En los años cincuenta, en las lecturas, las discusiones, a partir o más allá de El segundo sexo, resonaban textos nuevos y viejos: desde Georg Simmel hasta Viola Klein. En los años cuarenta, se había editado en Buenos Aires Sexo y carácter de Otto Weininger,5 transformándose en referencia obligada tanto para sus defensores como para sus detractores. Desde la filosofía o la medicina (por ejemplo, a través de Gregorio Marañón o Wilhelm Steckel6) la impronta de la diferencia sexual era muy poderosa e, incluso, había resultado reforzada por el propio feminismo que había luchado por la igualdad de derechos desde una femineidad, en parte, aceptada y, en parte, reformulada, no siempre naturalizada pero sí siempre considerada valiosa. La psicología también fue mostrándose un campo fértil para el arraigo de las diferencias. Entre los textos más reconocidos de la época, estaban Tipos psicológicos de Carl Jung, publicado por Sudamericana en 1943; y La psicología de la mujer de Helene Deutsch, con una edición castellana de Losada de 1947. Los nuevos vientos, en cambio, parecían provenir desde la antropología y la sociología. El carácter femenino de Viola Klein (Klein, 1951) fue publicado en Buenos Aires antes que El segundo sexo; en él su autora ya consideraba los aportes de Margaret Mead realizados a través de Adolescencia y cultura en Samoa y Sexo y temperamento, editados en Buenos Aires en los años 1946 y 1947, respectivamente.
La presentación a la edición en castellano del libro de Klein fue realizada por el prestigioso sociólogo Gino Germani quien, sin embargo, parecía más interesado en comentar al prologuista de la obra, Karl Mannheim, que a su autora. Gino Germani solo encontraba en el objeto de estudio (el “carácter femenino”) “otro ejemplo clásico del perspectivismo en el conocimiento de la realidad social”. “Una cumplida aplicación del método integrador y una confirmación de la concepción sociológica del conocimiento, tales como fueron formuladas por Karl Mannheim” (Klein, 1951, p. 10). Casi una excusa.
Esta mirada oblicua no aparece haber sido generalizable en el Buenos Aires de los años cincuenta, especialmente entre un grupo específico, y seguramente pequeño, de varones y mujeres interesados en estas problemáticas, hubieran leído o no El segundo sexo. Gran parte de las tesis sustentadas por Simone de Beauvoir estaban en el debate local. Sin embargo, no parece haber sido un texto demasiado citado, por lo menos en estos años. Algunos preferían olvidarlo o no perder el tiempo en mencionarlo; en otros casos, incluso entre quienes acordaban, frecuentemente preferían otras citas. Esto resulta particularmente sorprendente cuando se contrasta con el recuerdo de su lectura que algunas mujeres tienen muchos años después. Como veremos más adelante, actualmente muchas de ellas reconocen que haberse comprendido construidas como “mujeres” (on ne naît pas femme, on le devient) fue fundamental para devenir feministas (es cierto, bastantes años después). Desde hoy pareciera que Simone de Beauvoir oscurece a Mead, Viola Klein e, incluso, a Virginia Woolf.7
En 1947, dos años antes de la primera edición de El segundo sexo en francés, María Rosa Oliver tradujo un artículo de Simone de Beauvoir, “Literatura y metafísica” (Oliver, 1947) para un número especial de la revista Sur dedicado a Francia. Su fundadora, Victoria Ocampo, aclaraba que, para dicho número especial, se habían elegido “[...] escritores todavía poco conocidos entre nosotros o no traducidos aún” (Ocampo, 1947). Este artículo de Simone de Beauvoir puede ser tomado como punto de partida de aquella trama, señalada anteriormente, por diversos motivos. Por un lado, por su contenido: en él, su autora defendía una concepción de la literatura vinculada a la filosofía, la novela como forma de expresar una realidad metafísica, la ficción como una forma preferencial de expresión del existencialismo. Esta afirmación resulta casi premonitoria de los caminos que recorrerían sus ideas. Si El segundo sexo fue escrito bajo la forma de un tratado, su filosofía se encarnó en las novelas y autobiografías de Beauvoir. En los testimonios orales o escritos es posible comprobar que el mayor choque fue producido por su literatura más que por sus tratados filosóficos. De estos últimos, indudablemente, El segundo sexo fue el más difundido. De todas maneras, sus lectoras siempre aparecen desbordadas por las referencias a otros textos de la misma autora y, además y fundamentalmente, por la persona (o personaje): Simone de Beauvoir.
De este último tipo de influencias no quedaban dudas ni para sus seguidores ni para sus críticos. Casi veinte años después, en la misma ciudad, aunque en otra revista, Liliana Heker le reconocía ser “[…] una de las mujeres más lúcidas de Francia, y la más notoria; que, a menudo, y no estrictamente en el plano literario, se la toma como paradigma […]” (Heker, 1996, p. 6). Curiosamente, este reconocimiento se daba en una crítica a sus memorias y dicha crítica residía precisamente en la ausencia de un vínculo entre filosofía y literatura. Le reclamaba un mayor compromiso y una menor autojustificación en el relato de la vida cotidiana. En otras palabras, que se pareciera un poco más a Sartre. Jean-Paul Sartre, ese hombre cuyo nombre constantemente se hacía presente, era una referencia permanente a la hora de pensar a Simone de Beauvoir, como escritora, como filósofa, como intelectual y como mujer.
Más allá de su contenido y de las asociaciones posibles de aquel primer artículo traducido de Beauvoir nos interesa, también, su traducción o, mejor dicho, su traductora.8 En un reportaje publicado en 1963, María Rosa Oliver, una mujer familiarizada con los hábitos y ámbito intelectuales progresistas locales, retomaba a esa extraña pareja y sostenía que lo que más le había llamado la atención de la relación de Beauvoir-Sartre, “por insólito”, era cómo se escuchaban mutuamente “sin creerse obligados a terminar el pensamiento del otro o a explicarlo mejor” (Oliver, 1963, p. 11).
En 1950, Sur publicaba un comentario traducido de Emilie Noulet sobre El segundo sexo (Noulet, 1950). Un comentario moderado, prolijo, bastante inexpresivo. ¿Colocado por compromiso? Su presencia, de todas maneras, indicaría cierta ineludibilidad del compromiso aunque nadie prestigioso o de la revista lo hubiera escrito, incluso ningún miembro del campo cultural porteño. La comentarista escogida, Emilie Noulet, destacaba la objetividad del libro frente a un tema tan pasional, rehusaba discutir tesis y el elogio era también su reproche: la riqueza, el exceso, las dimensiones, la extensión del texto.
Seis años después y a propósito de La invitada, aparecía otro comentario, “tardío” –como lo reconocía su autora, Rosa Chacel–, sobre El segundo sexo (Chacel, 1956). Allí, la comentarista (una exiliada del franquismo en Brasil pero que pasó algunas temporadas en Buenos Aires y estaba vinculada a Sur) nos confirma los silencios y parquedades presentidas en las lecturas públicas-publicadas de la obra de Simone de Beauvoir (en especial, El segundo sexo), al menos en determinados medios intelectuales. En efecto, Chacel reconocía que no tenía demasiados colegas con quienes polemizar sobre la autora francesa. Aparentemente, Simone de Beauvoir era leída pero no comentada en Argentina. Por eso, Chacel se proponía decir “lo que no se dice”. La parquedad, los silencios, podrían provenir de los “escándalos” producidos por algunas de las novelas en el gran público;9 por las “furias” desencadenadas en algunas mujeres ante El segundo sexo. Escándalo y furias también podía provocar la bienvenida ofrecida por gran parte del “público culto”, especialmente entre las mujeres. El segundo sexo exigía alineamientos y produjo divergencias entre mujeres intelectuales: lecturas fascinadas, lecturas entre tantas otras, lecturas furiosas. Es necesario destacar que las primeras, las fascinadas, parecen haber sido más un producto de la sedimentación, de la memoria o, quizás, de las experiencias a solas, “privadas” que del debate público contemporáneo a las primeras ediciones. La lectura que Rosa Chacel había hecho de El segundo sexo no se hallaba precisamente entre éstas sino entre las últimas. Chacel confesaba la furia sentida en 1953 cuando lo había leído y cómo esa lectura había inhibido otras lecturas de la misma autora: las de las novelas que, en la década de 1950, también se publicaban en Buenos Aires (Todos los hombres son mortales, 1951; La invitada, 1953; Los mandarines, 1956). Aunque compartía con la autora francesa cierto concepto liberal de la igualdad,10 lo hacía desde una idea de la humanidad de varones y mujeres más asentada en la diferencia que en la similitud. Retomando posiciones mucho más clásicas dentro del feminismo local, para Chacel, la mujer no era “lo otro” del hombre sino su equivalente diferente. Las mujeres, tanto como los varones, podían llegar a trascender. Y las mujeres trascendían fundamentalmente a través de la maternidad. Este desencuentro teórico se reflejaba también en la literatura. Hombres y mujeres pensaban con sus glándulas; por lo tanto, debían escribir diferente y allí residía la riqueza de sus escritos. La fascinación que le despertaba Beauvoir provenía de las novelas (en especial La invitada) puesto que consideraba a sus personajes femeninos (y quizás incluso a su creadora) como la quintaesencia de la femineidad; mientras que El segundo sexo parecía no haber sido escrito por una mujer (Chacel no tomaba en cuenta que, precisamente, ese había sido el propósito de su autora manifestado en la introducción al primer tomo). Sin embargo, terminaba reconociendo que la celebridad de Beauvoir se debía a que escribía “en relación directa y normal con el mundo como lo hacen los grandes y éstos hasta ahora con contadas excepciones fueron hombres” (Chacel, 1954, p. 34).
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