–Es lo mismo que le digo a Mariana, y ella me viene con su discurso de la defensa de los territorios, de que el embalse tampoco es viable en esta zona para almacenar el agua, de que con los diques que hay aguas abajo es suficiente. En fin, tiene sus argumentos, no digo que no, pero cuando una decisión está tomada ya no hay vuelta atrás.
–Sí, no hay más vuelta que darle, llevo años acá y sé cómo es esto. Además, este pueblo ya no tiene futuro.
Santa Julia, 4 de agosto de 1986
Don Sánchez estaba parado en la puerta de la sala de reuniones esperando a los nuevos ingenieros. Le habían comentado que vendrían junto con un grupo de geólogos a explorar los alrededores de Santa Julia, en búsqueda de exprimir hasta el último gramo de oro. Antonio venía con una camisa a cuadros prolijamente colocada dentro de su pantalón, un jean azul y unas zapatillas marrones. Debe haber tenido alrededor de treinta años, pero aparentaba tener unos cuantos más que yo, y eso que yo ya estaba llegando a los cuarenta. Teresita, en cambio, parecía mucho más joven, tenía una ropa similar a la de su marido, lo cual no era llamativo, ya que los ingenieros suelen vestirse todos en forma bastante parecida, aún no se le notaba su embarazo. Yo trabajaba en Santa Julia desde el año 76, había ingresado cuando los militares tomaron el poder. Mi tío era amigo de varios altos mandos del Ejército, él logró conseguirme un puesto como inspector general de la mina. Según me contaron, el inspector que trabajaba antes era de la Juventud Peronista, incluso había utilizado varios puntos del camino a Santa Julia como lugar de reuniones clandestinas durante abril del año 76.
Cuando el Ejército se enteró de ello, se lo comunicaron directamente a la compañía que explotaba Santa Julia, mi tío logró intervenir en el momento justo. Sabiendo de mi situación laboral y del salario que cobraba un inspector en Santa Julia, él pidió estar presente en la reunión que iban a tener con Eduardo Sarrinda, gerente general de la compañía. Sarrinda entendió bien el mensaje: no podía seguir teniendo subversivos entre el personal, menos aún un empleado jerárquico. Le costó un poco más comprender que el reemplazo de José Segovia no iba a decidirlo él. Durante la reunión no pudieron convencerlo, le pidieron que lo pensara y se tomara unos días para darles la respuesta. Luego de recibir algunos llamados, Sarrinda finalmente cedió. Así fue como logré ingresar a Santa Julia.
Al poco tiempo de conocer a Antonio nos hicimos buenos amigos, pasábamos juntos gran parte del día, pero lo mejor era cuando bajábamos al pueblo y nos quedábamos tomando en la vereda de su casa. Teresita solía acompañarnos, era una mujer sumamente inteligente y perceptiva, se daba cuenta de que yo no era cualquier inspector minero. Durante diez años de trabajo en Santa Julia había tenido que hacer todo tipo de labores. Ingresé a la mina en el mes de mayo del año 76, la situación en el país era muy delicada, tuve que hacerme cargo de muchas tareas. En fin, yo lo conocí a Juan desde que estaba en la panza de su madre.
Teresita había comenzado a trabajar estando embarazada; sin embargo, se lo había ocultado a todos, inclusive al propio Sarrinda, tenía sus motivos para hacerlo. Una mujer embarazada difícilmente iba a ser tomada. De hecho, si me lo preguntaban a mí, yo les iba a ser claro: tarde o temprano se vuelve un problema para el trabajo. Ellos me caían muy bien, eran un matrimonio de personas aplicadas, Antonio era más respetuoso que Teresita, entendía que en realidad jugaban con esos roles. Nunca pensé que su paso por Santa Julia sería tan efímero, realmente creí que sabrían ocupar bien su lugar.
Huellas del ayer, escenas del mañana. ¿Te acordás de la primera vez? La lluvia caía tras la ventana. ¿Dónde estarán esas caricias? El temporal las ha borrado. Las puertas se cierran, las ventanas se abren. Las cortinas se encienden, las lámparas se desprenden. Se esfuman los olores, se desvanecen los colores. Asoman tímidos los brotes, aún quieren crecer en tiempos del ayer.
Los Algarrobos, 6 de febrero de 2010
Aquel día había bajado de la mina, a las cinco de la tarde ya estaba en mi casa, mis tías siempre me esperaban con abundante comida en la heladera. Les había explicado que arriba no nos faltaban alimentos, e igual ellas se esmeraban en hacer todo tipo de platos. Don Vicente nos dio un día de descanso extra, era un inspector bastante generoso y tenía años de experiencia en el trabajo. Él había sido el único empleado que resistió luego de que cerrasen la mina, e incluso persistió al cambio de compañía.
Don Vicente solía presumir que todos los secretos de Santa Julia habían pasado por sus ojos, desde que trabajaba allí en el año 76, ningún detalle se le había escapado. Era un hombre muy educado, tendría unos sesenta años en aquel entonces, pero con más vitalidad que alguien de veinte. En lo único que yo le ganaba, era en levantarme más temprano para ver el amanecer, me encantaba poder ver el sol asomando tras los picos de la cordillera, siempre decía que algún día subiría esos cerros, aunque Mariana no me creía demasiado.
La tía Rosa me sirvió la comida, la llevé rápidamente a la boca, ganas no me faltaban. Es cierto, si bien en la mina nos alimentaban bien, la calidad no era la misma, además la tía Rosa tenía una mano especial para la cocina. Siempre decía que hubiera ganado más como gastronómica que como médica, pero realmente el pueblo no tenía demasiado lugar para comida gourmet. La tía Carmen no se quedaba atrás, solía preparar un estofado y una carne rellena que eran platos exquisitos. En aquel tiempo vivían alrededor de dos mil personas en Los Algarrobos, estaban dispersas en varios kilómetros, el casco céntrico solo tenía la iglesia, la municipalidad, la policía y un único restaurante que ofrecía siempre los mismos cuatro platos.
Nunca había sido un pueblo turístico, aunque decían que antes de los 90 la situación agrícola les permitía vivir mucho mejor, incluso muchas personas vivían de sus propias hectáreas de tierra (no más de tres o cuatro por familia). Todo cambió cuando el ferrocarril dejó de llegar, la distancia con la ciudad y los caminos de montaña implicaban una barrera natural para los productos del pueblo. El costo de transportarlos se volvió elevadamente alto y ninguno de los productores pudo hacerle frente. Hubo intentos de fundar cooperativas, pero no estaban preparados para eso, cada cual se había acostumbrado a disponer por sí solo de su propia producción y no era sencillo que cambiaran de opinión.
Todavía recuerdo cómo era el pueblo hasta mediados de los 90. En la entrada, a ambos lados de la ruta se extendían las plantaciones de manzanos, con la tía Carmen íbamos siempre a buscar los cajones de manzana para preparar orejones, luego ella los vendía en la feria de la plaza.
Las calles internas del pueblo con sus grandes sauces y las veredas levantadas por sus raíces, esos árboles le dan un encanto singular al lugar. Solo que antes había mucha más gente en sus calles, Don Vicente dice que vivían alrededor de cinco mil personas. Contrariamente a lo que pasa en la mayoría de los lugares de nuestro país, aquí la población se fue reduciendo. La gran mayoría partió cuando cerró el ferrocarril, recuerdo la imagen de los frutales secándose, las grandes plantaciones de aromáticas abandonadas, y muchos amigos de la primaria que jamás volví a ver.
Para fines de los 90, el pueblo se había convertido en una sombra de lo que fue, de las grandes plantaciones de frutales solo quedaban sus esqueletos, las aromáticas no eran más que una leyenda y la población se había reducido enormemente. Con mis tías estuvimos a punto de irnos, a la tía Rosa le salió una oportunidad para ir a trabajar como médica en la ciudad, pero al final desistió de esa opción. Las formas de contratación también habían cambiado. En el pueblo, Rosa era una médica empleada por el Estado, sin embargo, para el traspaso a la ciudad debía renunciar a su cargo y transformarse en una prestadora de servicios del sistema de salud. Es decir, pasaría a ser una monotributista que trabajase en forma “independiente” para uno de los hospitales privados más importantes. Ella finalmente no aceptó porque, si bien le ofrecían mayor dinero mensual, no tenía estabilidad alguna. Carmen ya no tenía ingresos de sus productos ni artesanías, Rosa se había transformado en el único sustento del hogar.
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