Giovanni de J. Rodríguez P. - Condenados

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Hay obra literaria que no surgen en la mente de los escritores; hay obras que nacen de un corazón que busca encontrarse consigo mismo. Condenados es de ese estilo, es la expresión de un genuino sentimiento de rebeldía frente a la situación social del país. A través de ingeniosos recursos literarios, en el contexto de un mundo con grandes avances tecnológicos y científicos, se ambienta una Colombia del futuro, que no ha cambiado, en la que todavía pululan las injusticias sociales.Condenados plantea un problema utópico desde una original perspectiva social, científica y mitológica y lleva al lector, en un viaje de asombrosas imágenes, hacia las posibles circunstancias conflictivas que generará las tecnologías del futuro. Es una novela de ciencia ficción sustentadoa en hechos reales que trascienden lo verosímil y ponen en la mente del lector asuntos científicos que ocasionarán un cambio disrupto en la humanidad y transformará la experiencia de vivir.

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—¿Por qué tanto alboroto, señora? Despertará a todos en casa.

Doña Margarita escuchó el reclamo como la voz que reverbera adentro de un tubo y debió aguantar la respiración para que los rechinamientos de su desvencijado cuerpo no eclipsaran la comunicación del momento. Inclinó la cabeza y con la timidez de una niña de siete años señaló hacia un costado. La enfermera giró el cuello y lo vio: estaba apostado en la pared con una mirada contemplativa y azulada como un cielo, a la que ella respondió con una sonrisa blanca. Suspiró al verlo y lo miró como se hace con el bien amado. Él, con el rostro de adonis perfecto y el poder de aplacar los nervios de cualquier mujer, no logró quitarle a la enfermera la desazón por el interruptus causado a su ególatra soledad mientras viajaba por los jardines del onanismo que marchitó el grito insolente de un falso auxilio.

—Llévatelo.

—¡Qué me lo lleve! Doña Margarita, por favor, si es un ángel. Cualquier mujer desearía tener un hombre así en el cuarto.

—Me mira todo el tiempo y no me deja dormir.

—¡Santo cielo! No se ponga melindrosa a estas horas de la noche, lo que usted necesita es dormir.

La enfermera lo observó de reojo; él se mantuvo inmóvil en su posición habitual que le hacía verse tácito y ausente, sus rosados labios parecían hablar más de la cuenta así no modularan palabra, imprimiendo en el ambiente un no sé qué indescifrable… y ese encanto misterioso de ingenuidad juvenil y arrogancia varonil seducía, sin proponérselo, el corazón de las damas que lo miraban.

—Mírelo, en ese talante se proyecta la imagen de un dios griego...

Iba a seguir hablando de don Alfonso cuando advirtió un silbido casi imperceptible que provenía debajo de la cama (podría ser un gato con asfixia o un duende quejándose de gota) y su corazón acelerado confundió el miedo de la anciana con el propio.

—Ves por qué no puedo dormir, me atormentan todo el tiempo.

—A estas horas el cerebro no escucha, no ve y no piensa. —Se excusó para no mirar debajo de la cama. Solo de niña le tuvo miedo al payaso que roba los sueños, profesaba que esa entelequia de cara pintada y dientes afilados había muerto con su pasado, hasta que habitó en la casa de la anciana—. Mejor hablemos de John Keats… ¡Oh, soledad! Si contigo debo vivir, que no sea en el desordenado sufrir de turbias y sombrías moradas… —Lo recitó con tono de alegría sin reparar que dichas palabras eran una radiografía de su propia vida.

La conversación disolvió el miedo, los versos del poeta sosegaron los ánimos y acallaron los ruidos extraños. La anciana dejó de temblar. Sin embargo, señalaba la pared con perturbadora insistencia. Margarita no soportó la indiferencia y protestó por no recibir atención.

—Él nunca dice nada. Presiento que en cualquier momento saltará otra vez de la pared.

La enfermera miró a la anciana con dulzura e hizo suyo el tormento ajeno. Pobre le decía y pobre a sí misma por estar en la otra orilla sufriendo lo innombrable tras cientos de horas de vigilia. Mery, la enfermera, aseguraba que las personas se conectan a través de las experiencias y estrechan lazos afectivos indisolubles por el resto de su existencia, una especie de ósmosis vivencial en la que se implantan en cuerpo ajeno felicidades y tormentos. En ese sentido, Mery cada día se sentía más anciana y enferma. Hacía seis meses la demencia senil de doña Margarita se había agudizado de tal forma que se abreviaron las jornadas en horas y las horas en minutos afectando los ciclos de vigilia y sueño. La anciana empezó a tener visiones surrealistas comparables con paisajes y personajes trazados en pinturas de Dalí. Uno de esos imaginarios la atormentaba al menos una vez por semana. Lo describió como un ser deforme, un humanoide de tres metros de altura y cráneo dolicocéfalo con frente hundida de la que le nace una serpiente con patas de león que trepa por la frente hasta rodear la cabeza y descansar encima de un hombro. Ese ser monstruoso siempre surgía de la pintura de don Alfonso emitiendo un sonido latoso semejante al llanto de una hiena. Luego sobrevenía un largo silencio que se rompía por los alaridos de Margarita en los que repetía que le regresaran sus hijas. La enfermera monitoreó por dos meses las alucinaciones y tomó notas referentes a la hora exacta de ocurrencia y encontró que todos los episodios estaban emparentados con el fenómeno sundowning, también llamado síndrome del ocaso debido a que se manifiesta al ponerse el sol y se expresa con una exacerbación de los síntomas conductuales del paciente. Mery, con su personalidad mordaz, mostró una desproporcionada actitud hilarante y comparó el estado enfermizo de la anciana con el de un vampiro que descubre su verdadera naturaleza cuando llega la noche: “¡En verdad está bien loca!”, decía para sus adentros al mismo tiempo que en su mente recreaba la descripción del listado bestial de alucinaciones que sufría la anciana: grifos, hidras y arpías la visitaban. Espectros vaporosos negros como el carbón y seres de cuatro cabezas. El retrato del ser más querido, inmortalizado por su propia mano hace más de veinte años en un óleo de colores vívidos y delicadas texturas se trasmutaba en un gigante que tenía por sombrero una serpiente con ojos de humano. Aunque la enfermera había perdido la dulzura del trato hacia sus pacientes, aún le quedaban vestigios de lo más importante: el respeto. Y esto la llevó a buscar un método alternativo, no químico, para alivianar los incidentes nocturnos. Siempre dejaba la radio con música de Mozart. Los resultados demostraron una leve mejoría. Sin embargo, existían otros factores desconocidos en la medicina que menoscababan todos los esfuerzos que realizaba. Tales eran las extrañas e inexplicables circunstancias que sucedían noche tras noche en la casa de los Pontefino, a tal punto que Mery y los demás residentes empezaron a escuchar voces susurrando secretos provenientes del viento, huellas de pies húmedos en el corredor dejadas por pisadas irreconocibles, manos que desollaban el aire del patio haciendo que bufara como un animal herido y, por encima de todo, lo más perturbador fue percibir la presencia inexistente de un extraño, de manera que los residentes de la casa creían ciertas las alucinaciones de la anciana. A medida que pasaba el tiempo, el desacoplamiento de la realidad en la mente de doña Margarita se intensificó y surgieron otra clase de eventos inexplicables: miradas persiguieron por los pasillos a los visitantes, ronquidos emergieron de las paredes y olores nauseabundos circularon por los rincones del ático. Aunque era de poca ayuda, la música no dejó de sonar y le sirvió a la enfermera para sentirse acompañada. “Si a doña Margarita no le sirve, al menos a mí sí”. Mery intuía que la locura era pegajosa, por aquello de que los vínculos entre las personas se hacen tan íntimos que terminan compartiendo experiencias. Ella, una mujer que de niña ganó todas las competencias atléticas del colegio y que en la universidad conquistó el oro usando el Ura nage, había dejado boquiabiertos a todos por la magistral exhibición de técnica y fuerza, y por del charco de sangre que manó de la clavícula izquierda de la oponente que se retorció de dolor en el suelo. En el presente, Mery sentía que era un saco de boxeo de setenta kilos agrietado por cuarenta años de vida a la intemperie. Se había vuelto llorona y miedosa, lasciva y ponzoñosa. Con frecuencia se aislaba del mundo en la habitación, y, debajo de las cobijas, se ahogaba en llanto por la mayor desgracia de su vida: ser soltera. Margarita resopló y por la garganta floreció un quejido como el de un madero que se quiebra. Mery, que miraba absorta hacia sus adentros, salió de sus abismos y se quedó mirando a la anciana como si observase una indescifrable obra de arte.

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