Luego de la firma de acuerdos entre distintos organismos representados por los presentes, se dio por inaugurado el Tercer Congreso Internacional de Valores por la Paz. Tuvimos que retirarnos del auditorio central para ir a un sitio especialmente preparado para la foto oficial. Hubo corte de cinta y más de treinta y cinco grados al sol.
Había tres lugares destinados especialmente a las conferencias, además de varias pantallas gigantes ubicadas afuera para que las más de dos mil personas presentes pudiesen disfrutar de la jornada. El auditorio central albergaba a setecientas personas aproximadamente; el SUM, unas doscientas, y la sala audiovisual, un poco menos, ciento cincuenta. Un tremendo evento y un espacio armado para ello. Mi charla estaba prevista para el mediodía en el auditorio central, así que mientras se desarrollaba la conferencia anterior, pude probar el video que proyectaría. Después de varios intentos, finalmente se pudo descargar. A pesar del susto, todo estaba quedando en orden.
Antes de iniciar mi exposición vinieron periodistas de un medio televisivo de Culiacán para hacerme un breve reportaje. Luego, me presentaron a Dalia, con quien conversamos un poco para distenderme y arreglar los últimos detalles. Era casi la hora, pude espiar y notar que el auditorio estaba con muy poco espacio vacío. Sentí nervios. Dalia me presentó: “Con ustedes, Sergio Expert, licenciado en Administración de Empresas de la Universidad de Buenos Aires. Orador, conferencista y consultor independiente, actualmente lidera Explosión de Vida, dicta talleres y capacitaciones a partir de su historia de vida”.
Y aquí vamos…
Viernes 11 de julio de 1986, nueve de la noche. Invierno. Frío tremendo.
“¡Feliz cumpleaños!”, le digo a mi amigo de la infancia Enrique “Cachua” Casares y lo abrazo fuerte.
Entro y veo que ya somos seis los que dimos el “presente”. Es que nadie se quiere perder un asado de Cachua…
Por lo visto, tuvo que mudar el asado a la chimenea de piedra del living . Es que el frío está bravísimo. Enrique tiene una parrilla portátil que usa como back up . El tipo está en todo. Como a esa parrilla le falta una pata, Cachua suele usar un adorno de metal para estabilizarla.
El asado está a pleno. Charlamos, nos reímos, la estamos pasando genial.
Aproximadamente a las nueve y media un tremendo estallido se apodera de todo. El living se llena de humo y de destellos. Estoy aturdido, no entiendo qué está pasando. El humo no me deja respirar. Quiero salir corriendo pero no me responden las piernas. Siento la garganta cerrada. Escucho gritos… no sé de dónde provienen. Un zumbido muy intenso presiona mi cabeza. Un calor insoportable me envuelve.
Nuevamente intento levantarme, quiero ver si todos están bien, pero no logro mover las piernas, ¡no las siento!
Con los codos avanzo arrastrando el cuerpo entre escombros, vidrios y pedazos de madera. Afuera el humo no es tan denso. Creo ver movimiento a mi alrededor. Los gritos no cesan.
Recuerdo que éramos siete en el asado, éramos siete. Empiezo a decirlo en voz alta, una vez, otra vez. Necesito saber si están bien. Tengo que hacer algo. No puedo dejarme vencer. No quiero morirme. No quiero morirme, Dios…
Estoy terriblemente agotado, no doy más, pero tengo que mantenerme alerta, tengo que estar despierto. Alguien se me acerca, me habla. Le digo mi nombre, le pregunto por mis amigos. “¡Éramos siete adentro!”, le digo. Escucho las sirenas a los lejos. Vienen para acá. Sin tener noción del tiempo, sólo sé que me suben a una camioneta y escucho que vamos al hospital.
En ningún momento supe qué había sucedido. Cómo habíamos pasado de estar compartiendo un asado a salir volando por los aires, aturdidos por ese ruido ensordecedor y luego, el silencio desolador de la tragedia.
Tiempo después y tras las pericias respectivas, se determinó que había detonado un proyectil. Ese “adorno” metálico era una bala de cañón de la Segunda Guerra Mundial comprada en un chatarrero. En su coraza aún contenía trotyl (trinitrotolueno, TNT), un compuesto químico explosivo. Ese artefacto decorativo que en incontables ocasiones había sostenido la parrilla fue lo que tiñó de fatalidad aquella jornada.
La explosión dejó un boquete de casi un metro de diámetro en la pared del living y uno aún más grande en nuestros corazones.
I feel lucky today / Hey look at that, man /
Do you want to get rocked?
[Me siento afortunado hoy. /
Ey, mirá eso, loco. / ¿Querés rockear?].
DEF LEPPARD, «Let’s get rocked».
Nací el 10 de agosto de 1966 de la unión de dos grandes. Mi padre Michel y mi madre Juana Molina Salas, que lograron un increíble matrimonio criollo-belga. Soy de Leo, un gran remador que no se rinde fácil y muy entusiasta de la vida. Mi madre siempre dijo que fui el hijo de la vejez. Esto, porque nací siete años después de mi hermana Inés, nueve después de Florencia y diez después de mi hermano Jean. De manera que siempre fui “el gordo”, “borrego” o “Sergín” (odiaba y odio ese último apodo). Bastante mimado dicen todos, aunque no lo recuerdo particularmente. Más bien creo que, al haber tenido tres hermanos mayores, tuve bastante más libertad que la que habían tenido ellos. Sí me acuerdo de haber sido muy malcriado por mi hermana Florencia, “Flopi”.
Mis abuelos paternos, Louis Expert y Jeanne Pollet, vinieron en barco desde Bélgica en 1951 junto con mi padre, su único hijo. Ninguno de los tres sabía castellano y mi padre era muy joven. Llegaron al país porque mi abuelo había sido trasladado a la sucursal del Banco Ítalo-Belga en Buenos Aires. Se instalaron en Acassuso, en plena zona norte, después de deambular un poco por varios lugares y elegir dónde empezar su aventura en tierra argentina.
En honor a mi abuelo materno, Sergio Molina Salas o “Tatita”, me llamo Sergio. Era muy machista, no podría sobrevivir a la sociedad actual, un hombre patriarcal. Divertido a su manera, sarcástico y muy inteligente. Arquitecto, gran lector, trabajaba también como profesor de francés nada más ni nada menos que en el Colegio Nacional Buenos Aires. Entre otras cosas, no sabía manejar y su mujer, mi abuela, era quien debía conducir el Buick negro que tenían. Se llamaba Esther Etchart y le decían “la Rusa”. Timbera como pocas. A partir de las cinco, casi todas las tardes se jugaban partidos de generala en su casa, y que nadie se atreviera a interrumpir. ¡Cada participante debía llevar su cubilete y sus dados! Ella me enseñó que la doble generala se hace únicamente con seis o ases. Mis hermanos y yo somos muy timberos también. Nos gusta divertirnos, compartir y competir. De algún lado tuvo que haber salido nuestro gusto por las cartas, los dados y la timba en cualquiera de sus formas. De ahí que cada vez que juego a algo quiero ganar, soy competitivo, nunca juego a menos, aunque después, si pierdo, no me importa tanto. Tengo un tatuaje de los cuatro palos de cartas francesas, cada uno representa a un personaje familiar. Mamama —así le decíamos nosotros— murió jugando a las cartas, y para ella debe haber sido un honor haberse ido de este mundo de esa manera.
“Tatín” o Inés, la hermana menor de mamá, fue una persona extraordinaria. Muy esotérica, espiritual, leía muchos libros de magia blanca, creía en la reencarnación, en Buda y en una infinidad de cosas. De hecho, fue la primera persona en regalarme un libro que me inició en las cuestiones espirituales, uno de Alice Bailey. Siempre tratando de abrir mi mente, jamás desde la obligación. Recalcaba mucho la importancia de ser buena persona, de ser correcto. Su relación conmigo y con mis hermanos siempre fue muy fluida. A Ester, hermana mayor de mamá, solo la conocí por cuentos, ya que falleció en un accidente cuando manejaba su MG convertible, en 1972. Era excéntrica y toda una playwoman para la época.
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