—¿Puede Olimpíade superar a Roxana? —preguntó Nimlot aparentando ingenuidad.
—Vamos, sacerdote ¿es que en Egipto nunca habéis oído hablar de Olimpíade? —respondió Casandro y arrugó la nariz como si quisiese ofenderlo con un gesto de desagrado.
Hizo una pausa para mirarlo inquisitivamente, luego cambió de postura en la silla, se recostó indolente poniendo los pies sobre la mesa, aplastando el papiro con el mensaje de su hermana y le dijo:
—Es la segunda vez que nos vemos, si no recuerdo mal. La primera, pensé que eras un bárbaro y que Ptolomeo estaba flojo de personal para tener que enviarte de embajador. Sigo opinando lo mismo de ti, aunque hables y te vistas como un griego, es obvio que nunca serás un macedonio. Tal vez, la tercera vez que nos veamos, tu piel se haya aclarado y tu lengua refrenado, sigues siendo demasiado díscolo, como si te sintieses superior al resto de los hombres.
—Hago grandes esfuerzos para ser más servil —le respondió Nimlot cruzando los brazos sobre el pecho para despedirse de Casandro—. Servir a Ptolomeo es cualquier cosa menos aburrido, me envía a lugares remotos a conocer a reyes, príncipes y gobernadores. Tiene un excelente sentido del humor: cuando le describo con mis palabras díscolas lo que veo con mis ojos impertinentes, siempre se ríe. Es de los pocos macedonios que no juzga a los hombres por su raza. Si tuviese una gota de sangre real, ya le hubiésemos nombrado faraón.
—Vete ya de una vez a ver a los reyes. Y no olvides mi mensaje a Ptolomeo —le respondió Casandro irritado moviendo su mano derecha como si estuviese espantando a una mosca. No soportaba oír todos aquellos halagos sobre Ptolomeo, sentía oleadas de envidia. Luego mandó entrar a los generales que le informarían de cuántas tropas habían reunido para combatir a Olimpíade.
— Berenice debe de regresar a Macedonia lo antes posible, aunque sea que me la devuelva atada con grilletes —le dijo gritándole cuando salía por la puerta.
—Por supuesto, los grilletes serán muy apropiados —le respondió también a gritos para que le oyese entre el barullo de los soldados que ya habían entrado y abarrotaban la sala. Luego hablando para sí mismo añadió—: Al verla ya supe que era peligrosa.
Capítulo 5:
La cura egipcia para el rey Filipo Arrideo
Tras años de búsqueda infructuosa, los médicos egipcios encontraron la cura al eterno cansancio de Filipo: la mordedura de una diminuta serpiente traída de las selvas donde se halla la sexta catarata, su efecto eran espasmos en todo el cuerpo. Sin demora alguna, también debía de picarle al enfermo un caracol armado de un espolón que paralizaba a los hombres. El caracol procedía de un mar cálido al este de la India.
Ambos animales en combinación, y sólo así, tenían un extraño poder: curaban por unas horas la apatía y debilidad que asaltaba a hombres como Filipo. Años de pruebas en Ábidos con enfermos que peregrinaban al templo de Osiris buscando una salvación habían logrado que los médicos encontrasen aquel remedio, la mágica unión de dos venenos poderosos. Si le mordían por separado y en momentos diferentes, el enfermo moriría.
Por eso Nimlot cuidaba con esmero a la serpiente y los caracoles. Debían de llegar vivos para su faraón. Contrató a un jinete cuya única misión era traer todos los días agua fresca del mar para los caracoles, era la única forma de mantenerlos vivos hasta que encontrase a los reyes. Le habían dicho que Filipo y Adea se hallaban de camino hacia un lugar llamado Evia en la frontera de Macedonia con el antiguo reino de Épiro.
—¿Dónde está el rey Filipo? —preguntó al llegar a Evia al primer soldado con el que se topó. El hombre señaló un recinto en la mitad del campamento.
Filipo se encontraba solo, en la penumbra de la tienda real. Nimlot podía distinguir su cuerpo enjuto.
—Mi faraón —le dijo y se inclinó hacia el lugar donde se hallaba.
—¿Eres tú Nimlot? —le respondió Arrideo. El acento extranjero de Nimlot era reconocible para él en lugares y tiempos distintos—. La reina no está conmigo, acércate. Ella se halla con las tropas, si agudizas el oído la oirás rugir como un león a todos los soldados. Quiere ser a la vez amazona y reina. Su marcialidad no ha cambiado desde que nos encontramos la última vez en Menfis. Con esta, son ya tres las ocasiones en las que nos hemos visto. ¿Te habrás percatado de mi deterioro? Hay días que no puedo mover ni siquiera los labios para tomar alimento.
—Mi faraón —respondió Nimlot compungido. El rostro del rey había empeorado. Le habían dicho los médicos de Ábidos que debía apresurarse, los hombres como Filipo no vivían más allá de los cuarenta años, y él ya los había sobrepasado—. Traigo conmigo el remedio a tu enfermedad.
Filipo, postrado en una parihuela de campaña, levantó una mano y le indicó que se acercase todavía más. Nimlot cargó con sus bártulos y abrió primero la cesta para que viese la serpiente que dormía pacíficamente enrollada sobre sí misma, luego destapó la vasija e inclinándola, para que Filipo no tuviese que moverse, le enseñó los caracoles.
—Repugnante —respondió Filipo—. Es como si en Egipto decidieseis libraros de mí ya de una vez. Si no fueses tú el mensajero, desconfiaría. Dime Nimlot ¿me dolerá su picadura?
—Sí, mi faraón, te dolerá. Pero antes de que concluya el día estarás montando a caballo y dirigiendo tus tropas.
—Eso que me prometes es tentador, pero yo he vivido con este mal toda mi vida, he tomado todo tipo de pócimas y nada me ha curado. Me han quemado las plantas de los pies, me han hecho vomitar, me han sumergido en agua helada, obligado a beber aguas turbias y amargas; incluso me han cubierto con las cenizas de un volcán. Por no hablar de exorcismos en Babilonia, o de noches en vela bajo estatuas de monstruos o de mujeres que maltrataron mi cuerpo. Nada me queda ya.
—Si yo sufriese tu mal, probaría estos venenos antes que tú para convencerte. Pero en una persona sana significan la muerte.
Se arrodilló ante él y destapó la tapa de mimbre de la cesta, lo justo para que Filipo introdujese su mano. Notó cómo el cuerpo del rey se contraía con la picadura. Se echó hacia atrás en la parihuela y comenzó a sacudirse con espasmos suaves, parecidos a ondas de agua sobre un estanque.
Nimlot sufrió el dolor de Filipo, parecía que ambos participasen del mismo cuerpo. Era lo más extraño que había sentido nunca, el dolor compartido con otro hombre.
—Ahora debes de dejarte picar por los caracoles. Parecen inofensivos, pero esconden un arma dentro de su concha, un espolón largo y fino como una aguja de coser —le dijo agarrándole la mano.
Filipo ya no le oía, ahora se hallaba inmóvil boca arriba en la parihuela, parecía un mar en calma, olía a un bálsamo extraño. Al momento Nimlot lo reconoció: el aliento emitía el olor a tierra húmeda y al limo que dejaba el Nilo en su crecida, era demasiado extraño, ese olor sólo podía sentirse en Egipto.
El sacerdote se forzó a mantenerse sereno ante el estado catatónico de Filipo. Los médicos egipcios le habían advertido cómo sucedería la metamorfosis del rey. Debía apresurarse, Nimlot volcó con cuidado la vasija sobre el estómago del macedonio y los caracoles marinos cayeron sobre él. La tienda olía ahora a baja mar, el charco salado sobre el estómago de Filipo fue absorbido por su fina piel. Al quedarse sin agua, uno de los moluscos despertó de su letargo y comenzó a reptar perezosamente sobre el cuerpo de Filipo, buscaban un resquicio de piel donde picarle. Con la misma lentitud de movimientos, desplegó su arma secreta que salió de su pie viscoso y se clavó en la yugular, como si supiese que allí tienen los hombres su punto débil. El otro se introdujo por una de las mangas de su túnica y desapareció en las profundidades para clavar su espolón.
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