Olga Romay Pereira - Bajo el cielo de Alejandría

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Todo parecía augurarle un tranquilo gobierno al general Ptolomeo en el país del Nilo. Era dueño de un reino inmensamente rico, los sacerdotes egipcios parecían haberse sometido a él, y su aburrido matrimonio con Eurídice le proporcionaba alianzas políticas con los generales más poderosos de Grecia. Pero su feliz existencia se derrumba por dos repentinos acontecimientos: una mujer y la guerra. Berenice, la misteriosa prima de su esposa, aparece en la corte de Menfis al cuarto año de su gobierno. Es aceptada como dama de compañía y al carecer de dote y posición parece destinada a ser una concubina más del general. Por otra parte, la guerra arrastra al general y el pacífico reino del Nilo vuelve a ser ambicionado por los generales de Alejandro.Ptolomeo no se dejará arrebatar Egipto fácilmente, se propone gobernar el país del Nilo desde su nueva capital, Alejandría, donde construye el mausoleo de su amigo el rey Alejandro Magno, cuyo cuerpo trajo desde Babilonia y es su espíritu protector. Mientras los asesinatos van exterminando a la familia real macedonia, la prole de Ptolomeo es cada vez más numerosa, la ciudad de Alejandría más próspera y se convierte en el centro cultural del Egeo. A todo ello se enfrentará el general Ptolomeo en su lucha por dejar a sus hijos en herencia un reino próspero. ¿Pero cuál de sus hijos gobernará después de él? ¿cuál de sus madres tendrá mayor influencia sobre el corazón del viejo general? Ptolomeo, el macedonio que después de conquistar el mundo con Alejandro Magno, soñó con ser faraón y devolver el esplendor al país del Nilo.

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La pareja real tardó casi un mes en llegar hasta Macedonia. Pero en el puerto de Anfípolis, donde estaba la flota macedonia, que ahora era fiel a Poliperconte, les esperaba una nueva decepción: Poliperconte, después de haber insistido mucho en aquel retorno, estaba ausente. Nadie salió a recibirles, no hubo festejos ni discursos. Les explicaron que el nuevo gobernador de Macedonia se encontraba con su ejército en una nueva guerra.

A menos de quince estadios de Anfípolis se hallaba el nuevo enemigo de Macedonia, un extravagante ejército mandado por la vieja reina madre, Olimpíade, rodeada de damas de compañía y un ejército fiel. La madre de Alejandro estaba dispuesta a enfrentarse a todos los generales macedonios, reclamaba el trono para ella.

—Bien —dijo Adea cuando le explicaron la situación—. Ha llegado la hora de matar a esa bruja.

Y reuniendo a los soldados que había traído desde Babilonia, la reina Eurídice se puso de nuevo su coraza y su yelmo. Se adentró en el ágora de Anfípolis, se subió a un carro y gritó a sus hombres:

—Soldados fieles a la casa real. ¿Cómo vamos a permitir que Olimpíade se haga con Macedonia? Arrojemos a esa arpía de nuestra tierra. ¡Luchemos! —levantó su espada y desde todos los rincones de la ciudad llegaron hombres. Parecía como si Adea tuviese el poder de levantar olas en el mar. Necesitaba agitar un océano, se iba a enfrentar a una sirena devoradora de hombres.

Bien, se dijo Filipo, si hay alguien en el mundo que pueda pararle los pies a mi madrastra, no hay nadie mejor que mi esposa.

Ninguno se acordaba de aquella tablilla de barro que la reina había arrojado contra un dios babilónico en forma de dragón. Los dioses babilónicos son peligrosos, disfrutan con la venganza.

Capítulo 3:

El judío de Alejandría

Después de diez días de viaje por tierra, Ptolomeo esperaba encontrar grandes avances en Alejandría. Pero en aquel viaje todo parecía salir mal.

Primero estaba el asunto del canal que unía el Nilo con la ciudad. La última vez que había viajado por él era practicable y sólo faltaba excavar el trayecto final de doscientos estadios de longitud. Ahora, un año después, tras la crecida, se había convertido en un lodazal lleno de cañas, que inexplicablemente habían proliferado hasta alcanzar la altura de una sarisa macedónica. La riada lo había convertido en un camino fangoso lleno de insectos y animales de las aguas.

Paralizado por la selva invasora, tuvo que volver sobre sus pasos hacia el Nilo e intentar llegar a Alejandría por el mar. Pero encontró una violenta resaca que impedía a los barcos acercarse a la costa una vez que se abandonaba el Delta. A ello se unió el asunto de los vientos que soplaban del continente. Llegar al puerto de Alejandría se convirtió en una empresa titánica.

Cuando al fin desembarcó, después de un esforzado avance a remo, se encontró una ciudad dormida bajo arenas y barro.

Nada se había avanzado en aquel último año. Poleas, rampas, y puntales, se pudrían por efecto del salitre. Cuerdas de lino colgaban de los edificios bailando al son de una fresca brisa. Remolinos de arena se formaban en lo que debían de ser avenidas enlosadas. Las palmeras, destinadas a dar sombra en las avenidas, habían perdido la mayoría de sus hojas y lucían sus penachos secos como la calvicie de un hombre maduro.

El espléndido gimnasio con su patio porticado se hallaba cubierto de guano de gaviota. Los mosaicos habían sido sepultados por la suciedad, sólo dos columnas de mármol conservaban rastros de policromía, el resto habían perdido su barniz de rojo bermellón y desconchadas lucían tan desgarbadas y feas como harapos a merced del viento.

Las murallas meridionales se habían hundido producto de algún deslizamiento del suelo. Las cisternas, que debían traer agua del Nilo, estaban anegadas con barros putrefactos de alguna infiltración del lago Mareotis, y los andamios del techo del templo de Zeus habían ardido por culpa de una hoguera encendida por los obreros para calentarse un día frío de invierno.

—Un desastre —se dijo Ptolomeo llevándose las manos a la cabeza. Allí donde mirase, la ruina amenazaba con destruir quince años de inversiones—. ¿Dónde están los capataces?

Frente al palacio proyectado en la colina de Loquias, los tres arquitectos atenienses que Ptolomeo había contratado para sustituir a Absalón al frente de las obras, se echaron las culpas mutuamente.

—Imbéciles —les dijo Ptolomeo—, ni siquiera el palacio cuenta con una habitación habitable. Ni un techo, ni agua, ni puertas —el enfado del gobernador se debía en parte a que su amante Mirto había abandonado Alejandría diciendo que no podía alojarse en aquel lugar inhóspito. Se había unido al general Ofelas y había partido con él a una guerra en el norte de África—. Sólo veo ante mí una escalera y unos muros que la próxima tormenta se llevará por delante. ¿Dónde pensáis que me aloje esta noche? ¿En una cuadra para el ganado? ¿Pensáis que es un lugar digno para el gobernador de Egipto? ¿Por qué la tumba de Alejandro no tiene ni el basamento de las columnas?

Mientras reprochaba a aquellos gandules todos los retrasos, Ptolomeo se imaginaba cual irritado se mostraría Alejandro al saberlo. A su vez, en una sincronización entre hombre y dios, Alejandro se manifestó y la cicatriz de su brazo le produjo una molesta irritación, como si Alejandro le recordase que aquella gran tumba, a la que llamaban el Sema, debía concluirse cuanto antes. El difunto rey macedonio estaba harto de tener su morada en aquel mausoleo de estilo egipcio, él quería algo nuevo y deslumbrante en una ciudad griega.

Con aquel dolor persistente en su brazo, el macedonio contempló cómo los arquitectos farfullaban. Al final decidieron ofrecerle al gobernador sus casas de forma servil para mitigar su ira. Después se pelearon nuevamente para decidir en cuál de las tres viviendas se debía alojar Ptolomeo.

Mientras se enzarzaban en una vergonzosa riña, Ptolomeo, que estaba en el punto más alto de Alejandría, la colina de Loquias, pudo contemplar el trazado reticular de las calles. Sabía, sin que se lo dijesen, el uso de todos y cada uno de los edificios de la urbe y las razas que se alojarían en los barrios. Lo había planeado con Absalón, horas y horas decidiendo gastos, materiales y planos.

—¡Por Zeus!, ¿veis todos aquellos edificios? —les dijo señalando a lo lejos. Los arquitectos callaron asustados, la voz de Ptolomeo, unida a la ira que mostraba su rostro y a los músculos de su brazo derecho extendido, lo hacían parecer un Poseidón enfurecido a punto de arrojar un tridente. Señaló un templo de arenisca de factura egipcia con dos pilonos y un estanque de aguas azules que brillaba en la distancia. Las banderas que colgaban de los pilonos se agitaban con la brisa que venía del desierto.

Los arquitectos atenienses cubrieron sus ojos del deslumbrante sol del mediodía y miraron entre sus dedos entrelazados hacia donde se hallaba el templo de Isis, en el barrio donde se habían establecido los ciudadanos de raza egipcia. Se erigía como un oasis en medio de la ciudad en construcción, una soberbia demostración de la arquitectura del país del Nilo que los griegos tanto denostaban.

—Es el templo más hermoso de toda la ciudad. ¿Y sabéis por qué? Porque está terminado. Cuenta incluso con un estanque de aguas transparentes, en una ciudad donde las cisternas están putrefactas. Veo un muro encalado donde están dibujados en vivos colores los dioses egipcios. No veo en él polvo ni arena, derrumbes ni escombros. ¿Veis su cubierta blanca desde aquí? ¿Por qué es el único techo de losas de mármol de toda la ciudad? Seguro que lo sabéis, no podéis ignorarlo. Os lo diré yo, es el santuario de Isis, sólo hay mujeres en él. Le he mandado a su suma sacerdotisa el dinero personalmente y ella es la única que ha conseguido terminar el templo. Una mujer, idiotas, una mujer ha administrado los fondos, ha contratado a los obreros, ha vigilado las obras, ella sola ha conseguido hacer más que tres arquitectos atenienses, que lo único que han conseguido es que la mitad de lo que estaba construido en Alejandría se haya convertido en una ruina. Una mujer, lo oís, deberíais avergonzaros. Esa mujer se llama Ipue, y tal vez desconozca las matemáticas, la aritmética y las artes de los griegos. Es una simple sacerdotisa, ¿me oís? Si no fuese mujer le daría en este momento el mando de todas las obras de Alejandría.

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