¿Qué?
Ofelia, lindo nombre. Sabés que te la puedo sacar si querés. No es nada, todavía. Pero ni te ofrezco porque no querés, ya lo veo.
No, no sé. ¿Ofelia?
Sí, Ofelia.
A mí no me gusta.
Bueno, supongo que te gustará más adelante, vos le vas a poner así, lo vas a convencer a Migue y todo.
No te creo, ¿qué sabés?
Ay, Anahí, si serás terca. Andate, querés. Volvé si necesitás ayuda, cualquier cosa. Pero ahora andate que me estoy mordiendo la lengua.
Levanto un durazno podrido del piso y se lo tiro. Le erro por lejos. Liliana ni se mueve. Decile a Migue, repite, decile que no salga.
Desbordó el pozo séptico. Migue está limpiando el jardín, hundido hasta los tobillos en toda esa porquería. No me deja ayudar porque tiene miedo de que me enferme.
No sabe nada Liliana, me grita desde abajo. Para mí es varón. Y si es mujer, cualquier cosa menos Ofelia.
No sé, digo, creo que me gusta.
Él se espanta las moscas, sigue paleando mierda.
Lo veo más grande, más concentrado. Ya no se ofusca por cualquier cosa.
Casémonos, dice. Estamos en la cama, transpirados. Por la ventana entra un viento tibio con olor a resina.
No podemos, Migue.
No importa eso, vi unos anillos en un negocio, cerca del puerto.
Le doy besos en el pecho, le hago cosquillas alrededor del ombligo. Sos un tierno, Migue, no hace falta.
Hoy a la mañana se estaba por ir y le pedí que no saliera. Me miró, muy serio, y dijo que tiene que proveer, que yo tengo que descansar. Te voy a dejar embarazado a vos, vení para acá, le dije, y me chupé un dedo, así descansás conmigo.
Él se colgó la mochila y dijo que no con la cabeza.
Por favor, Migue, le pedí, pero no hubo caso. Me dio un beso y dijo que volvía en un rato.
Tampoco me deja ir con él, dice que es peligroso. Ahora va más lejos, a los suburbios cerca de la ciudad. En esas casas sí vive gente. Se mete cuando duermen, dos minutos, entra y sale.
Me saco la ropa y me miro al espejo. Tengo las tetas un poco más grandes. Me las aprieto. Después me abro de piernas, ¿cómo sale por ahí un bebé?, ¿qué tamaño tiene? No sé si es el calor o qué, pero me baja la presión y vomito. Después me duermo y me despierto con un hambre tremenda. Es miércoles, me voy al muelle a esperar a que pase Sonia.
Quiero comer vaca, carne roja. Sonia me dice que tiene osobuco y pregunta por la tía. ¿Sigue de viaje?
Sí, digo, y le sostengo la mirada.
Ella achina un poco los ojos. Me habla en voz baja, como si los peces escucharan. Dale, Anahí, contame, qué pasó.
No pasó nada de nada, le juro, y me beso los dedos en cruz. Se aburrió de la isla, no creo que vuelva ya. Quería conocer las montañas, el mar.
Ajá, dice ella. Yo le saco la bolsa de la mano y le pago, pero mira la plata con desconfianza. En serio, insiste, me podés contar, no le voy a decir a nadie.
Te queda lindo el pelo así, le digo, todo blanco.
Cocino el osobuco con un poco de caldo a fuego bajo, varias horas. Migue vuelve de noche y nos damos unos besos. No te vayas más, le pido, te extraño mucho cuando te vas.
Él deja la mochila sobre la mesa y me muestra todo lo que robó: varios de esos aparatos, de plástico, de distintas formas y tamaños. Algunos se mueven solos, tienen ruedas o giran sobre un eje. Si se caen al piso se quiebran como cáscara de huevo y si los mojamos dejan de andar.
¿Qué hace la gente con estas cosas?, pregunto.
Migue se encoge de hombros. Lo único que sé es que valen plata, dice con la boca llena.
Es Navidad, la gente tira fuegos artificiales y nos sentamos en el muelle. Las luces explotan en el cielo y se reflejan en el agua. Me encanta el olor a pólvora. Migue parece triste y no entiendo. Mirá qué lindo, Migue, ¿qué te pasa?
Nada, dice él, y no me mira.
Secretos no, Migue.
Levanta la cabeza y sonríe, tiene lágrimas en los ojos. Extraño un poco a mamá, nada, eso.
No seas tarado, ¿cómo vas a extrañar a tu mamá? Bien muerta que está.
Bueno, no sé, dice, me acuerdo de cosas.
¿De qué? ¿A ver?
No sé, dice, mamá llorando porque nadie le regalaba nada y porque no tenía plata para hacer vitel toné. Mamá vomitando en el pasto, el olor a sidra. Mamá tratando de subir al bote a las tres de la mañana. Mamá cayéndose al agua.
Suspira y lo despeino, le doy un beso en la oreja.
Nos pasamos la botella de vino y entonces tengo una idea: quedate quieto, le digo, y corro a la casa, busco un frasquito que hay por ahí, tinta china. Busco una aguja y alcohol, vuelvo al muelle.
No mires, digo, y empiezo a tatuarle Ofelia en el brazo.
Pincha, dice él, y yo le digo que se aguante.
Cuando termino lo mira, la letra quedó medio temblorosa. Pero se lee clarito.
Él se lo trata de raspar con la uña. No, dice.
Sí, Migue.
Hay tanta humedad que podrían salirnos branquias. Ya tengo un poco de panza y Migue se vuelve loco. Me la besa, me dice que descanse, me carga en brazos de acá para allá.
Está haciendo una cuna. Trajo un par de árboles él solo de no sé dónde, río arriba, los hachó, los ató al bote y se vino con los troncos flotando atrás. Es flaco y ágil como una anguila, fuerte como un caballo.
Dejó secar la madera y la cortó en tablas con una sierra que era de papá, pero antes tuvo que arreglarla. Sacó la cuchilla, le raspó el óxido, la limpió y la engrasó. Tuvo olor a querosén en las manos por varios días.
Migue cocina un pollo. No sé. Parece una nada, y es tanto. Las manos sucias, el fuego en la hoja del cuchillo, los chasquidos de la leña quemándose, el olor de la grasa en la parrilla. La paciencia, el hambre, el zumbido de los insectos. Las flores que se abren de noche.
Él me pregunta qué pasó, por qué lloro.
No, digo, no sé, es que estás cocinando un pollo. Me gusta mucho el pollo.
Él sonríe, no entiende. Yo me acerco y me limpio los mocos con su remera.
Ahora tiene un revólver. Dice que lo encontró en una casa con una caja de balas. Está un poco viejo y nunca lo usó, pero parece que anda.
Me da un poco de nostalgia mirarlo. Creció rápido y es como si ahora estuviese en otro lado. No digo que antes fuera mejor, no, de hecho ahora lo admiro, me sorprende, y antes me parecía un poco idiota. Pero extraño que me pregunte qué hacer. Le diría nada, Migue, ¿para qué? Liliana sabe, quedate en casa. Ahora es de esos hombres de ceño fruncido, de los que están todo el día contándose su propia historia. Me hace acordar a papá.
No hay nada que pueda decirle. Así que lo despido cuando se va, y lo espero hasta que vuelve. Lo veo desde la ventana mientras ata el bote al muelle y baja con su mochila llena. Siempre aparece con gesto serio, pensando en otra cosa, pero cuando me ve se olvida por un rato y sonríe.
A la noche comemos, y a veces nos bañamos en el canal antes de meternos en la cama.
Salgo al jardín de Liliana y la veo ahí sentada. No sé por qué, pero sé que está esperándome. Me acerco y le doy un beso.
¿Qué querés que te diga, Anahí?, me pregunta.
Algo que no sepa, digo, y me siento a la sombra del árbol de mandarinas. El sol arde.
Entonces no te puedo decir nada, dice ella.
Mentira, dale, si vos adivinás.
Ay, Anahí, ya te expliqué, no te hagas la estúpida. Yo no adivino, solo veo.
Mentira, si sos ciega.
Esto de tener cría te atontó, dice ella.
Le miro los pies, hinchados, las tiras de las sandalias hundidas en la piel. Me dan ganas de hacer pis y hago ahí mismo, sentada en el pasto.
Liliana se abanica, sonríe.
¿Le va a pasar algo a Migue?, pregunto. Ella no responde, no pone ninguna cara, nada. ¿A mí también?
Sigue sin contestar, y nos quedamos un rato calladas. En el cielo aparecen algunas nubes que tapan un rato el sol. Me acerco y le agarro una mano, arrugada y llena de anillos. Apoyo la cabeza en su regazo.
Читать дальше