anahí, me llama, pero ya estoy caminando hacia la casa, no me doy vuelta.

Liliana aplaude desde el jardín. Migue se levanta de golpe pero el tirón de la herida lo frena. Yo estoy en la cama con él, me siento cada vez más pesada. Respiro hondo y giro, apoyo los pies en el piso.

No le abras, dice Migue.

No seas tonto, viene a ayudar.

Me levanto y camino hasta la puerta. Subí, le grito. La veo tantear la baranda y buscar el primer escalón con el pie.

Me da un abrazo y vamos directo a la habitación. Se sienta en la cama, toca la herida. Pero Migue le agarra la mano.

¿Qué hacés?, ¿quién te llamó?

Quedate quieto, le digo, basta.

Él larga un bufido, se recuesta y la deja hacer. Ella palpa la costura y se huele los dedos.

Está bien, dice, y se ríe, son sanos ustedes, son fuertes. Y a vos mucho no te falta, me dice a mí.

Ya está, andate, dice Migue.

Qué pesado que sos, nene, dice Liliana.

Yo la agarro de la mano para que me siga. Vamos al comedor.

Que no se quede, grita Migue.

No le contestamos. Pongo la pava al fuego y Liliana se sienta. Mira alrededor, o huele, no sé.

Estoy bien, digo en voz baja; pero preocupada, eso sí, es feo estar preocupada.

Liliana sonríe con tristeza. Me acerco a la mesa y le busco la mano, le doy el mate.

¿Qué hago?, pregunto. Ella busca la bombilla con los labios, se encoge de hombros.

Migue, por fin, me cuenta.

Fue mi culpa, dice mientras desayunamos. Yo no digo nada, espero. Pasa un rato y él sigue solo: acompañé a uno de los pibes a un encargo, yo no sabía nada, parece que la estaban vendiendo muy cortada y se armó. Maté a dos, pum, pum. Fue en defensa propia.

Ahora está acostado, mira el techo con una mano en la frente.

Migue…, digo.

Salimos de casualidad, dice él, me deben estar buscando.

Apoyo la cabeza en su muslo, toco con la punta del dedo los hilos que sobresalen de la herida. Acá no nos encuentra nadie, le digo, y si hace falta nos vamos más lejos, pero no salgas más.

No, me jura. Ya está. Me quedo.

Durante los primeros días, cuando se levanta de la cama, parece contento. Retoma los arreglos en la casa, cosas que dejó por la mitad. Las gallinas están poniendo bien y armamos canteros para sembrar papa. Hablamos de todas las tortillas que nos vamos a comer.

Pero no pasa una semana y de nuevo se pone inquieto, y una noche, en la cama, me dice que tiene que ir cerca del puerto, solo una vez, que va y viene, que es una cosita que le quedó pendiente y no lo deja dormir.

No, le contesto, y cierro los ojos.

Él se queda callado y a la mitad de la noche lo siento sin despertarme del todo. Vuelve cerca del mediodía y me pide perdón, pone una cajita sobre la mesa. Yo lo ignoro.

Abrilo, me pide.

No le contesto. No lo miro.

Son dos anillos, dice. Uno para vos y uno para mí.

No digo nada y agacha la cabeza, sale al jardín. Entonces abro la cajita. Son de oro, angostos, muy lindos. Me pruebo el mío y no me entra, tengo los dedos hinchados. Me lo cuelgo del cuello con un hilo.

Estoy en el muelle y pasa una lancha con un hombre y dos pibes de nuestra edad, flacos y altos. Bajan la velocidad y me miran, después siguen. Migue está al fondo, no le digo nada.

El canal está alto y frío. Liliana me recomendó sentarme en las escaleras del muelle con el agua hasta el ombligo. Que tonifica y relaja, dijo, y que me va a ayudar con las contracciones. Por ahora son bastante espaciadas, y se soportan. Cuando duelan mucho y vengan seguidas, cada pocos minutos, tengo que avisarle.

No, dice Migue, con Liliana no, me tiene podrido, ¿quién se cree que es?

Tenemos un libro que trajo él hace unos meses. Un libro viejo con dibujos. En uno hay una mujer en cuclillas, agarrando al bebé con una mano de la cabeza mientras sale, todo lleno de sangre.

Los de la lancha pasan otra vez. Migue está al fondo de nuevo. Yo estoy pescando y los veo de lejos, porque hacen un escándalo con el motor y el oleaje. De nuevo bajan la velocidad cuando pasan. El hombre es gordo, tiene una campera negra de cuero. Uno de los pibes se saca un moco. El otro me mira fijo.

¿Qué?, pregunto.

Buscamos a alguien, dice el hombre.

Acá no hay nadie, le digo, y se quedan un momento más. El hombre gordo me mira, mira hacia la casa, asiente. Después acelera.

Ahora sí, voy al fondo y le cuento a Migue. A los pocos minutos los escuchamos pasar de nuevo en la otra dirección. Espiamos desde atrás de la casa. Está bien, no son, dice él.

Dale, mentiroso.

Le veo los músculos forzados, dibujando una sonrisa falsa. Me abraza para que deje de mirarlo a los ojos. No llores, dice.

Como no paro, empieza a hacerme cosquillas. Trato de soltarme. Me hago pis encima.

Quiere que nos escondamos. No lo dice, pero me doy cuenta. Me pide que haga reposo y no me acerque al agua, que tiene miedo de que me caiga.

Si lo único que sé hacer es nadar, Migue.

Bueno, pero por las dudas, dice él.

Me quedo en la cama, todo el día en la cama.

Nació ayer a la tarde. No llegué a avisarle a Liliana. Empecé con las contracciones a la mañana y el resto fue bastante rápido. Me puse en cuclillas y Migue me sostuvo de la cintura. Después de mucho dolor, muchísimo más dolor del que me creía capaz de sentir sin morirme, salió Ofelia.

Me da un poco de desconfianza que haya salido todo bien, que no haya habido problemas; no se ahorcó con el cordón, no me desangré. Por momentos me pregunto si es verdad. Me toco la panza, que empieza a bajar, la toco a ella, acostada sobre mi pecho.

Le pregunto a Migue si nos ve, si estamos acá en serio.

Él dice que sí.

Liliana se enoja porque no le avisamos. Acaba de venir. Sentate, le digo, y le doy a Ofelia. La acuna.

Ay, Anahí, dice.

Cuando llora la agarro de nuevo, le doy la teta.

Se escucha de repente el motor de una lancha. Migue está abajo, no sé dónde. Liliana levanta la cabeza. El ruido se aleja.

Nos buscan, digo.

A Migue lo buscarán, dice ella.

No, a los dos.

Liliana asiente. Tiene los labios apretados y los ojos blancos, las manos sobre las rodillas.

Nos quedamos en silencio, escuchando la succión.

Le muestro el jardín a Ofelia, el canal, pero empieza a lloviznar y vuelvo a la casa. Migue está en la habitación, guarda cosas en un bolso.

¿Qué hacés?, pregunto.

Me voy, dice, pero se queda mirándome como si hubiese hecho una pregunta y esperara mi respuesta. Me voy, repite después de unos segundos, resuelvo esto y vuelvo. Es una pavada.

No te vas a ningún lado, Migue, tranquilo. Me acerco y le doy a Ofelia. La agarra como si no supiera de dónde, como si le buscara una manija.

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