Gustavo Adolfo González Rodríguez - La muerte de la bailarina
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Taberna era otra palabra nueva. La aprendieron de sus madres que en los fines de semana aguardaban la llegada de sus maridos, los cuales postergaban el regreso a casa en veladas de tragos y juegos de dominó o brisca, donde el padre de Evaristo perdía la mitad de su salario, según contaba el niño, repitiendo las discusiones familiares.
El padre de ella, en cambio, no aceptaba reconvenciones. Llegaba pisando fuerte y ante cualquier asomo de queja de su madre lanzaba sobre la mesa cuatro o cinco billetes, «porque gano buena plata y en esta casa no falta nada», decía. Era tratante de ganado. Salía cada mañana temprano en su camioneta hacia los campos cercanos a negociar caballares, ovinos o vacunos que revendía en la feria agrícola o llevaba a los remates.
Ahora
El padre Jacques termina de beber su café y mordisquea el último trozo de pan amasado con queso de cabra. Un desayuno frugal, el mismo desayuno que toma cada mañana desde hace diez o quince años, no recuerda bien, pero es uno de los hábitos que adquirió en el pueblo. «Ay, si el hábito hiciera al monje», piensa divertido, con las pocas trazas de humor que le quedan. Repara entonces que su existencia es una interminable sucesión de rutinas: confesar, bautizar, casar, impartir la extremaunción, pronunciar responsos mortuorios, visitar regularmente los caseríos de su parroquia, oficiar misas, sermonear…
Una rutina alterada por la fallecida bailarina. Durante un año su puntual asistencia los segundos jueves de cada mes al confesionario desordenó la vida del anciano párroco. Al principio la vio como una feligresa molesta, que cumplía un ritual sin sentido, una formalidad que transmitía una beatitud vacía, masoquista, de autoproclamada pecadora empeñada en expiar sus ofensas a Dios a fuerza de penitencias. Comenzó acusándose de su condición de mujer de la noche, que provocaba miradas lascivas y malos deseos en los hombres que acudían al cabaret, pero al mismo tiempo, a su manera, podía considerarse virtuosa porque no vendía ni prestaba su cuerpo.
«Cristo acoge a todas las criaturas en su seno», le respondía el cura desde el otro lado de la rejilla y le recordaba el pasaje bíblico de María Magdalena. Con su hilo de voz, ella le iba refutando que no se trataba de emplazar a los que se creyeran libres de pecado para que lanzaran la primera piedra:
–Es que yo he recibido ya muchas piedras, padre, como si me hubieran lapidado sin darme muerte, condenada a seguir cargando eternamente mi cruz.
Al padre Jacques le exasperaba en las primeras confesiones ese tono de doliente seguridad, de erudición y cultura que transmitía la mujer con su voz bien modulada, mientras percibía desde su puesto de confesor esos ojillos miopes, unos labios con comisuras ya plagadas de arrugas y esos cabellos rubios que comenzaban a opacarse y echar canas. Porque su tono era también de porfía, ya que las penitencias iban encadenando hasta el segundo jueves del próximo mes una historia, tal vez una telenovela en la que era ella quien ponía el guion.
En esas confesiones monocordes se hilaban episodios remotos acompañados de afanes de hoy, como si ella se hubiera impuesto una misión que necesitaba de bendiciones eclesiásticas para llevarla a cabo. Y el cura advertía, con alarma, que su hastío inicial se transformaba en expectativa. Un ansia que él quería rechazar, o al menos ocultar con un tono de malhumor agresivo.
Entonces, cuando la bailarina hizo su periódica aparición el segundo jueves del tercer mes, la recibió –antes de la ritual fórmula del «Ave María Purísima»– con una imprecación:
–¿Quién eres hoy, la Odalisca, la Pantera, la Magdalena?
–Soy la pecadora que no busca perdón, sino justicia –le respondió.
El padre Jacques recuerda mientras termina su desayuno y enjuaga la taza. Mueve la cabeza, como si quisiera sacudir y expulsar esos recuerdos en un ejercicio imposible, porque a la postre acepta y quiere creer que la bailarina se cruzó en su vida como una prueba a la cual lo sometió Dios, pero que no es capaz de superar.
Mucho antes
Retornaba a casa satisfecho, más temprano de lo habitual. En el remate de ese miércoles obtuvo un buen precio por un toro y tres novillos, y todavía mejor por una pareja de percherones. A la hora del almuerzo disfrutó una cazuela de pava y una botella de tinto con otros tratantes de ganado, pero se excusó de acompañarlos a un bajativo en el bar que podía prolongarse en los juegos de cartas y hasta extenderse más tarde a una «excursión», como les gustaba decir, en una casa de tamboreo y huifa.
Se detuvo en la plaza, en la única librería del pueblo, para comprar una caja de 24 lápices de colores para su niña. Pensó que debería llevarle también un regalo a la hija menor y adquirió un volumen a color de cuentos infantiles.
Condujo relajado la camioneta, fumando y ordenando en su mente las tareas del día siguiente, con los fundos y caseríos que visitaría para averiguar sobre potenciales vendedores de ganado. Un trabajo que lo obliga a madrugar, pero que renta bien y le permite mantener una familia de cinco hijos, bien alimentados y bien vestidos, que no se avergüenzan ante nadie en el pueblo y que de grandes tendrán sus profesiones, sin pasar las mismas penurias que él sufrió para labrarse una buena posición.
Y una vez más piensa en su niña, su hija favorita, la futura médica o abogada, su mayor orgullo, próxima a cumplir once años. Llegando a casa la besará en la frente y las mejillas y le dará la gran caja de lápices de colores, un pequeño presente, un modesto anticipo del enorme regalo que tendrá el próximo mes para su cumpleaños.
Estaciona la camioneta en la calle y entra discretamente a la casa con la intención de sorprender a sus hijas a la mesa del comedor, donde hacen habitualmente las tareas escolares, para darles los regalos. No las encuentra ahí y va a la cocina. Su esposa, con algo de nerviosismo, le dice que están jugando en el patio, desde donde llegan los ecos de un bolero de Pedro Vargas.
Ve entonces a su niña enlazada con Evaristo. Bailan mientras la hermana menor ríe y palmotea. Bailan con gracia, vienen practicando hace tres años. Pero él irrumpe furioso, separa a la niña de un tirón de su pareja de baile, la abofetea y le ordena que vaya de inmediato a hacer sus tareas. Ella llora y corre al comedor, seguida por su hermana menor que tiene una expresión de pánico.
Evaristo queda solo en medio del patio e intenta balbucear una excusa o explicación, pero él lo jala de una oreja y le grita, furioso, que se vaya a su casa, que no quiere verlo nunca más rondando a su hija. Intenta calmarse mientras va al encuentro de su esposa para echarle en cara su falta de autoridad. La increpa: primero los estudios, la disciplina, y en su fuero interior revive la reciente imagen del baile de su niña con Evaristo. Ningún pelafustán se va a meter con ella y va a torcer su futuro, se dice, y no quiere advertir los celos en la violencia con que trató al niño.
Esa noche, durante la comida, les advierte a su esposa y a los tres hijos varones que deben cuidar a las niñas.
–Bastante tengo con trabajar todo el día para mantener este hogar y esta familia sin que ustedes pongan su parte. No puedo estar pendiente de todo. Esta casa no es un salón de baile, aquí se estudia y se trabaja. La radio no se enciende mientras no hayan hecho todas las tareas. No hay permiso para jugar, ni para salir a la plaza o al cine si hay malas notas en la escuela o en el liceo –recalca mientras pasea una mirada severa que nadie se atreve a sostener.
La esposa y los hijos asienten. La hija menor, a su vez, revuelve la sopa con los ojos fijos en el plato. Y la niña hace esfuerzos para no llorar y siente que en su mejilla arde todavía la bofetada.
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