—Tengo miedo, la serpiente habla en lenguas extrañas. Saca al demonio, Rosita, por favor sácalo de aquí.
—Está bien, lo haré con una condición; si se toma la medicina sacaré del cuarto a don Alfonso.
Doña Margarita asintió con la cabeza y recibió una diminuta pastillita rosada. Luego la anciana escurrió su cuerpo debajo de la cobija de lana, cerró los ojos y recibió un beso en la frente.
—Descansa, ya descansa —dijo—. De una vez por todas—. Pensó, y su pensamiento estuvo limpio de maldad. La mano de la anciana cogió el antebrazo de la enfermera y lo sujetó con firmeza.
—Llámalos, llámalos…
—Doña Margarita, tranquilícese, los llamaré mañana. Esos tres diablillos vendrán pronto a visitarla, ahora no se preocupe y duerma que los ángeles de la guarda la cuidarán.
—A ellos no. —Los ojos vidriosos de la anciana centellearon como calderos con fuego—. Llama a DF-2 son los únicos que pueden salvarme. Que vengan rápido y me cubran con sus alas de oro y plata.
Mery alzó una ceja y esbozó una leve sonrisa.
—Sí, mi señora, llamaré al Distrito Federal Dos, mañana lo haré, a estas horas todos duermen y nosotros también debemos hacerlo.
—Rosa, son los protectores y mañana tengo que salir con ellos. Mi terapeuta dijo que debía… —Margarita respondió entre dientes y se quedó dormida antes de terminar la frase.
La medicina actuó rápido y ahora ningún fenómeno natural o paranormal la despertaría. La anciana fue observada por cuatro ojos, dos azules pintados por el pincel del amor inmaculado que se recuerda con entrañable anhelo; y dos ojos saltones, oscuros e indescifrables igual que el lenguaje más antiguo del mundo, olvidado por los mortales. La mirada oscura era tan negra como los deseos inhibidos que albergaba el alma de la enfermera, como las acciones reprochables que tuvo en el pasado, sobre todo, igual a los dementores que viajaban por su mente a la espera del alimento que reciben cuando ella está a solas.
El consumido pecho de la anciana se movía lento. Mery miró de reojo el retrato de don Alfonso y frunció el ceño. Él respondió a su mirada con una carcajada contenida. Para él no existían los secretos en la casa de los Pontefino, sabía bien lo que la enfermera pretendía, sus planes para satisfacer las sombras que anegaban la luz de su existencia. Incluso sabiéndolo, no podía hacer nada, era un testigo mudo de los acontecimientos que ocurrían en el amado espacio que una vez fue su hogar.
—Sigue riéndote de mí y un día te pinto bigote; he cargado esta cruz más de un año, así que te quedarás ahí colgado hasta que ella te acompañe.
Apagó la luz y salió de la habitación. Justo después de cerrar la puerta una sombra se le atravesó de frente, el corazón brincó y sintió que se le atascaba en la garganta. En la penumbra del corredor se dibujaba una alargada forma fantasmal que la miraba y por un momento creyó que el ánima de don Alfonso hacía acto de presencia para recriminarla. Se le helaron los intestinos, y las pupilas, a punto de desaguarse, se llenaron con una imagen difusa que al aproximarse expuso su aspecto mortal.
—¡MIERDA! ¿Qué hace ahí?
Solo esto faltaba, que el codiciado fruto de sus más lúbricos deseos se presentase. Se mordió el labio inferior cual Lamia que degusta de su víctima en la antesala del festín.
—Mery, perdona, no quise asustarte. No podía dormir y escuché ruido en la habitación de mamá, creí que necesitaba ayuda.
—Casi me matas del susto, ¿qué haces despierto a estas horas?
—Ya te lo dije, no puedo conciliar el sueño, hoy fue un día tan espinoso como la corona de Cristo en la parroquia. Dos feligreses en plena misa de mediodía perdieron la cordura y se machacaron a golpes. Mis regaños, las suplicas de las monjas y los brazos de tres fortachones parroquianos fueron insuficientes para detenerlos; mancharon una pared con sangre, dañaron tres butacas y quebraron el confesionario. Para colmo, un infeliz aprovechó la batahola para robarse una de las cestas con la limosna (para nuestra desgracia fue la que tenía los billetes) y en la fuga, corriendo como el mismísimo diablo al que se le queman los pies por pisar suelo santo, derribó a doña Jacinta. La única que ha probado el cuerpo de Cristo todos los días del año; la pobre tiene ínfulas de santa y por el encontronazo cayó de bruces rompiéndose como porcelana. La ambulancia tardó una eternidad; ahora está en la clínica recuperándose de una fractura de cadera y moretones en los brazos. Su hijo, un tal Federico, que nunca va a misa y dicen que es la oveja negra de esa familia, nos amenazó con demandarnos dizque porque en la parroquia no tenemos mecanismos de seguridad. Y como si eso fuera poco, en la misa de la noche me enteré de que el ladrón y el Federico de Jacinta dizque son pareja, viven juntos hace tres años. No faltaba más, ¿cuándo se había visto esto?, la gente ya no teme a Dios ni tiene respeto por los lugares santos.
Mery frunció el ceño y asintió con la cabeza pensando que lo único que ella hacía en misa era soñar despierta con cualquier feligrés que tuviera manos grandes y buen trasero.
—¿Mamá cómo está?
—Gabriel, doña Margarita está estable, la crisis ya terminó. Aunque parece que prevalece el dolor psicogénico. Las heridas invisibles dejadas por el pasado y que nadie ve agobian a su mamá con tristezas que los medicamentos no pueden curar, bien le vendría salir de casa y pasear por un jardín mientras conversa contigo, con Ana o Guillermo de cualquier pendejada que la haga sentir una persona normal. Ya ha tenido suficiente con el diablo imaginario que ronda su cuarto, ¿opinas diferente?
El rostro redondo de Mery se relajó y el cuello se le hundió entre la musculatura flácida de unos hombros que fueron rocas en el pasado. Al hacer esa pregunta sintió un alivio inmenso y el nudo que sentía en la garganta se desanudó, fue como si descargara de su espalda diez kilos de piedras afiladas.
—Mery, todo esto te pone de mal humor, ¿cierto?
—Nunca me molestó trasnochar, es mi trabajo y estoy acostumbrada. Lo que me fastidia es que tu mamá siempre me llame Rosa, Begonia, Jazmín o Alfalfa. Nunca me llama por mi nombre. Incluso cuando éramos jóvenes me llamaba Belladona. Lo recuerdo bien, antes de saludar me miraba como si hurgara dentro de mi pecho y luego con una sonrisa me saludaba usando otro nombre.
Gabriel sonrió, recordó que de jóvenes su mamá olvidaba el nombre de las jovencitas que se acercaban con pretensiones de noviazgo y a sabiendas les ponía motes con nombres de flores.
—Mery, no te quejes. La belladona es una flor hermosa.
—¡Ah sí, en verdad lo crees! La belladona abundaba en las pócimas de las brujas, usado en forma de veneno para matar o desquiciar a sus contrarios.
—No lo tomes personal. También fue utilizada por las prostitutas romanas como artilugio estético, una gota en cada ojo bastaba para que se les dilatara la pupila y quedarán… chispeantes.
—¿Qué me quieres decir, tú mamá me veía como una puta?
—No, nada de eso, solo te daba un ejemplo. Mejor no supongas cosas que no son. Hace treinta años éramos jóvenes y actuábamos impulsados por hormonas, sueños y miedos insondables.
—Doña Margarita no me quería, desde que era una niña nunca me quiso. Eso no fue un secreto, todos lo sabían, incluso mi mamá me lo dijo una noche que regresé de tu casa, se sentó a mi lado como quien quiere decir algo y no encuentra palabras para expresarlo. Me dijo: “La reina de la casa Pontefino no te quiere, mejor no te metas con esos muchachos, tarde o temprano se hará su santa voluntad y saldrás lastimada”. Las mamás son sabias y los hijos tercos, yo no le hice caso… y bueno ya sabes cómo acabó todo. Gracias a Dios tu mamá perdió la memoria, de lo contrario no me hubieran contratado. Supongo que entre los recuerdos perdidos de tu madre hay una Belladona convertida en rosa. O mejor: soy una bruja vestida con sotana.
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