Ptolomeo, distraído con los galgos ignoraba que le observaban desde el ala de mujeres. No se hubiese percatado si no hubiese sido porque uno de los prendedores del peplo de Berenice reflejó la luz del sol y el reflejo se movió errante sobre el pavimento del patio hasta topar con los ojos de Ptolomeo. El macedonio bizqueó, se hizo sombra con una mano sobre la frente para poder ver bien e intentó adivinar quién estaba en la terraza del primer piso. Siempre había alguna mujer observando, vivía en el palacio de los mil ojos.
Antígona y su hija dieron un paso atrás para que él no se supiese observado y siguieron hablando protegidas por una celosía. Ptolomeo arrojó el búmeran de madera e impactó en el balcón donde estaban las mujeres, aparentemente parecía haber errado el tiro, pero ya manejaba lo suficientemente bien aquel palo de madera para apuntar y acertar.
—Sus generales le adoran —explicó Antígona a su hija. Tomó el proyectil del suelo de la terraza y prosiguió, ya sabía que Ptolomeo las había visto y jugaba a cazarlas como si fuesen pájaros. Pensó que esa noche en la cena le devolvería aquel juguete de caza a Ptolomeo con una pequeña sonrisa de reprobación. Tenían entre ellos cierta complicidad, en el fondo las travesuras de Ptolomeo la entretenían—. Puede emborracharse con sus hombres y le siguen respetando. Sin embargo, los egipcios están desconcertados con él. Le verás haciendo donaciones en todos los templos de Menfis, pero le tienen miedo, saben que está construyendo en Alejandría un puerto militar y un arsenal lleno de modernos navíos de guerra. Creen que ha venido para quedarse.
—¿Y tú qué piensas de él? —le preguntó Berenice a su madre.
—Que por supuesto ha venido a quedarse. ¡Cuidado con él! —le advirtió levantando un dedo inquisidor y moviéndolo de derecha a izquierda. Luego apuntó a su hija—. Si te señala a ti, tendremos problemas las dos. Es demasiado listo, nadie llega a ser gobernador de Egipto y conseguir que el reino no se rebele. Todos los generales de Alejandro viven en constante guerra menos él.
—¿Y qué ocurre con nuestra prima Eurídice? Me he dado cuenta de que sufre espasmos cuando él está presente.
— Necesita una confidente joven como tú, alguien que le dé seguridad. Eurídice siempre sintió gran admiración por ti. No le dejes que te cuente sus detalles íntimos con él, es aburrido y tedioso, terminarás por odiarla, te lo aseguro por experiencia. Puede pasarse horas hablando de algo que ella piensa que es amor. Nunca le confieses qué sucedió con Casandro, Eurídice adora a su estúpido hermano, y si osas revelarle la verdad, te expulsará del palacio de un puntapié, me lo prometes, ¿verdad?
Berenice asintió con la cabeza. Protegida por la celosía pudo ver cómo el gobernador de Egipto entraba en el palacio. Iba entonando las últimas estrofas de una vieja canción macedonia que se cantaba en las bodas antes de que los esposos se retirasen al tálamo nupcial. Pero Berenice también sabía que cuando los hombres fanfarronean solían cantarla para presumir de que iban al encuentro de una amante; no supo si Ptolomeo había elegido la canción al azar o si se reía de ellas.
Los galgos le siguieron y retaron a los gatos a su paso. Berenice pudo oír a los animales peleándose en el vestíbulo. Luego contempló a los galgos salir por la puerta del palacio y huir hacia un rincón apartado donde había una pequeña choza con comida y bebida. Los gatos se habían adueñado del palacio de Menfis, lo mismo que las damas de compañía de Eurídice del ala de mujeres.
—Y por supuesto, ocurra lo que ocurra, apártate de Ptolomeo y busca un marido entre sus generales cuanto antes. Sé, aunque no voy a decirte cómo, que los hay interesados en ti, desde tu primera noche causaste una buena impresión en el palacio. Tu luto ha pasado, y tienes tres hijos a los que hay que alimentar.
Luego llamaron a la puerta. Un esclavo pidió hablar con Berenice y le comunicó casi en un susurro un breve mensaje.
Berenice se volvió para decirle algo a su madre, pero las palabras se negaron a salir de sus labios. Encogiéndose de hombros abrió las manos en expresión de no saber qué hacer. El esclavo aguardaba tras la puerta.
Adivinando lo sucedido, Antígona le preguntó a su hija:
—¿Ptolomeo o Menelao?
—Ptolomeo —le dijo Berenice al oído a su madre recobrando el habla. Antígona cerró la puerta para que los oídos indiscretos del esclavo no supiesen sus planes.
Tapó los labios a su hija para que mantuviese silencio y le dijo:
—Ve y dile que volverás a Macedonia si te toca. Dile que yo me iré contigo. Dile que mañana relataré a su esposa que se ha acostado con muchas de sus damas. Bueno, no le digas eso, o díselo, haz lo que desees, basta que él sepa que su vida será un infierno, él lo entenderá. Pero ocurra lo que ocurra dile que no. No aceptes sus regalos. No creas sus mentiras. Hay una larga lista de mujeres que le creyeron. No he criado a una hija para que sea la concubina de un hombre, por muy gobernador de Egipto que sea. Ahora ve, enfréntate a él y recuerda todo lo que te he dicho.
Después le dio un beso y la abrazó. Se mordió los labios con los dientes mientras Berenice recorría el palacio hacia las habitaciones de Ptolomeo siguiendo al esclavo y a su antorcha. La noche había caído sobre Menfis sin que se diesen cuenta.
En un palacio tan habitado eran muchos los hombres y mujeres que transitaban los corredores. Para no dar que hablar, ya que la escoltaba un esclavo doméstico de Ptolomeo y si la veían sospecharían cuál era su destino, Berenice se cubrió prudentemente el rostro con el manto. Fue inútil, al cruzarse con Nicanor, éste la reconoció al instante.
El general estuvo a punto de hablar con ella, pero pensó que sería mejor hablar primero con Antígona. La madre de Berenice le recibió en ascuas.
—¿La ha llamado Ptolomeo verdad? —le preguntó el hombre a Antígona entrando en su dormitorio y abrazándola—. Sabías que sucedería, era inevitable. Ptolomeo no va a forzarla, no es de ese tipo de hombres. Se limitará a meter la mano en el estanque y ver si Berenice es un pez de los que huye o muerden. Le fascinan esos peces hermosos y gráciles que aparecen de vez en cuando en Egipto procedentes de Macedonia.
—Claro que no la forzará —le respondió Antígona—. Es el gobernador de Egipto, el compañero de Alejandro, el hijo de Lagos. Él ha conquistado el mundo, no necesita forzar a las mujeres. Se limitará a observarla de cerca. Le contará algún embuste para justificar que la ha llamado. Como bien has dicho le gusta saber qué pececillos nadan en su estanque, y mi hija es un pececillo dorado, ingenuo, joven e impresionable —para reafirmar sus palabras, se acercó a los animales del fresco, y demarcó, como momentos antes había hecho su hija, el perfil de oro de una carpa—. La que me preocupa es ella, no él. Berenice ha tenido dos declaraciones de matrimonio desde que ha llegado a Menfis, y las ha rechazado para mi disgusto. Me temo lo peor, he tenido una conversación con ella esta tarde, y aunque lo niega, sé que Ptolomeo la tiene fascinada.
Capítulo 7:
Diamantes o esmeraldas
Berenice fue abandonada a su suerte por el esclavo, que abrió la puerta de la estancia y la dejó en la semipenumbra de un dormitorio.
Al principio no pudo ver a Ptolomeo, sólo el atardecer en las ventanas. Se oía cómo las golondrinas piaban y se recogían bajo los aleros del palacio organizando un gran estruendo. Luego apareció él a su espalda descorriendo una cortina y portando una larga vara con la que fue encendiendo las lámparas colgantes de los candelabros de su dormitorio. Ni uno ni el otro se atrevían a hablar, era tan violento para ambos, que buscaron cuidadosamente las palabras, y cuando al final se decidieron, él le dijo:
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