Migue terminó la cuna, quedó muy linda. La pintó de azul. La semana pasada trajo un colchón bastante nuevo. Cortamos el relleno a medida y cosimos una funda entre los dos. Estos últimos días estuvo más acá. Venía saliendo mucho y volviendo tarde.
Ponemos la cuna en el cuarto, de ansiosos, pero después tenemos que sacarla por el olor a pintura.
Lo veo a Migue en la ducha, el agua que le corre por la espalda, y me dan unas ganas tremendas. Me meto con él y lo baño, me tomo mi tiempo. Después lo llevo a la cama, le digo qué hacer. Él hace caso. Cuando se duerme, me quedo despierta y pienso que quizás estuvimos peleados, porque parecía como si nos estuviéramos amigando.
Lo miro, el flequillo le hace cosquillas en la nariz y él frunce la cara sin llegar a despertarse.
Cuando abro los ojos no está en la cama y por un segundo me agarra algo, no sé si miedo o angustia, pero lo escucho en la cocina y me levanto. Me ofrece mate. Está serio de nuevo, muy serio.
¿Qué pasa, Migue? No te lo pregunto más.
Él levanta la cabeza. Maté a alguien, dice.
¿Cuándo?, pregunto, ¿a quién?
A un hombre, dice, un tipo grande, muy viejo. Fue raro.
Pienso que no es tan grave, que después de lo de la tía no pasó nada. Pero acá las cosas son así, del otro lado del río son muy diferentes.
No, le digo, contame bien.
Tarda en empezar, como si primero tuviese que armar la historia en su cabeza. Ceba un mate, arma un cigarrillo y otro para mí.
Era una casa chiquita, dice, de un piso, unos diez kilómetros tierra adentro. En general voy hasta el puerto y unos pibes me alquilan una moto. Entonces me voy más o menos lejos, donde nadie me conozca. Esta casa parecía vacía, estaba todo bien cerrado, las luces apagadas. Salté una pared y pasé a un patiecito, atrás. Levanté una persiana con la ganzúa, tuve que arrancar unas maderas. Me metí y había poca luz, cosas tiradas por todos lados. Pensé en irme porque daba la sensación de estar abandonada, pero también pensé que ahí vivía gente, que cada tanto alguien revolvía la mugre buscando algo. No sé por qué se me ocurrió eso, que entre todas esas cosas había algunas importantes y que alguien las buscaba y nunca las podía encontrar. Entonces vi el coso ese.
Lo señala con un gesto, está ahí a un costado, flotando a dos centímetros de la mesa. Es de goma, o algo parecido. Va cambiando de forma y emite un brillo suave que va pulsando, como si latiera. Cuando lo trajo hace unos días le pedí que nos lo quedáramos, me pareció que a Ofelia le podía gustar.
Migue toma un mate, los dos miramos el coso un momento, como hipnotizados. Después lo agarro y lo meto en una bolsa. Me vuelvo a sentar. Seguí, digo.
Lo guardé y me asomé al comedor a ver si había algo más, dice Migue. Estaba muy oscuro pero lo vi al tipo, sentado en un sillón. Me miraba fijo y pestañeaba, como si se acabara de despertar. Era todo pelado, hasta las cejas, y tenía muchas arrugas, me dio miedo. Perdón, le dije, fue lo primero que se me ocurrió. Él movió una mano muy despacio. Al lado tenía un teléfono. Saqué el revólver y dije no, pero levantó el tubo. Entonces le disparé. Pum, y un tirón en el hombro, no sabía lo fuerte que pateaba. El tipo quedó ahí, en el sillón, con el pecho lleno de sangre y los ojos abiertos. Antes de irme se los cerré.
Se queda callado y le agarro la mano, la siento fría. Agarro la bolsa con el coso, le meto unas piedras adentro, hago un nudo. Salimos con el bote. Migue rema un rato, nos vamos bien lejos y lo tiramos al agua.
Volvió a salir, me desperté y no estaba. Como hace calor me quedo todo el día en el muelle, me meto al agua de a ratos, leo un poco.
Migue vuelve tarde, a la hora de los mosquitos. Le pido de nuevo que no se vaya más, por favor, que se quede conmigo.
Él saca plata de su mochila, bastante plata, y busca la caja donde la guarda. Cuenta fajos y los separa en pilones. Migue, digo.
No me mira, me dice que no se mete más en casas, que hace otros trabajos más fáciles para los pibes que le alquilaban la moto. Lleva y trae cosas, acompaña a alguno a reuniones de trabajo y se queda en la puerta. Como un guardaespaldas, dice.
No me gusta, digo.
Él me mira. No les va a faltar nada, me responde, ni a vos ni a Ofelia.
No importa eso, Migue.
Pero ya no me escucha, sigue contando billetes, parece en trance.
Estoy enorme y me canso de solo mirarlo. No sabe quedarse quieto. Si no sale, se la pasa haciendo cosas en la casa. A veces empieza una tarea y a la mitad se distrae, pasa a otra. O lo veo en el jardín con una herramienta en la mano, tratando de recordar en qué estaba. Va y viene. Lleva, trae. Pone, saca. Cuanto más trabaja, más trabajo tiene después.
Es de noche y no vuelve, salió muy temprano. Nunca tardó tanto, nunca tuve que dormir sola.
Me quedo despierta, tejiendo, y poco antes de que salga el sol veo una sombra en el muelle. Es él. Camina raro y salgo, bajo la escalera.
Le cuesta respirar y le pregunto qué pasa.
Nada, dice, y lo sostengo porque se me cae. Lo ayudo a agarrarse del pasamanos. Entonces le veo la sangre. Pregunto de nuevo, creo que le grito. Él me mira y agacha la cabeza. Es un tajo, dice, estoy bien.
Lo llevo al baño. Está muy pálido. Le toco la frente y la siento fría, pero no sé. Le saco la ropa, solo veo sangre. Lo limpio hasta encontrar la herida. Es fea, bastante profunda, en la pelvis. Sangra oscuro, casi negro. Le tiro alcohol y él aprieta los dientes, arranca la cortina de la ducha de un tirón.
Aprieto con una toalla que enseguida se empapa de sangre, lo llevo a la cama, le digo que sostenga. Sentate, Migue, así. Abrí los ojos. Ahora vengo. No te duermas.
Corro a buscar a Liliana. Cuando llego a su jardín está en la ventana, esperándome. La llevo a casa del brazo.
Se lava bien las manos y pasa un dedo por el tajo. Migue grita. Feo, dice Liliana, está feo esto. Ni les digo que vayan a la salita.
No, dice Migue, a la salita no.
Ya sé, nene, es lo que acabo de decir; y a mí: lo vas a tener que coser, hay que cerrar. Poné agua a hervir. Andá, andá que me quedo.
Cargo la olla y prendo el fuego en la cocina mientras escucho la discusión que llega desde el cuarto.
No te metas, dice Migue. Habla apretando los dientes.
Bueno, nene, estoy acá, te digo lo que tengo que decirte.
Si nadie te preguntó.
Anahí me preguntó, Anahí quiere saber, y yo la quiero.
Yo la quiero, dice Migue, yo la cuido a Anahí.
Pero la podés cuidar mejor, bastante mejor, le contesta ella.
Doblo la aguja como me explicó Liliana, queda curva como las de colchonero. La dejo hervir y vuelvo a la habitación. No se peleen, digo, basta.
Me siento entre los dos. Liliana me mira con sus ojos ciegos. Esperamos, le agarro la mano a Migue. Me trago el llanto.
Cuando Liliana me manda, vuelvo a buscar la aguja. La saco con una pinza, empapo un trapo limpio en alcohol y lo uso para limpiar la tanza. Me tiemblan las manos.
Lejos de los bordes, dice Liliana, si no se va a desgarrar. Migue la mira con bronca. Me ato el pelo y prendo el velador. Siento las gotas de transpiración haciéndome cosquillas en la cara.
Tengo que hacer fuerza para que entre la aguja. Migue respira por la nariz.
Dejá medio centímetro entre puntada y puntada, dice Liliana, andá atándolo, que esté tirante.
La segunda vez que clavo la aguja me da menos miedo, y se ve que soy menos delicada. Migue le pega una trompada al colchón y grita. Le digo que se quede quieto o lo voy a lastimar.
Bueno, pero despacio, me contesta.
Vos callate, le digo, hago lo que puedo, y si duele, bien, que duela.
Sigo, puntada por puntada, hasta cerrar el tajo. Liliana toca la costura y asiente. Que se quede en cama, dice, atalo si hace falta.
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