Sergio Expert - Explosión de vida
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Ese año tuve mi segundo encontronazo con la fatalidad. Volvíamos de San Isidro con Memo por Avenida del Libertador camino al centro en el Renault 12 de su tía Betty. Esa avenida se hacía mano a Capital los domingos para que la circulación fluyera. Íbamos por un carril de la izquierda y, al llegar a una esquina, vimos un auto detenido en el medio. Sin previo aviso, arrancó y terminó de cruzarla. Memo pegó un primer volantazo para evitar chocarlo. Pero esta maniobra nos llevaba directo hacia las enormes tipas que había en la vereda. Dio el segundo golpe de volante y el auto empezó a derrapar. Comenzaron a levantarse las ruedas derechas y con el impulso de la velocidad volcamos. Así, de campana, el Renault de la tía Betty quedó atravesando la Avenida del Libertador de derecha a izquierda. No sé cuántos metros habremos recorrido hasta que nos chocamos contra el cordón. Fue un momento de mucha tensión. Parecía todo en cámara lenta. Era como si estuviéramos mi alma y yo surfeando el asfalto. Con los ojos cerrados esperaba el ruido del desenlace fatal que por suerte no llegó.
Cuando el auto se detuvo, Memo y yo nos miramos y al verme pálido me preguntó:
—¿Estás bien?
—Sí, creo, ¿y vos?
—También. ¡Salgamos ya de acá!
Pateando el vidrio astillado, salimos por el hueco del parabrisas. De milagro ninguno de los dos tenía un solo rasguño. Ni siquiera estábamos atados, no llevábamos puestos los cinturones de seguridad. Lo primero que hizo Memo fue salir corriendo a buscar al auto que se nos había cruzado. Era una Ford rural verde o gris, y ya se había ido. Entonces no tuvo mejor idea que ponerse a gritar: “¿¡Testigos, testigos!?”.
Yo me cagué de risa. Hasta el día de hoy lo sigo cargando con eso. No sabíamos si reír o llorar. El auto de la tía Betty estaba destrozado, ¿con qué cara se lo íbamos a devolver? De pronto vimos a Guillermo Spangenberg, para nosotros “Spider”, bajar del colectivo 168. Al reconocernos, quiso saber qué nos había pasado. Al poco tiempo apareció Pedro Grehan, jugador del CASI, quien nos llevó en su auto a la comisaría, que quedaba a pocas cuadras. Curiosa y lamentablemente estos dos amigos que nos encontraron y ayudaron esa noche ya fallecieron. Pedro, en el atentado contra las Torres Gemelas, en 2001, y Spider, mientras corría los diez kilómetros de Adidas en 2004.
Una vez que confirmamos que los dos estábamos bien, la preocupación de Memo por el auto de la tía Betty fue en aumento. Estaba hecho mierda. Iniciamos los trámites de la denuncia y en una pausa aprovechó para llamarla desde un teléfono público. La conversación desde la comisaría fue en inglés debido a que la seriedad de la situación ameritaba el uso de su lengua materna.
—Hola, Betty, tuvimos un accidente, no te preocupes que estamos bien, pero el auto está destruido.
—…
—¿Betty? —preguntó Memo después de unos largos segundos de espera.
—Gracias a Dios están bien. No te preocupes por el auto, la compañía de seguros se va a ocupar. Volvé a tu casa lo antes posible, descansá y mañana vemos —dijo en tono amoroso.
Memo me miró y colgó con cara de alivio. Nos sorprendió lo bien que había reaccionado Betty. Una genia. Terminamos de hacer la denuncia y fuimos a Olivos a devolver el auto con el techo aplastado, sin luneta ni parabrisas. Pasamos a ser el foco de atención de todos los que circulaban por allí.
En noviembre, después de mi experiencia laboral fallida, acepté una nueva changa. Esta vez, con Juan Pablo Zervino “la Vaca”, mi compañero de primera línea y de muchas batallas en el scrum . Nos ofrecieron repartir credenciales de la prepaga Omint y, como se acercaba la gira a Nueva Zelanda, decidimos tomarla sin dudarlo. Ganábamos un austral por cada sobre entregado, y cuando se trataba de correspondencia para el interior, íbamos al correo y la enviábamos por treinta centavos, así que igual ganábamos la diferencia. Repartimos todos los sobres por la Capital y zona norte. Nos movíamos en el Citroën 3 CV que teníamos en casa. Era multicolor, casi todo amarillo, con un guardabarros azul y otro gris. Fue una experiencia muy divertida.
En enero de 1986 nos fuimos a Punta del Este con la Vaca. Como el departamento de mis padres estaba alquilado y yo no tenía un mango, me colé en la casa de su padrino. Se llamaba El Rincón del Indio y era muy famosa. Nos tocó dormir en la parte de servicio, al lado de la cocina, y la heladera estaba siempre llena. Había cancha de tenis y una enorme pileta, era un lugar alucinante. Me encontré con muchos amigos que había conocido en veranos anteriores. Nunca faltaba gente, siempre había alguien que se sumaba a la banda. Las tocatas con Fede Chientaroli y el Yuyo Schlusselblum en La Olla eran inolvidables. ¡Fueron épocas increíbles, hasta se gestaron varias leyendas!
La gira
Al volver de las minivacaciones, mi principal prioridad y la de mis amigos de la zanja era entrenar fuerte y prepararnos para la gira. Entrenábamos muchísimo. Nos concentrábamos y hacíamos las cosas bien. Lo que se venía era grandioso y teníamos que estar a la altura. Serían veinte días en los que la única responsabilidad iba a ser jugar al rugby, lo que más me apasionaba. A decir verdad, estaba por vivir uno de esos momentos que te quedan guardados para siempre. Mucho rugby, amigos, salidas y chicas. Cuando finalmente llegó el día, subimos al Jumbo de Aerolíneas Argentinas. Pantalón gris, saco con escudo bordado, corbata especialmente confeccionada y zapatos. Todo muy formal. Éramos en total noventa personas. El plantel superior, la Menores de 21 y la Menores de 19, la mía. El vuelo era Buenos Aires – Auckland, pasando sobre la Antártida, pero con una parada obligada en Río Gallegos a cargar combustible. Al llegar a tierra maorí, no todos hacíamos el mismo recorrido. Plantel Superior y M19 por un lado y M21 por otro. Lo disfruté minuto a minuto, lo tengo grabado en mi mente y en mi corazón. Se podrán imaginar el nivel de adrenalina. De no creer. Fue el mejor viaje en grupo que hice de joven.
Nos divertimos, jugamos rugby y chupamos mucho. Los latinos tenemos una energía especial, un carisma distinto, y eso sin lugar a duda hizo la diferencia. Uno ganaba con las chicas de ese lado del planeta. Tuve experiencias muy divertidas e inolvidables, que por lo general se dieron después de los terceros tiempos. Después del primer partido en Auckland, en el bar del club había un tipo grandote jugador de la primera del SIC hablando con una rubia. Yo era un humilde jugador de M19 pero, a diferencia de él, sabía inglés. Empecé a hablarle al oído a la neozelandesa. Después de un par de risas y miradas cómplices, me retiré del lugar, ya que mi vida corría peligro. Al rato ella se me acercó y me propuso irnos a su casa. Yo no lo podía creer. Nos fuimos con otro jugador del plantel superior y una amiga de mi nueva compañera. Anduvimos como media hora hasta llegar. Quise tomar distintas referencias por si teníamos que volvernos al hotel por nuestros propios medios. No hubo caso. No supe si fuimos al norte o al sur, si estábamos lejos o cerca del mar. Cuando finalmente llegamos, empezamos con unos tragos en la cocina y después cada uno fue a lo suyo. Pude desplegar un inglés no tan fluido pero efectivo. Conversamos y, cuando nos trabábamos, el lenguaje corporal y el de señas fueron de gran ayuda. Nos reímos de las miradas y las breves palabras en el bar antes de concretar la cita. Y por suerte, nos llevaron de regreso. Antes de bajarme, nos besamos y nos prometimos volver a vernos. Eso nunca sucedió.
Pero esto no fue todo. Al parecer, el carisma latino me iba a seguir acompañando por un tiempito. En otro tercer tiempo, empecé a coquetear con otra chica. Mientras charlábamos, los besos no se hicieron esperar. Me propuso ir a su auto, cosa que acepté sin dudar. La chica me había encendido desde el primer momento. Una que vez llegamos al estacionamiento, noté que su auto era recontra chiquito. En plena acción me dio un tremendo calambre en una pierna. La blonda no paraba de reírse mientras intentaba ayudarme. Gracias a eso pudimos terminar lo empezado, no sin dejar de reírnos.
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