Giovanni de J. Rodríguez P. - Condenados

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Hay obra literaria que no surgen en la mente de los escritores; hay obras que nacen de un corazón que busca encontrarse consigo mismo. Condenados es de ese estilo, es la expresión de un genuino sentimiento de rebeldía frente a la situación social del país. A través de ingeniosos recursos literarios, en el contexto de un mundo con grandes avances tecnológicos y científicos, se ambienta una Colombia del futuro, que no ha cambiado, en la que todavía pululan las injusticias sociales.Condenados plantea un problema utópico desde una original perspectiva social, científica y mitológica y lleva al lector, en un viaje de asombrosas imágenes, hacia las posibles circunstancias conflictivas que generará las tecnologías del futuro. Es una novela de ciencia ficción sustentadoa en hechos reales que trascienden lo verosímil y ponen en la mente del lector asuntos científicos que ocasionarán un cambio disrupto en la humanidad y transformará la experiencia de vivir.

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—¡Basta! Sé por lo que pasa mamá. Aun así, ella no ha perdido del todo la memoria, todavía se estremece con la lectura de las cartas del viejo cofre.

El cofre es el más preciado tesoro de doña Margarita, podría decirse que de toda la familia Pontefino, pues ese pequeño baúl de madera de cedro contiene los retazos más sobresalientes de la historia de la familia, cientos de recuerdos, viajes, cartas y fotografías en las que quedó registrado el paso del tiempo, los tiempos buenos, los cambios que presentó cada uno de los integrantes a lo largo de la vida (y entre todas las futilezas emocionales habidas allí, un par de registros particulares ocultan un secreto con un impacto tan grande que desvelarlo no solo cambiaría la vida de los Pontefino, sino del mundo entero). Algo que solamente la versión saludable de Margarita conocía.

—Sí, tienes razón, doña Margarita aún tiene recuerdos felices. Si pudieras verla cuando habla de eso; sobre todo de un puente. Habla tanto de un puente que se vuelve hasta fastidiosa, aunque olvidó cómo es; a veces dice que es de piedra y otras de madera. —Gabriel sonrió, Mery hizo una pausa y ladeó la cabeza intuyendo que él sabía de qué hablaba—. ¿Conoces ese puente?

—No, lastimosamente no.

—¿Por qué es tan importante para Margarita?

—En ese puente inició la historia de la familia. Tal vez es el momento más sublime que ella recuerde. Ha idealizado ese momento durante tantos años que el deseo se convirtió en pensamiento y el pensamiento en obsesión. Recuerdo que papá en un lapso de quince años la llevó ocho veces; para mamá fue insuficiente. Creo que ella quería vivir allí.

—Es un sueño frustrado. Qué lástima, una verdadera lástima, las frustraciones son infecciones que se enconan con el paso de los años hasta encarnarse en una enfermedad. No me extrañaría que una de las tantas molestias que ella tiene haya sido provocada por vivir lejos de ese lugar.

—Tal vez, el tiempo siempre eclipsa los anhelos y ahora es imposible llevarla, no soportaría el viaje.

—Es una pena, si fuera mi madre yo la llevaría, ¿qué más da?, que muera en la habitación o en un avión. Y si lo logra, para ella sería la máxima alegría.

—Con su enfermedad no hay certeza de que lo disfrute. Podría ser que al estar en el puente tampoco lo reconozca.

—Entonces llévela al Puente de Guadua. No tienes que meterla en un avión y no la someterás a ningún riesgo. Puedes hacerle creer que está en el puente de sus sueños.

—¿Y si no es así? Aún no ha perdido todos los recuerdos y podría provocarle una desilusión. Lo cierto es que esa rumiación no es dañina; la aleja de cualquier experiencia dolorosa. Es paradójico que los que estamos sanos pasamos la mayor parte del tiempo reflexionando sobre las preocupaciones, en cambio, los enfermos se dedican a rumiar sus fantasías. Unos pueden y no tienen, otros tienen y no pueden. Mery, por eso no te alteres cuando mamá repita una y otra vez la misma historia. Ella es feliz contándola, déjala y ponle atención. Seguro en el cofre encontrarás alguna carta sobre el puente.

—A veces leo las cartas del cofre y ella llora de emoción, es como si a través de esas letras recobrara momentos de su pasado. Una vez le mostré una fotografía, parecía la copia de una antigua obra de arte que mostraba una anciana, doña Margarita la llamó mamá.

—Son recuerdos encubridores. La frontera que separa lo que somos de lo que fuimos. Doy gracias a todos los cielos por haber preservado las cartas de papá. Sin ese cofre mamá no tendría pasado… —Miró el reloj, daban las doce de la noche.

—La psicología no es de mucha ayuda para el estado en que está tu mamá.

—Mery, no discutiré contigo. Cada uno habla de lo que conoce. Además, Dios sabe cómo hace las cosas.

—Le confieso que, a veces no sé cómo tratarlo: si como un simple mortal que estudió psicología o como cura que está pendiente de mis faltas. —Gabriel elevó las cejas sin saber qué responder. La impertinencia de Mery era famosa por levantar desconciertos y él sabía que su origen venía desde la adolescencia, tal vez por ello su mamá nunca se la tragó; Mery hablaba con la confianza que prodiga una relación de muchos años, sin filtros y altanería— ¿Sus dos hermanos saben sobre el desmayo de su madre?

—Aún no hablo con ellos.

—¡NO!

Hubo silencio y Mery entronó la mirada.

—Ya me extrañaba que doña Ana y Guillermo no se hubieran aparecido hoy por aquí. Nunca pensé que un cura pecara por impiedad. Sabe que ahora usted se comporta como un hombre y no como un pastor. Ellos son sus hermanos, no son cualesquiera.

—Mery no te pagamos para que hagas juicios de nosotros sino para que cuides de mamá. Hablaré con ellos cuando sea necesario.

—Necesitarán uno del otro cuando ella se marche. No tiene derecho de privarlos de ese momento.

—No discutiré más contigo, siempre quieres tener la razón y esta clase de conversaciones me agrian el ánimo. Por hoy ya tuve suficientes problemas como para agregarle otro a mi conciencia, iré a dormir. Me llamas si mamá despierta.

Ambos se despidieron con un insípido ademán y se marcharon. Mery se santiguó siete veces camino al dormitorio pensando que así tendría un escudo contra la tragedia: Luego de vivir ochenta años, a doña Margarita Ibáñez, viuda de Pontefino, le apetecía jugar con muñecas y creía que los ángeles eran estrellas. Después de tanto tiempo de grandeza la enfermedad le arrebató todo, incluidos los recuerdos. Mery cerró la puerta de su habitación y de un brinco se tumbó encima de la cama, haciendo a un lado el poemario de su amante imaginario. Caviló en retirarse la ropa, pero recordó la noche anterior y se dijo así misma que era mejor quedarse vestida por si había que salir corriendo.

“Uno no debería llegar a viejo, ¿cuántos sufrimientos aguardan en el futuro? Pobre vieja, así fue mi abuela que falleció por lo mismo después de dos años. ¡Ay, Dios!, no permitas que mi cuerpo caiga en desgracia, déjame intacta y si me tienes para anciana... antes que una enfermedad, mándame del cielo una espada que me atraviese el pecho y me arrebate el mundo en dos segundos”. En la penumbra miró el techo, luego la repisa atestada de libros prestados, el armario y una fantasmagórica blusa blanca colgando del perchero; suspiró. Esta noche, doña Margarita logró arrebatarle el sueño. Encendió la luz y tomó el libro de poemas de Keats.

¿Puede la muerte estar dormida, si la vida es solo un sueño, y las escenas de dicha pasan como un fantasma? Los efímeros placeres a visiones se asemejan y aún creemos que el dolor más grande es morir.

Mery hizo una pausa y sintió que el poema describía en perfectos matices literarios su existencia. Con disimulada nostalgia percibía que el espejismo de la realidad que deseaba cada día se desvanecía mientras se consolaba diciendo que un día futuro la tendría. Retomó la lectura, se perdió en los versos y con la melodía de las palabras naufragó en los diferentes niveles que ofrecía el entendimiento del poema. Ritmo y armonía susurraron a sus oídos alucinaciones de su propia existencia que la hacían reconocerse como si mirase un espejo. Después de leer tres poemas, su conciencia se disolvió en pensamientos diferentes a los de la lectura. Reflexionó sobre la vejez y sobre la enfermedad hasta que el miedo a morir le provocó fuego en el vientre, jugos gástricos le quemaron la garganta. Gruñó. Cerró de golpe el libro y buscó el tarro verde menta con antiácido, a ojos cerrados bebió dos tragos sin saborearlos. —¡Diablos!, ¿por qué acepté este trabajo?

Luego retomó la lectura. Esta vez se conectó con el encanto de la prosa lírica y dejó de lado sus incertidumbres, pero no del todo. De vez en cuando confundía sus pensamientos con los de aquellos personajes que habitaron hace más de doscientos años la mente del poeta. Fue en ese momento que entendió que el mundo era un tren de carga que pasaba deprisa por su lado sin prestarle la más mínima atención, un ente insensible y desalmado que no debería llamarse mundo sino analgesia. Cada día te regala algo, cada día te quita algo. Mery percibió el mismo horror que experimentó Gregorio Samsa cuando notó que la vida seguía su curso natural como si nada hubiera pasado. Daba igual en qué se metamorfosean las personas que han perdido el amor verdadero: el amor a sí mismos. Era lo mismo ser un insecto, una enfermera o una anciana. Suspiró y especuló que a la vida no le importan las personas, solo las circunstancias. El mundo es lo mismo que la vida y la vida una metáfora del tiempo, porque sin tiempo no hay vida y sin vida no hay tiempo. Mery lo imaginó como un gigante que se alimenta de humanos; nos cosecha para nutrirse hasta que la energía humana se vuelve amarga para luego desecharnos igual que las frutas podridas de un árbol. Mery soltó una carcajada, no era el tipo de mujer que hablase consigo misma, a menos que estuviera frente al espejo y tuviera siete copas de ron en el cerebro: “¿Y ahora… qué hago para dormir?”

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