Las luces del día se extinguían ya, y todo comenzaba a confundirse con las sombras. A Koralhil algo le había producido gran alivio, y era el haber notado que sus perseguidores eran cazadores comunes, de hierro y garrote, a juzgar que no habían sido molestados por ninguna flecha o lanza, que hubiera resultado su fin. Pero era una gota de consuelo entre un mar de peligros, y el solo pensar que sus niños podían terminar sus inocentes vidas entre las fauces de tan horribles animales, le causaba inmenso pavor.
—¡Koral, nos alcanzan! —gritó Adlow con un hilo de voz.
—¡Yo tengo dardos ponzoñosos! ¡Les causarán gran daño a estos roñosos! —voceó Rhumara entre resoplidos y borbotones de agua.
—¡Y qué esperas para lanzárselos! —gruñó desesperado Pastow.
—¡Es que no puedo desde aquí!
—Sube a la balsa —indicó Koralhil.
El niño subió a la balsa, que se hundió un poco, y afirmándose lo mejor que pudo, comenzó a lanzarles dardos a los perros con la puntería digna de un gydox. Los canes soltaban un agudo y lastimero aullido y se hundían un momento para salir luego y volver a hundirse, pero incluso así persistían en la persecución, animados por los excitados gritos de sus amos.
—Yo también tengo algo para darles —masculló Pastow, que no estaba dispuesto a permitir que su amigo se llevara todo el crédito—. Aún tengo mis piedras —agregó, extrayendo de sus mojadas ropas una bolsita cargada de estas, que siempre llevaba consigo, por si surgía un juego de prendas. Nadando como podía, golpeaba con las piedras a los emponzoñados animales, obligándolos a regresar.
El pequeño Etinz dejó de llorar y suspiró hondamente, después de todo parecía que no iban a morir. Pero si para el niño la pesadilla estaba pasando, no sucedía lo mismo con Koralhil, que aún no había soportado lo peor.
—Ya estamos llegando, niños —les advirtió mirando hacia la costa cercana.
Una vez en tierra firme aseguraron bien la balsa, que había superado con éxito la prueba de fuego, y se dejaron caer al suelo, temblando por el miedo, el cansancio y el frío.
Observaban expectantes lo que sucedía del otro lado, los Quemadores no se iban a dar así como así por vencidos, y ya habían mandado de nuevo a los canes, que a duras penas les obedecían. Pero la mayoría entraba al agua y al instante salía, porque no estaban dispuestos a sufrir de nuevo los mismos suplicios. Solo dos llegaron a la otra orilla, y allí los aguardaba Mahilán y la certera puntería de la Princesa.
La joven se vendó la herida causada por el animal con un trozo de su vestido, ayudada por Adlow.
—Miren, intentan cruzar —apuntó en voz muy baja Rhumara, que estaba haciendo guardia con Pastow.
Un Aguano había arrojado algo en el agua, que por la oscuridad y la distancia no se podía distinguir, pero sí se notaba que podía flotar. El hombre subió en el objeto y comenzó a avanzar ayudándose con los brazos; enseguida un compañero se sumó a la precaria embarcación de un tremendo salto, y ambos se hundieron en el agua con gran aspaviento.
—Oh no... —gimió el más pequeño.
—No te preocupes, Etinz, ellos no llegarán porque... porque son realmente unos salvajes —tranquilizó Koralhil, observando el espectáculo, que si no fuera por la terrible situación en la que se encontraban le resultaría cómico. Efectivamente los hombres regresaron a su orilla como pudieron y bastante ahogados, y ni ellos ni los compañeros volvieron a intentar la travesía. Poco después se esfumaron en las sombras.
La Princesa suspiró hondamente. Aquel objeto sería una gran madera, tal vez alguna mesa. De pronto Koralhil contuvo la respiración; se había percatado de un terrible olvido:
—Oh, por la Hoja de Fuego... Ïnlonhil.
Los niños la miraron desesperados. Etinz lloriqueó de nuevo. Koralhil le acarició la cabecita, haciendo un tremendo esfuerzo por contener el propio llanto. No podía ni siquiera imaginarse a su querido y valiente primo, indefenso en manos de esos desalmados asesinos. Estaba verdaderamente confundida. ¿Qué podía hacer ella?
Meditó un momento con la mirada perdida en el inmenso cielo. Allí estaban las cistelinas, las estrellas, hechas por el Dios Schor para encontrar a Kohrim. Luego se puso de pie, sabía lo que debía hacer: lo mismo que haría Ïnlonhil si las cosas se desarrollaran a la inversa.
—Iré por Ïnlon —dijo por fin.
—Y yo iré contigo —intervino resuelto Rhumara, contagiado por la valentía de la Princesa.
—Y yo... —agregaron a la vez los otros tres.
—No, no es necesario que nos arriesguemos todos, lo mejor será que se queden los cuatro aquí, a salvo y en silencio, cuidándose mutuamente.
—Pero, Koral…
—No tienes por qué preocuparte, Adlow. Yo voy a regresar con Ïnlon, y para ese entonces quiero encontrarlos así: juntos y en guardia.
—Necesitarás mis dardos, no son muchos pero... —Rhumara extendió la mano con su preciado tesoro.
—Será mejor que los guardes, Rhumara, yo tengo a Mahilán —contestó la Princesa, mostrando su daga y esbozando una tenue sonrisa. Luego, tomó con ambas manos las mejillas de Etinziamol y le dijo—: Etinz, ¿ves aquella estrella? Es la Hermosa Señora, desde allí nos cuida y no permitirá que nos suceda algo malo. Y esa otra que está al lado, es el Gran Túkkehil, que también está protegiéndonos en los momentos más oscuros.
El pequeño asintió con la cabeza. Koralhil besó a los cuatro niños y observó con atención si en la costa contraria había algún intruso. No vio a nadie, o al menos eso parecía. Sigilosamente se internó en el río, era una experta nadadora, sin embargo no sabía cómo iba a arreglárselas para cruzar a su primo, de enorme tamaño y el doble de su peso. Pero trataba de no pensar en ello, así como tampoco en la posibilidad de no volver a ver a los pequeños, de no poder salvar a su primo y entonces... ¿podrían unos pocos dardos mojados salvarlos de siete hombres y siete perros salvajemente hambrientos?
Alejó los oscuros pensamientos de su mente elevando una plegaria. Mientras nadaba completamente sumergida; asomaba su cabeza muy de vez en cuando a la superficie para respirar. Los niños seguían con la mirada las pequeñas ondas que les indicaban por dónde iba su amada y joven protectora. Pero no eran los únicos que la observaban...
Otros ojos, nada puros, enteramente maliciosos, aguardaban ansiosos su llegada al sur. Koralhil lo había pensado, no liberarían tan fácilmente la costa, sobre todo sabiendo que del otro lado había cinco presas indefensas esperándolos. Pero estaba dispuesta a correr todos los riesgos, con tal de socorrer a su primo, que en esos momentos estaba más desprotegido que los mismos niños, quienes por lo menos podían correr para ponerse a salvo. Sin embargo sus agotados y enrojecidos ojos, no habían sido capaces de percibir la sombra de un Quemador que permanecía de guardia, agazapado entre un montón de escombros, desde donde la pudo divisar al zambullirse y al llegar. No estaba dispuesto a darle la oportunidad de esfumarse de nuevo por el Lyeguron, por lo que aguardó a que estuviera bien internada en las ruinas para atraparla.
Koralhil apenas si era una sombra que avanzaba entre malezas y escombros, casi imperceptible. El salvaje estuvo a punto de perderle el rastro, si no hubiera sido que la Princesa se detuvo para observar las luces de las antorchas; los hombres entraban en la Ciudadela. ¿Ya habrían estado en el Palacio? ¿Acaso habían descubierto al guerrero enfermo? Pero si no era así, era el siguiente paso que darían los bárbaros, debía darse prisa.
La Princesa se dispuso a continuar la carrera. Sentía que todo le pesaba enormemente y la vista se le nublaba. De pronto algo la tomó por el cuello abruptamente y la obligó a detenerse de súbito. La presa había sido atrapada por el cazador.
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