Olga Romay Pereira - Bajo el cielo de Alejandría

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Bajo el cielo de Alejandría: краткое содержание, описание и аннотация

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Todo parecía augurarle un tranquilo gobierno al general Ptolomeo en el país del Nilo. Era dueño de un reino inmensamente rico, los sacerdotes egipcios parecían haberse sometido a él, y su aburrido matrimonio con Eurídice le proporcionaba alianzas políticas con los generales más poderosos de Grecia. Pero su feliz existencia se derrumba por dos repentinos acontecimientos: una mujer y la guerra. Berenice, la misteriosa prima de su esposa, aparece en la corte de Menfis al cuarto año de su gobierno. Es aceptada como dama de compañía y al carecer de dote y posición parece destinada a ser una concubina más del general. Por otra parte, la guerra arrastra al general y el pacífico reino del Nilo vuelve a ser ambicionado por los generales de Alejandro.Ptolomeo no se dejará arrebatar Egipto fácilmente, se propone gobernar el país del Nilo desde su nueva capital, Alejandría, donde construye el mausoleo de su amigo el rey Alejandro Magno, cuyo cuerpo trajo desde Babilonia y es su espíritu protector. Mientras los asesinatos van exterminando a la familia real macedonia, la prole de Ptolomeo es cada vez más numerosa, la ciudad de Alejandría más próspera y se convierte en el centro cultural del Egeo. A todo ello se enfrentará el general Ptolomeo en su lucha por dejar a sus hijos en herencia un reino próspero. ¿Pero cuál de sus hijos gobernará después de él? ¿cuál de sus madres tendrá mayor influencia sobre el corazón del viejo general? Ptolomeo, el macedonio que después de conquistar el mundo con Alejandro Magno, soñó con ser faraón y devolver el esplendor al país del Nilo.

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Al poco, el cuerpo de Filipo se contrajo en dos convulsiones. Gimió. Luego vino el silencio, incluso parecía que el griterío de las tropas había cesado. Nimlot comenzó a sudar, el rey hizo lo mismo. Volvían a estar en una extraña comunión del dolor, como si Filipo estuviese compartiendo la sangre con Nimlot reproduciendo en su cuerpo los síntomas terribles de aquellas picaduras.

Soportando el dolor, el sacerdote comenzó a implorar una oración a Path. Canturreó de rodillas las estrofas, inclinando su cuerpo hacia delante y hacia atrás con los brazos cruzados sobre el pecho.

Los caracoles volvieron sus cabezas y reptaron hacia él, y como si estuviesen embrujados por el cántico del sacerdote regresaron mansamente a su vasija. Nimlot sin dejar de cantar cerró la tapa y comenzó a pasear por la tienda alrededor de la parihuela donde su rey se consumía de sudor.

Esperó a su lado mucho tiempo. Entró Adea, que volvía de hablar largamente con el oficial de Casandro. Le reconoció al instante y le saludó. Luego, al ver a Filipo inmóvil pensó que había muerto, lo agitó y gritó. Nimlot la abrazó para calmarla, y obligando a que reposase su cabeza sobre sus hombros le explicó lo sucedido.

— ¿Se convertirá en un hombre? —le preguntó la reina.

—Ya es un hombre —le respondió Nimlot—. Siempre ha sido un hombre atrapado en un cuerpo agotado. Si todo va bien, antes de que anochezca montará a caballo a tu lado.

—¿Vendrá a ayudarnos Ptolomeo? —preguntó Adea.

—No me envía Ptolomeo sino el sumo sacerdote de Karnak, Petosiris. Casandro está en camino, él será tu ayuda.

Ella ya sabía por el oficial de Casandro que no debía presentar batalla a Olimpíade, pero lo que luego sucedió le hizo cambiar los planes.

De pronto Filipo abrió los ojos. Cerró los puños con fuerza una y otra vez, y tomando aliento se irguió en su parihuela hasta quedarse sentado. Como estaba descalzo, Nimlot se arrodilló a su lado y le puso con ternura sus sandalias.

—No, ponme las botas de montar —le respondió Filipo.

Al oír su voz, Nimlot lo supo. Supo que los médicos de Ábidos habían encontrado el remedio, aquella era la voz de un hombre sano y fuerte. Filipo apoyó su mano en el hombro del sacerdote y añadió:

— Trae mi coraza y mi yelmo.

Adea se quedó sin habla, pero le ayudó a ponerse sus armas. Se dio cuenta de que Filipo parecía medir mucho más de lo habitual. Su cuerpo, encogido la mayor parte de las veces, se erguía ahora soberbio. Era un émulo de su hermano Alejandro.

—Mi espada y mis grebas —pidió. Entre Nimlot y Adea pusieron las grebas en sus espinillas y la espada en el cinto. El rey tomó por sí mismo una de las lanzas de la reina y salió de la tienda. Vio a un jinete y le ordenó desmontar, se subió al caballo y con la lanza en alto ordenó que alguien le trajese un escudo. Las tropas se volvieron locas y le vitorearon llamándole Filipo de Macedonia.

Adea corrió tras él. El rey cabalgaba entre los batallones, que anonadados pensaban que el mismísimo Alejandro había vuelto de entre los muertos para combatir con ellos.

—Acabemos con esa bruja —gritó con la lanza de Adea en alto. Les ordenó ponerse en formación, y sin bajarse del caballo fue pasando revista al ejército. Supo al momento que las tropas eran insuficientes. Él había visto los enormes ejércitos que dirigía su hermano, y allí con un cálculo rápido, contó sólo cuatro mil hombres; oteó nuevamente y añadió otros mil soldados si podían considerarse como tales a los campesinos armados con hondas y lanzas que se les habían unido desde su llegada a Macedonia.

—La mataremos, y mañana pisoteará su cuerpo todo el ejército. Lo que quede de Olimpíade se lo daré a comer a los lobos.

Nimlot corrió hacia donde estaba Adea, que miraba a su esposo pasmada. La agitó por los hombros para sacarla de su ensimismamiento. La intentó convencer de que refrenase a su esposo, el egipcio no sabía nada de la guerra, pero si Casandro les había advertido de que le esperasen, sería imprudente hacer lo contrario. En definitiva, Casandro tenía experiencia en la batalla y los reyes ninguna. Atacar ellos dos solos, sería una muerte segura.

—Cállate de una vez sacerdote —le dijo ella empujándolo de un manotazo que le hizo caer. La osadía de que un extranjero le diese consejos, la irritó— ¿Qué sabrás tú de la guerra? Mi esposo es ahora un hombre, y debe cumplir su destino, reinar en Macedonia.

Capítulo 6:

El pez dorado

Después de varias estaciones en Menfis, Antígona encontró a su hija observando de forma distraída la pintura de la pared de su dormitorio: ánades flotando en un estanque lleno de papiros y peces dorados. La vio acercarse al friso y recorrer con la yema de sus dedos los perfiles de oro de los peces, ensimismada en la escena fluvial. Compartían aquel dormitorio desde que Berenice había llegado a Menfis, y sólo en raras ocasiones ambas coincidían en él, puesto que madre e hija no sentían la afinidad que une a las familias macedonias y puede decirse que discutían más que se amaban.

Aun así, Antígona apreciaba su compañía. Las demás macedonias la aburrían, y sólo Nicanor había logrado sacar de ella canturreos matutinos, que en Antígona significaban felicidad.

—¿Qué opinas de él? —le preguntó de pronto. Berenice se giró abandonando la escena del friso. Sabía que su madre le estaba preguntando sobre Ptolomeo, lo cual a ella le fastidió. Respondió lo que le vino en gana evitando una confesión:

—Reconozco que has conseguido lo imposible: que un hombre como Ptolomeo no haya despedido a nuestra prima Eurídice de un puntapié a los dos días de convivir con ella. Y no sólo eso, sino que haya engendrado cuatro hijos y cene con ella fingiendo ser el mejor de los maridos.

—No me has respondido —insistió Antígona—. Te he preguntado qué opinas de él.

—Me temo que nuestra prima Eurídice carece de inteligencia suficiente para saber que se ha casado con un halcón de bellas plumas acostumbrado a cazar presas más exquisitas que ella. Las demás macedonias hablan mucho en el gineceo, aunque podríamos llamarlo harén, me han puesto al corriente de sus correrías nocturnas. Nada escandaloso, supongo que Ptolomeo es más bien discreto. Dicen que tuvo una esposa a la que amó y que ahora vive en Atenas, recibe una pensión de dos talentos al año. Dos talentos es mucho dinero, eso le honra, un hombre que amó siempre ha de ser generoso.

Salieron al balcón y se asomaron entre dos celosías. En el patio de armas se hallaba el gobernador de Egipto recién llegado de una tarde de caza en el Delta. Jugaba con dos galgos a los que arrojaba un palo curvo que desplegaba una elipse en el aire. Nimlot le había enseñado a manejarlo y le había explicado cómo hacer volar un bumerán egipcio para cazar aves con él, pero Ptolomeo confiaba más en su arco para cazar y el bumerán lo dejaba para jugar con sus galgos.

—¿Te gusta algo de él? —preguntó Antígona a su hija. Intentó averiguar cuáles eran los verdaderos sentimientos de Berenice. Los ojos de su hija vagaron por el alero que daba sombra al balcón. Antígona vio su mirada perdida en las alturas y supo que Berenice iba a mentirle, desde niña tenía costumbre de mirar al techo momentos antes de inventarse una mentirijilla—. No me puedes negar que es un hombre atractivo. Todavía mantiene la frescura de la juventud.

—Es un hombre que puede tener a su alcance todo lo que quiera tan sólo con levantar un dedo y señalarlo, pero le he visto hacerlo con tanta elegancia que, los que le sirven no parecen sentirse ofendidos, sino que se esfuerzan en complacerle. Si me preguntas si me gusta algo de él, te seré sincera: nada, ya he estado casada con un soldado.

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