El impacto contemporáneo del relato detectivesco, tanto en la literatura como en el cine y la TV., da cuenta del imaginario racionalista del positivismo del ‘hecho’ que deriva en el interés filosófico por el ‘signo’. Pero también, dentro de lo que Foucault denominaría la episteme del lenguaje, el carácter discursivo que asumiría la filosofía luego del giro lingüístico saussuriano. Los trabajos de Freud sobre el ‘cuerpo que habla’ y los de Nietzsche, y su sospecha acerca de la noción de verdad y, en general, de la valoración humana de lo real, las cuales requieren pensarse en sentido extramoral, deben reconocerse necesariamente como las bases de este giro epistemológico en la comprensión del lenguaje. La obra de Saussure, las reflexiones sobre la escritura de Kafka, Joyce y Virginia Woolf, la lectura lacaniana de Freud, y posteriormente el auge estructuralista y el posestructuralista, la narratología, la antropología estructural, la teoría de los sistemas y la de la comunicación. El siglo XX es el del lenguaje y la comunicación, de la cibernética y la informática. Para mediados de siglo todo se vuelve lenguaje, a todo se le aplica esa fórmula: el lenguaje del cuerpo, el lenguaje del cine, el del teatro, el de la danza, el de la ciencia... Y tras el lenguaje, por supuesto, la detección y análisis de códigos y estructuras que confluirán casi que por condición natural en la noción general de ‘signo’. Así, entre la perspectiva lingüística de la comunicación y el pragmatismo positivista tecnoindustrial, se erigió poderosamente el concepto de ‘signo’ para determinar las formas de la imaginación y el pensamiento. En la idea de ‘signo’ confluyen, durante prácticamente todo el siglo XX, el análisis del lenguaje y el de los hechos, y también el del lenguaje como hecho y el de los hechos como lenguaje. La pregunta inicial sería entonces, ¿dónde quedan las imágenes; cómo valorarlas bajo las características de lo fáctico o de lo lingüístico comunicacional?
La imagen efectivamente no es un ‘hecho’, pero tampoco es una palabra. Una imagen evidentemente no puede descomponerse en ‘elementos’ mínimos que determinen su composición de sentido o significado. Las partes de una imagen son fragmentos de su realidad, en términos de contigüidad, pero no elementos de su constitución significativa, como ocurriría entre una palabra y sus fonemas o grafemas. Incluso la imagen, como el ‘hecho’ , es una condensación del tiempo de la percepción, es una despensa de momentos, una referencia a lo que fue (aquello a lo que se refiere, una entidad representada o un símbolo religante ) y una postergación de lo que siempre está por venir (su capacidad de producir sentido de realidad, tanto colectiva como individual). Por supuesto que la imagen comunica, pero su valor no reside solo en dicha capacidad; de hecho, su potencia no está en aquello que difunde, sino en lo que almacena. La imagen parlante y móvil, producida por el desarrollo técnico, más allá de restar trascendencia simbólica a su valor aurático , consiguió hacerse partícipe del propio proceso de percepción del sujeto que, poco a poco, fue mutando su condición de espectador hacia un nuevo estadio de estimulación cerebral incidente en la propia conciencia. Hoy por hoy, pensar la imagen es pensar la percepción misma y con ella, el deseo, lo cual ha sido perfectamente detectado por el sistema económico capitalista para insertarse en la producción de actos falsamente volitivos, de orden inconsciente, a través de programaciones algorítmicas. El impacto contemporáneo de la visualidad como régimen de verdad ha logrado discretizar el modelo lingüístico de codificación que ordenó discursivamente el imaginario sociocultural de los siglos XIX y XX. De aquí que se nos haga imperioso repensar las condiciones de producción simbólica desde los dos universos tutelares de la construcción contemporánea de mundo: el signo y la imagen.
Para abordar la relación de ambos conceptos tendremos que precisar las variables teóricas provenientes de los modelos hegemónicos, en términos filosóficos, para el mundo occidental: el modelo saussuriano y el modelo peirceano. Diremos escuetamente, por ahora, que la propuesta semiológica de F. de Saussure se orienta a los signos en la vida social y usa, como objeto de estudio, la lengua y el lenguaje como sistemas sígnicos, los cuales permiten la articulación de ideas, según leyes específicas. Esto quiere decir que las ideas no pueden considerarse como antecesoras de los signos, sino que el signo (lingüístico) mismo debe contener dos dimensiones de articulación con la realidad, que permiten, a su vez, una coreografía perceptiva que oscila entre lo sensible y lo inteligible (dimensiones que han determinado el devenir del pensamiento occidental). De otro lado, el modelo de C.S Peirce, que pertenece a la evaluación logicista de la realidad, y que deriva del proceder pragmaticista (que el propio autor promovió), se enfoca, de una manera más ambiciosa, si se quiere, en establecer una teoría del conocimiento capaz de constituir, a través del signo, la producción de sentido en la realidad. A este proceso, Peirce lo denominó semiosis.
Según el modelo estructural de Saussure, el signo puede dar cuenta de la realidad a partir de ciertas propiedades concretas que rigen la comprensión del sujeto y no según componentes específicos, como ocurre en la semiótica peirceana. Las propiedades del signo que propone Saussure son arbitrariedad, linealidad significante y mutabilidad/inmutabilidad. Aunque no las analizaremos ahora, bástenos con decir que, según esta composición del signo, Saussure plantea un tipo de pensamiento binario de diferencias y oposiciones que consigue presentar al lenguaje como un sistema completamente autorreferencial capaz de apropiarse de cualquier otro sistema de relaciones comunicacionales. Esta es la razón por la que, durante el siglo XX, fue tan fecunda la iniciativa metodológica de convertir cualquier tipo de expresión humana en un modelo lingüístico que pueda ser leído en clave comunicacional. La imagen, como campo problemático susceptible de pensamiento y análisis, no solo no ha sido inmune a esta iniciativa panlingüística, sino que casi se ha integrado de manera absoluta a las condiciones de posibilidad de análisis estructuralista semiológico, como se ve claramente en los estudios iconológicos y semiológicos, aplicados tanto a la pintura como al cine, la TV y la publicidad. Nuestra intención, aunque reconoce mayor fecundidad en el análisis semiótico peirceano que en el saussuriano, propenderá a conectar críticamente ambos universos para dar cabida a la imagen como campo complejo de pensamiento, más allá de las determinaciones teóricas estructuralistas y pragmaticistas. Dichas escuelas de pensamiento, de hecho, surgieron en escenarios tecnoestéticos específicos, mucho antes de la emergencia de la constitución de la interfaz como modelo mental y del advenimiento de los sistemas autopoiéticos de construcción algorítmica. De aquí que, inicialmente, más que algún tipo de semiología de la imagen, pretendamos hablar de una semioestética visual que nos lleve a un tipo de pensamiento que denominaremos postsemiótico.
Es importante señalar que el signo, como fenómeno filosófico, ha trasegado eras enteras atrapado en la construcción del imaginario colectivo, gracias a distintas estrategias de administración teórica que lo ubicó, casi unánimemente, dentro de la idea más general de ‘símbolo’, algo en lo que se insistió hasta muy entrado el siglo XX, en función del binarismo saussuriano. Para finales de los años sesenta del pasado siglo, es decir, en plena eclosión del giro semiótico, Julia Kristeva había detectado, no sin cierta ambigüedad, lo que ella misma denominaba la problemática del signo saussuriano: «la noción de ‘signo’ comporta una distinción entre simbólico/no simbólico que corresponde a la antigua división espíritu/materia e impide el estudio científico de los fenómenos denominados ‘del espíritu’» (Kristeva, 2001, p. 59). Si bien su diagnóstico es certero y lúcido, y permitirá expandir el marco de acción disciplinar, que encontrará su relevo en la semiótica peirceana, aparentemente más ‘objetiva’, cuenta con la ambigua apelación que ella hace a un estudio «adecuadamente científico» que el signo impediría. Su escrito, claramente influido por la escuela anglosajona del signo, está repleto de menciones a la ciencia y a los procedimientos científicos, como queriendo dejar claro por dónde debe transcurrir la verdadera semiótica. Se trata de un ‘signo’ de los tiempos cuyo impulso, sin agotarse completamente, ha perdido, sin embargo, bastante de su energía inicial: ya son muchas las disciplinas actuales que no buscan inmediatamente cobijo bajo un paraguas que, lo único que haría, sería ocultarles la vista del horizonte. Debemos reconocer poca paciencia para esos despliegues discursivos que recurren a la impostura de expresarse a través de formulaciones pseudomatemáticas o lógicas, cuyo propósito no parece ser otro que el de evitar, a toda costa, una ambigüedad que debería ser el alimento más preciado de sus ideas. Esto o algo peor: ser aceptados como huéspedes de segunda categoría en la comunidad científica. De muchas maneras, tanto la semiótica como la semiología cayeron en esta trampa. Una vez pasado el furor que las modas propugnan en sus momentos culminantes, los escritos de este tipo pseudocientífico yacen abandonados en medio del desierto, como desvencijadas arquitecturas del pasado, incapaces ya de dar cuenta, en su ruina, de un pretérito y efímero esplendor. No es nada sorprendente, por ejemplo, que el único escrito ilegible de Barthes sea, hoy en día, su Sistema de la moda , mientras que todos los demás aún nos deleitan y nos sirven de provecho. Así, tanto por la veta estructuralista lingüística (Greimas, Barthes, Lyotard...) como estructuralista comunicacional (Lyotard, Grupo µ, Eco...), el estudio semiótico se vio atrapado en la necesidad constatativa del rigor científico, ligado con el advenimiento de la informática y el furor tecnocientífico. Esto provocó una obsesión por traducir todo tipo de objetos visuales (artísticos, publicitarios o de diseño) a partir de los sistemas de codificación objetivantes derivados de la lingüística filosófica.
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