En el número siguiente, Ocampo respondía con una carta. En ella, afirmaba situarse más allá de su subjetividad (aunque obviamente declaraba no estar de acuerdo con Sabato) y prefería ubicarse en el campo de objetividad. Por eso, sostenía responder desde las pruebas ofrecidas por el propio Sabato. Retomaba, entonces, a Lawrence y André Malraux, para hacerlos afirmar lo contrario. De acuerdo con Ocampo, ellos consideraban a las mujeres como a sus iguales; para ellos, “la otra” contaba, “existía”. Ocampo reivindicaba la humanidad de las mujeres, ellas eran personas y no solo, ni principalmente, cuerpos portadores de óvulos. En contrapartida, animalizaba a los varones, por lo menos lo hacía con Sabato a quien se dirigía como “bípedo centrífugo” (Ocampo, 1952a, pp. 211-212).
Le siguió un nuevo número de la revista (atravesado por una pequeña franja negra que obedecía al luto nacional por la muerte de Eva Perón, decretado por el presidente en julio de 1952) que contenía cartas, también cruzadas, de Sabato y Ocampo. Este calificaba de “pintoresca” la “cartita de morondanga” –como leyó, entre líneas Ocampo (Ocampo, 1952b, pp. 213-214); y contrarrestaba el “bipedismo centrífugo” con la “furiosidad” de una bacante para interpretar la reacción de Victoria Ocampo. En realidad, en todo el debate, ambos se preocuparon por reservarse el lugar de la objetividad y personalizar, descalificar como subjetiva, interesada, la crítica del otro. Sabato, por si quedaban dudas, repetía su opinión con respecto al movimiento feminista, al que consideraba un “monstruoso mito”; pero aclaraba que esto no implicaba estar en contra de las mujeres ni en contra de la femineidad. Por el contrario, volvía a insistir que su propuesta consistía precisamente en feminizar el mundo. El problema radicaba, para Sabato, en que “con las mujeres pasa como con los judíos, negros y otros grupos sociales en situación de inferioridad: son extremadamente susceptibles y en cuanto alguien les pone un pero, aunque sea después de infinitos elogios, se vuelven enfurecidas contra él, acusándolo de haberse unido a la infame persecución” (Sabato, 1952, p. 159). Y finalizaba sosteniendo que los razonamientos de la fundadora de la revista eran “paralógicos”, fenómeno esperable, puesto que “la lógica no es el fuerte de las mujeres” (Ib., p. 161). Ocampo, por su parte, replicaba que a las mujeres les sobraban motivos para reaccionar susceptiblemente como a los negros o a los judíos; y, eso “a pesar de que somos una aplastante mayoría” (Ocampo, 1952b, p. 161). Sonreía ante la calificación de “furiosa bacante” que señalaba, a su juicio, en realidad, la furia de Sabato para calificar tan poco halagüeñamente a una “indefensa bípeda centrípeta”. Acto seguido denunciaba el uso de la igualdad, por parte de los hombres, solo cuando les convenía. Y, utilizando igual estrategia, pero a la inversa, ella también echaba mano de la diferencia y retomaba el poder de la mujer en tanto madre.15 Infantilizaba a Sabato y responsabilizaba a las mujeres de los berretines de los varones: “(L)as mujeres educan al hombre y con ellas debe uno tomárselas cuando el hombre (ensayista o lo que fuere) sigue conduciéndose como un chicuelo, incapaz de soportar que se lo contradiga sin manifestar su mala crianza. Tanto peor para nosotras… o tanto mejor: así aprenderemos nuestro oficio de educadoras” (Ib., p. 162). Sin embargo, llegada la hora de reafirmar sus argumentos frente a Sabato, Ocampo se arrogaba una autoridad intelectual más que maternal: le recordaba que conocía a Jung, que había sido ella quien hacía dieciséis años había publicado en castellano Tipos psicológicos y que, además, sabía mucho más que él de literatura. Por último, con respecto a la importancia del acto sexual para la mujer, sostenía que “cualquiera de nosotras está en mejores condiciones que un hombre para darnos datos de primera mano” (Ib., p. 163).
Así quedó la disputa, al menos en las páginas de Sur, por lo menos hasta 1971, cuando la revista dedicó un número especial a la mujer. Allí, Sabato volvería con sus ideas, aunque, para tranquilizar entre otros a Victoria Ocampo, aclaraba que hablaba de “visibles y tranquilas diferencias” y no de “superioridades” (Sabato, 1971, p. 103). De todas maneras, el artículo versaría más sobre la crítica al proceso de deshumanización y la posible destrucción atómica del mundo que sobre varones y mujeres concretos.
Los argumentos de Sabato, si bien no la polémica completa, fueron retomados en los años cincuenta por Regina Gibaja desde la revista Centro editada por el Centro de Estudiantes de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Unos meses antes, allí mismo, Gibaja había escrito un comentario sobre El segundo sexo, acordado como un tratado de psicología influido por los conceptos sartreanos. En las primeras líneas, el sujeto, la mujer, no aparecía y se destacaba más el planteo ético-existencialista alrededor de la libertad, válido para toda la especie independientemente del sexo. Del libro, se apreciaba la ausencia de dogmas a priori, su audacia, su firmeza, su objetividad. Objetividad, incluso, para reconocer la efectiva inferioridad de las mujeres hasta el presente y su dependencia de los valores masculinos. Por otro lado, el libro era considerado un ensayo científico que liberaba a “lo femenino” de todo un aparato conceptual mítico, irracional, tradicional, falso (Gibaja, 1952a). En su réplica a Sabato, Gibaja traía a El segundo sexo pero, además y fundamentalmente, lo hacía a través de la referencia a otros textos prestigiosos de la época como los de Margaret Mead o Viola Klein.
En su crítica a Sabato, recogía el interés despertado por la polémica que aparentemente había trascendido a Sur, aunque en ningún momento mencionaba los argumentos de Ocampo ni a la propia Ocampo (Gibaja, 1952b). Ese mismo año, Sabato también había desplegado sus ideas en una conferencia en el Instituto de Arte Moderno. De acuerdo con Regina Gibaja las ideas platónicas y las oposiciones simples entre lo femenino y masculino solo terminaban racionalizando los “mitos” en torno a las mujeres que justificaban su subordinación. Y, finalmente, agregaba que el tema “la mujer” se prestaba “inagotablemente para hacer filosofía de salón, cuando en nuestro país se conocen ya varias obras admirables por su seriedad y buena fe. En estos libros [...] posiciones como las de Sabato y las de sus fuentes son analizadas largamente y refutadas en lo que tiene de parciales y en los motivos que ocultan detrás de tan apabullante racionalidad” (Gibaja, 1952b, pp. 17-18). De esta manera, por primera vez en la polémica porteña sobre “metafísica de los sexos”, aparecía El segundo sexo.
Este interés por las ideas, actitudes y valores atribuidos a las mujeres, que terminaban construyendo un “arquetipo” de lo femenino, volveremos a encontrarlo un par de años después en Contorno, en un artículo titulado “La mujer: un mito porteño” (Gibaja, 1954). Allí, Regina Gibaja agregaba la internalización de esas ideas, valores y actitudes en las propias mujeres y la consecuente anulación intelectual y, por lo tanto, real (aunque no esencial) inferioridad femenina en dicho plano. Algunos cambios en las vidas de las mujeres, tales como la consolidación de su inserción en estudios superiores, la reducción del número de hijos, los “nuevos” puestos de trabajo, efectos de la “modernización” de los años cincuenta, no debían hacer creer superados y/o anticuados aquellos postulados. Al respecto, Gibaja sostenía que “(Q)uienes de las cosas captan el último barniz creen, de buena fe a veces, que la mujer ya ha adquirido independencia en nuestra sociedad y lo demuestran empíricamente: las mujeres que trabajan, estudian, actúan políticamente, son sus pruebas. Olvidan que la liberación no está en los hechos exteriores de la vida sino en las intenciones que los informan y les dan perspectivas” (Ib., p. 11). Por otro lado, además de la pervivencia de los “mitos” alrededor de las mujeres, afirmaba la existencia de otro mito: la idea de que ellos solo subsistían en “medios de baja cultura” puesto que “aún en los medios más liberales, suele suceder que bajo las apariencias de la amistad o la camaradería subsiste una valoración de la mujer no por sus valores intrínsecos sino por las formas externas de su vida o por su consecuencia, con los valores convencionales y con el molde estándar de la femineidad” (Ib., p. 10). A pesar de estos debates que nos esforzamos por rescatar, la opinión de Gibaja en los años cincuenta era que “de todo eso se rehúye hablar”.
Читать дальше