Los tres arquitectos se mordieron los labios y luego balbucieron excusas ante Ptolomeo.
— ¿No os dais cuenta de que los egipcios son capaces de terminar un templo en menos de un año? Vosotros los griegos, con todos vuestros cálculos matemáticos lo único que habéis conseguido es enfangar la ciudad.
Ptolomeo mató de un manotazo una mosca que se había posado en su brazo. Anduvo errante entre los muros sin techo ni suelo de su palacio y los corredores quemados por el sol. Se apoyó en los capiteles sin columnas que se esparcían de forma aleatoria por el suelo de la colina de Loquias, abandonados entre la arena que había traído el viento. Una gaviota en lo alto le graznó y dejó sus excrementos manchando uno de los muros.
Meditó sentado en una piedra de granito rosa que una cuadrilla de obreros había dejado abandonada en la puerta del que sería su salón de recepciones. Luego, se levantó, salió a la cara oeste del palacio donde le esperaban los tres arquitectos. Sin irritarse les dijo:
— ¿Veis ese barco que acaba de llegar al puerto? —desde la colina se divisaba el espolón inconcluso que había de unir Alejandría con la isla de Faros—. Pues espero que os embarquéis en él antes de que atardezca, y desaparezcáis de mi vista antes de que os mande matar por imbéciles.
Luego bajó la colina y enérgicamente se dirigió a la casa de Absalón. Los arquitectos griegos se quedaron en el palacio compungidos por su defenestración, echándose en cara unos a otros su desgracia. Las esposas, que ya sabían lo sucedido, se unieron a ellos y a ratos lloraban y a otros se gritaban entre ellas como si fuese obligado defender a sus maridos a voz en grito.
Hubo un último intento de arañazos y patadas, una de las esposas desgarró el peplo a otra y terminaron medio desnudas en el puerto frente a los barcos que condujeron a las tres parejas a Atenas. Los soldados de Ptolomeo las arrastraron a la cubierta sin darles oportunidad de recoger sus pertenencias. Más tarde encontraron en sus casas todo lo que habían robado en arcones repletos de dracmas áticos.
Ptolomeo llegó hasta la casa de Absalón y la aporreó. Esperó, nadie respondía. Parapetado dentro de su casa Absalón se reía de Ptolomeo. Vivía en una sólida construcción de piedra encalada y cerrada sobre sí misma, con una puerta de madera repujada de hierro y una diminuta ventana cerrada con una contraventana. El hebreo sabía ya que Ptolomeo se hallaba en Alejandría, y sabía incluso que se hallaba colérico por la catastrófica marcha de las obras.
A cada golpe violento en su puerta, más mejoraba el humor vengativo de Absalón.
Pero Ptolomeo era insistente, estaba dispuesto a tragarse su orgullo, si quería que Alejandría se terminase, aquel era su hombre, aunque cinco años atrás hubiese estado dispuesto a dejarle tullido. El gobernador no recordaba por qué razón le quiso cortar la mano, olvidaba los agravios con facilidad. Además, Absalón siempre le había gustado.
Absalón abrió la puerta y al verlo, se plantó con las piernas abiertas y los brazos cruzados debajo del dintel:
—¿Has venido a echarme de tu ciudad? —preguntó el judío. Ya no reía, ahora era el momento de fingir indiferencia e ironía, una actitud que sabía que Ptolomeo no soportaba—. ¿O tal vez a cortarme la mano?
—Podría. Soy el gobernador de Egipto, bien lo sabes —le retó Ptolomeo. Los dos hombres competían en orgullo y soberbia.
—¿Entonces? —le preguntó Absalón abriendo su palma como si esperase un donativo. No le permitía entrar en su morada, le gustaba ofender al gobernador de Egipto con una retadora pose en jarras.
—Debes terminar la ciudad —le dijo Ptolomeo ignorando las palabras de Absalón. Le puso su mano en el hombro descolocándolo, como si de pronto fuesen amigos íntimos—. Los atenienses son toda una calamidad.
— Supongo que desconoces la palabra ruego. Es fácil, sólo hay que decir las palabras por favor —respondió Absalón y se quitó aquella mano de encima. Hizo un amago de entornar un poco la puerta, fingiendo que iba a echarlo como si fuese un mendigo molesto. Ptolomeo adelantó su pie derecho para impedírselo y emitió una sonrisa condescendiente, la de un hombre que sabe que va a conseguir lo que se propone. Siguió escuchando al hebreo que le decía: —. Vaya, se me olvidaba que los hombres que han conquistado el mundo no piden favores, sino que toman lo que desean. ¿Es que el gran Visir de Egipto quiere que sea su administrador ahora que le han engañado los atenienses?
Una voz de mujer brotó del interior de la casa preguntándole quién era. Absalón giró su rostro y respondió en egipcio que nadie importante.
—¿Qué le has dicho? ¿Es Ipue la que habla verdad? —preguntó Ptolomeo.
—Le he dicho que hay un hombre en mi puerta que tiene rostro de traidor. Un hombre que ya no significa nada para mí.
Luego ella respondió a Absalón que no le creía y que había oído que Ptolomeo estaba en Alejandría. Su voz cada vez se oía más próxima, Ptolomeo pensó que se estaba acercando a la puerta y sería su oportunidad. Alzó su cabeza por encima del hombro de Absalón para que ella le oyese.
—¿Sabes que, al mes de conquistar Jerusalén, tus compatriotas enviaron una embajada a Menfis para solicitarme permiso para instalarse en Alejandría? Ptolomeo no debe de ser tan terrible como para considerarme un invasor —lo dijo con cierto sarcasmo y esperó a ver si el rostro de Absalón se irritaba.
—Hiciste mal en recibirlos. Supongo que serían los samaritanos, esos que se creen judíos pero que en realidad no lo son —respondió Absalón mintiendo—. ¿Quieres que te informe quienes son los samaritanos y así puedas invadir su templo sagrado? No te costaría mucho, puedes emborracharme y te daré gustoso la información, ya sabes lo floja que tengo la lengua.
Desde dentro la voz insistió. Quería saber con quién hablaba su marido. Como Absalón lo ocultaba, Ipue se personó en la puerta. Al ver a Ptolomeo se arrodilló, besó sus rodillas y le llamó Sóter, que es como los griegos llaman a los salvadores.
Absalón la agarró con fuerza y la obligó a incorporarse. Los esposos discutieron en egipcio, y Ptolomeo dedujo que ella deseaba invitarlo a pasar mientras que él le recriminaba haberse arrodillado ante un hombre.
Después, ante la recelosa mirada de Absalón, la sacerdotisa abrió triunfante la puerta de dos hojas de par en par, tomó de la mano al gobernador de Egipto y se llevó a un dócil Ptolomeo al patio donde los esclavos sirvieron vino e higos cogidos directamente de la higuera que daba sombra a los divanes y las mesas bajas. Sacaron agua fresca del pozo y la mezclaron en una crátera con vino ante los ojos de Ptolomeo.
—Pero ¿cómo habéis conseguido abrir un pozo? —preguntó a la pareja—. Los arquitectos llevan tres años intentando excavar un aljibe y lo único que han conseguido es una zanja cenagosa donde podrían vivir los cerdos.
—Los arquitectos atenienses te han robado mucho más de lo que piensas —le dijo Absalón. Le ofreció una bandeja con aceitunas en salmuera—. Pero no pienso arreglar tus asuntos. Prueba estas aceitunas, las traen desde Esparta.
Absalón también tomó una y dejó el hueso sobre la mesa.
—¿Es que vas a guardarme rencor toda tu vida? En definitiva, no te quedaste sin mano. Pídeme lo que quieras, lo que más desees, ahora estoy en posición de concedértelo —le dijo el macedonio. Comió una aceituna y lanzó su hueso como hacen los niños al jugar, con tan buena fortuna que golpeó al hueso de Absalón haciendo que saliese despedido. Añadió orgulloso, señalando la mesa—. Siempre he tenido buena puntería, ¿no te parece?
Absalón miró a Ipue y esta le devolvió una sonrisa, como aquella madre que consiente las diabluras de su hijo.
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