La Bella Esperanza sentía que el aire le faltaba, las manos del Quemador parecían garras, pero ella estaba dispuesta a llegar a las últimas consecuencias. Buscó su daga y se la clavó en el antebrazo, el hombre la soltó con un horrible grito de dolor, y de un manotazo la mandó contra los cimientos en ruinas de lo que había sido una vivienda ermagaciana. Koralhil apenas si se quejó, por nada del mundo quería llamar la atención de los otros Aguanos, pero podía sentir el dolor en cada uno de sus huesos. ¿Qué podía hacer para poner fuera de combate a esa bestia? El hombre descolgó un rudimentario cuchillo de su cintura, pero la Princesa anticipándose, le arrojó a la mano un tremendo escombro que lo obligó a soltar el arma; con la otra tomó un garrote y furioso se abalanzó para embestirla. Koralhil intentó esquivarlo pero no fue lo suficientemente rápida y el grueso palo le dio de lleno en el mismo tobillo lastimado por el perro, y ya no pudo contener un lastimoso gemido. Debía hacer algo, aún tenía a Mahilán, pero todo le daba vueltas y no podía arriesgarse a perderla en un disparo fallido. El salvaje quiso golpearle la cabeza, y esta vez Koralhil sí pudo esquivarlo, haciendo un tremendo esfuerzo. Tuvo la habilidad de esquivar otro garrotazo, y cuando el palo impactó en el suelo, la Princesa inutilizó la mano de su agresor haciéndole un tremendo tajo. Esto lo enfureció aún más y desesperado se arrojó sobre ella. La Princesa aprovechó para herirlo gravemente en el estómago, antes de sentir todo el peso del enorme bárbaro sobre su diminuto cuerpo. Koralhil se apartó torpemente, había perdido a Mahilán cuando el Quemador le había caído encima y necesitaba encontrarla antes de que lo hiciera el enemigo, pero pronto se dio cuenta de que su daga podía continuar en el cuerpo de su agresor. Desesperada buscó con la mirada algún objeto que pudiera ayudarla y vio a una corta distancia el cuchillo del oponente. Quiso dar un salto pero no pudo, su fuerza no le respondía ya. Sintió entonces un fuerte tirón en sus cabellos; el atacante se había puesto de pie a pesar de las heridas recibidas, y la arrastraba hacia el sur creyéndola fuera de combate. ¡Hacia el sur! Con los otros Quemadores, era su fin. Al menos sabría qué había sucedido con su primo y moriría cerca de él. Pero ¿y los niños? ¿Los dejarían en paz? No. Se las ingeniarían para cruzar de algún modo y entonces... ¿Y entonces? ¡No! De ningún modo era ese el fin, tenía que haber alguna salida. ¿Pero cuál? Tal vez pedir ayuda. ¿A quién? ¿Acaso Zarúhil la oiría desde el lejano Reino Oculto? ¿Acaso los oscuros Ghaodrwins incapaces de ayudar al muchacho que yacía muerto entre las bestias, acudirían a socorrerla? Más de pronto sin pensarlo siquiera, sin titubeos ni dudas, sus labios pronunciaron el nombre más temido y repudiado, el nombre del ser que la había ayudado en un trance difícil, el nombre prohibido para cualquier persona de buena voluntad.
—¡Atcuash! —gritó. Y su voz resonó como un trueno que iba cobrando fuerza a medida que la palabra se formaba.
Koralhil se llevó ambas manos a la boca. ¿Por qué lo había nombrado? ¿Por qué justamente a él? De todas maneras ya lo había hecho, y el silencio que en ese momento solo era roto por gritos y quejidos humanos, se pobló de extrañas voces animales. Un murmullo que crecía y crecía hasta transformarse en un bullicio que estremecía de solo escucharlo. Parecía que las bestias y las aves querían decir algo, que elevaban un mensaje.
El salvaje la soltó al instante, tal vez por miedo, tal vez porque se había dado cuenta de que ella aún estaba consciente. Koralhil se arrastró un poco, siempre mirando a su atacante, que la observaba con pequeños ojos malignos. Cualquiera que la viese en ese estado se apiadaría; se cortaría la propia mano con tal de no lastimar a esa criatura tan hermosa y tan castigada; cualquiera, menos un Quemador. La Princesa abrió aún más sus enormes ojos. ¿Qué tenía en la mano el Aguano? ¿Acaso era...? Sí; no había dudas, aquel hombre sostenía a Mahilán, y por lo visto tenía todas las intenciones de lanzársela. ¿Podría esquivarla? ¿Le respondería su cuerpo atormentado por el dolor? En esto se debatía la Bella Esperanza cuando detectó una sombra detrás del Quemador, una sombra que lo atacó por la espalda obligándolo a caer. Era un enorme mastín negro, mucho más grande que los perros de los bárbaros. Lucharon un momento hasta que por fin el hombre se deshizo del inesperado atacante, pero ya Koralhil había tenido tiempo de llegar a donde se encontraba el cuchillo. Controlando con un esfuerzo sobrehumano su tembloroso pulso lo arrojó justo en la frente de su agresor, poniendo fin a la lucha más horrible de su vida.
El escándalo sin embargo, ya había advertido a los demás, y la Princesa veía cómo hombres y perros corrían hacia ella entre gritos y gruñidos. De súbito e inesperadamente, dos salvajes se desplomaron en el suelo. Algo los había derribado. Al momento otros dos los siguieron, y cuando cayeron, Koralhil pudo saber que un audaz arquero los había alcanzado con sus flechas. ¿Quién?
Los hombres que aún quedaban en pie se volvieron sorprendidos, al mismo tiempo que dos seres emergían de las sombras y les caían encima para abatirlos. Tres de los canes se volvieron para defender a sus amos, pero cuatro seguían aún en carrera. Koralhil sin salir de su asombro, pero sin perder la noción del peligro, saltó hacia el agresor y recuperó su daga y el cuchillo, y con ellos derribó a dos animales. El mastín negro se abalanzó sobre otro, con gran ventaja por su tamaño. La Princesa trató de recuperar alguna de las armas, pero la fiera que aún quedaba no le dio tiempo y de un gran salto atrapó entre sus fauces el cuello de la joven. Koralhil perdió el equilibrio y cayó al suelo. Intentaba desesperada apartar al horrible animal, pero le flaqueaban las fuerzas, y podía sentir como la sangre le corría por el cuerpo.
—Voy a morir... —musitó, pero una vez más recibió la ayuda del enorme mastín, que tomando al otro por el lomo lo zarandeó por el aire, donde lo atravesaron al instante dos flechas, haciéndolo caer revolcándose en agonía.
Koralhil se cubrió con las manos pensando que el gran perro negro la iba a atacar, pero este en cambio, agachando la cabeza, se acercó para lamerle las heridas. Ese animal, los dos arqueros. ¿De dónde habían salido sus tres salvadores?
La Princesa aguardó expectante, quería conocer a sus defensores, quienes rápidamente iban acortando distancia y se acercaban a ella. Cuando estuvieron frente a frente los reconoció, eran su joven primo Zaulonhil y el Veterano Torzzol. Koralhil dibujó una sonrisa en su castigado rostro a la vez que rodeaba con un brazo al noble can que le había salvado la vida, para que no fueran a creer que era un asesino, en el caso de que no viniera con ellos. Zaulonhil se adelantó e inclinándose la levantó suavemente, y con los ojos llenos de lágrimas al ver a su querida prima tan despiadadamente lastimada, le dijo:
—Perdónanos, Koral, por llegar tan tarde.
—No es nada, Zaulon. Pero los niños, están del otro lado... —alcanzó a decir, y se desvaneció.
Capítulo 8LA EMBAJADA DE SCHOR
En el principio existió un Lenguaje Primero, un Idioma Único, hablado por todos los seres de la tierra. Un Lenguaje que los hombres luego olvidaron confundidos por sus egoísmos y ambiciones desmedidas.
Así como los vegetales en su comienzo no son más que una pequeña y simple semilla, pero cuando van creciendo comienzan a manifestar notables diferencias, y a medida que alcanzan la plenitud en su ciclo vital cada uno denota no solo una forma distinta, sino también adquiere un color y un aroma particular, sucedió con la raza humana. Cada pueblo tomó un camino distinto forjando un propio destino. Y un propio idioma.
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