La transformación de los ciudadanos y ciudadanas, en tanto que usuarios y productores de la comunicación y la información mediáticas, en meras audiencias y consumidores, les niega la participación en la toma de decisiones y en la configuración de la cualidad de los contenidos mediáticos. Así, y a tenor de los datos y testimonios recabados por este tribunal, México aparece en nuestros días como un país sujeto a un modelo de comunicación mediática escindido por completo de los intereses y necesidades del conjunto de la sociedad, presentando no solamente un insoportable déficit democrático, sino imposibilitando el propio ejercicio de la ciudadanía.
Un modelo que ha abierto una enorme brecha entre el interés general en materia mediática y los intereses particulares de los poderes económicos y políticos del país, configurándose un escenario en el que la sociedad se ve despojada por completo de la comunicación y la información mediáticas.
El cuadro de colapso democrático total que afecta al ecosistema mediático y de la comunicación en México, y que se articula como una suerte de dictadura del modelo de acumulación capitalista imperante, encuentra en la alianza evidente entre poder mediático y poder político uno de sus factores fundamentales. Como ya hemos visto, se trata de una dinámica estructural anclada en el propio desarrollo histórico del país, en el que el régimen impuesto por ochenta años por el Partido Revolucionario Institucional (PRI) jugó un papel determinante en la formación de los medios de comunicación en México, permitiendo que fueran las empresas y los intereses económicos los que impusieran las reglas del juego y, paulatinamente, se apropiaran no solo de un bien público, sino de la propia vida pública del país.
La emergencia de TV Azteca en 1993 como fruto de la privatización de Imevisión, un espacio público de difusión, expresa de manera paradigmática la cualidad liberalizadora y privatizadora de la configuración del ecosistema mediático mexicano. No es casualidad que el actual duopolio que controla la comunicación mediática en el país se fraguara dentro de la dinámica general de reestructuración de la economía que desembocaría en la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) tan solo un año más tarde de la aparición de TV Azteca. Como resultado de esta dinámica las compañías mediáticas protagonistas del duopolio comenzaron a incursionar en diferentes sectores mediáticos más allá del ámbito televisivo, conformándose en conglomerados de medios que además de concentrar y acaparar la producción y distribución mediáticas en el país, así como incursionar en el mercado global mediante su participación en conglomerados mediáticos internacionales, han penetrado de manera determinante el sector de las telecomunicaciones.
Este desarrollo del sector de la comunicación mediática en México ha tenido en la alianza entre poder mediático y poder político su instrumento más característico, desplegando una racionalidad de constante intercambio entre ambas instancias de poder, a partir de un ejercicio de regulación política y de configuración normativa en favor de los intereses de las empresas mediáticas, que se ha visto correspondido con un flujo mediático e informativo continuo al servicio de los diferentes poderes políticos. Un bucle de monopolio político-económico de la esfera mediática que no solo imposibilita de manera extrema el desarrollo de la democracia, sino que afecta de forma determinante al ejercicio de los derechos humanos, bloqueando y vulnerando de manera evidente el derecho universal a la libertad de expresión, así como el acceso a una información veraz.
La gravedad del déficit democrático y de vulneración sistemática de los derechos humanos en materia de comunicación e información mediáticas, encuentra en el problema de la violencia uno de sus elementos de mayor intensidad.
En el contexto de una destrucción generalizada del tejido social del país, el ecosistema mediático y de comunicación se ve afectado de manera alarmante y dramática por una violencia que posee un carácter dual: por un lado, una violencia directa contra la libertad de expresión y de información que toca de manera más dolorosa a los profesionales del periodismo y a los ciudadanos que participan del denominado tercer sector de la comunicación, fundamentalmente iniciativas de comunicación social de naturaleza comunitaria; por otro lado, una violencia simbólica que impone un discurso, unas narrativas mediáticas y unos imaginarios que diseminan en la sociedad valores, formas de subjetivación, modos de vida e inclinaciones éticas, en definitiva, una cultura, afín al modelo económico imperante y a los regímenes de existencia que este impone.
En el primer caso, el de la violencia directa contra comunicadores, medios y trabajadores de la información, la situación se presenta como insostenible y de una gravedad extrema. La responsabilidad de los poderes públicos en este clima generalizado de violencia se pone de manifiesto de manera estructural por la implicación, por acción u omisión, de las diferentes instancias del Estado, desde el gobierno de la nación, a las diferentes administraciones federales, el poder judicial o las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado.
Tal y como se ha señalado en páginas anteriores, el clima de miedo e impunidad en el que se opera la violencia contra periodistas e informadores impone, además, un régimen de censura y de autocensura que establece auténticas zonas de silencio informativo en el país. Todo en un ecosistema profesional caracterizado por una limitada capacitación de periodistas, una falta manifiesta de profesionalización y unas relaciones laborales de marcado carácter precario e inestable.
A esta violencia directa contra los informadores y la libertad de expresión, hay que sumarle la existencia de una práctica mediática de violencia simbólica y de producción de lo sensible que atenaza y encierra la producción y circulación de imaginarios acorde con el modelo cultural hegemónico ligado a los intereses de las élites económicas y políticas del país. Los formatos mediáticos de entretenimiento y las narrativas de ficción ocupan un lugar determinante en esta producción hegemónica de imaginarios que se ancla en la práctica de una constante violencia simbólica que marginaliza y silencia toda forma de subjetivación alternativa y todo ejercicio cultural de disenso.
El formato de telenovela, en cuya producción el duopolio Televisa-TV Azteca aparece como referente mundial, constituye en México uno de los fenómenos que de manera más plástica y precisa expresa la cualidad de imaginarios y formas de subjetivación a las que nos referimos. Un formato televisivo que, más allá de su hegemonía discursiva y económica en el campo mediático, demuestra su relevancia simbólica en un país cuyo presidente ha contraído matrimonio con una de las estrellas más importantes del panorama de la telenovela.
Un dato de especial importancia en el cuadro de doble violencia, directa y simbólica, que caracteriza al ecosistema mediático y de la comunicación en México viene representado por el caso particular de la violencia contra las mujeres. Desde 2002 a 2013, tal y como hemos expuesto con anterioridad, se han registrado y documentado 180 casos de violencia contra mujeres periodistas. El asesinato de la informadora Regina Martínez en 2012, expresa de manera sintética la cualidad patriarcal de la relación de las autoridades mexicanas con el problema de la violencia contra las mujeres informadoras, a partir de un proceso judicial altamente psicologizado y caracterizado por un tratamiento vejatorio de la víctima. Al mismo tiempo, el plano de la violencia mediática de carácter simbólico subraya la apuesta constante por narrativas y contenidos que convierten a las mujeres en objeto de discursos conservadores y patriarcales.
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