Sergio Expert - Explosión de vida

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Un día cualquiera. Reunión con amigos y sucede lo impensable, algo que cambia la vida para siempre. El libro de Sergio es una historia irresistible, que cubre con gran claridad y certeza cómo el cuerpo y la mente responden a una crisis terrible que nos modifica. A pesar de los obstáculos, Sergio transformó su vida y ahora, con una rebosante porción de optimismo, nos enseña e inspira a valorar cada minuto de vida. Un libro que hay que leer.

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Mi abuela Jeanne Pollet era muy sociable. Una vez instalados, empezó a averiguar dónde podrían conocer gente. Le sugirieron que fueran al Club Náutico San Isidro, ya que al vivir en Acassuso era un lugar cercano. Una vez admitidos, a mi abuela se le ocurrió investigar quién hablaba francés, porque el castellano era un idioma muy difícil para ellos. Y adivinen qué: mi abuelo, el famoso Tatita, su mujer y sus hijas lo hablaban a la perfección. El particular matrimonio belga había encontrado entonces con quién hablar fluidamente su lengua materna. Allí empezaron los primeros encuentros entre mi madre y mi padre. Contaba mamá que al principio el gringo le parecía un plomo. Menos mal que mi viejo era de remar duro, una característica que sin lugar a dudas heredé. Poco a poco, y después de un trabajo arduo, el belga se ganó el corazón de mi vieja. Una vez que se pusieron de novios y la relación se fortalecía día a día, mi padre tuvo que irse a prestar el servicio militar obligatorio en la Alemania de la posguerra, en 1952. Mamá lo esperó por dos años y, cuando finalmente papá volvió, decidieron casarse el 20 de mayo de 1955 en la Catedral de San Isidro.

Como dije, de mis hermanos el primero en nacer fue Jean. Al año siguiente vino Florencia y por último Inés, dos años más tarde. Parecía que la familia estaba completa, pero no: después de siete años, el 10 de agosto de 1966 aparecí yo. Al mejor estilo de “unas de cal y unas de arena”, cuando le dijeron a Jean de mi llegada también lo nombraron padrino para que no se sintiera desplazado. Se emocionó un poco y con apenas diez años juntó sus ahorros y me compró una cruz para el bautismo. Mis otras dos hermanas lo tomaron como lo más natural del mundo.

Cuando nací, mi familia vivía en San Isidro, puntualmente en Avenida del Libertador, pleno barrio histórico con adoquines y frondosas tipas, muy cerca de la catedral. Vivíamos en un PH al fondo del que no tengo muchos recuerdos. Dicen que Jean me llevaba al jardín de infantes de la mano, no sin antes pasearse por el colegio donde estudiaba mi cuñada Ana. En realidad me usaba para chapear. Después nos mudamos a nuestra casa en La Lucila, donde viví hasta que me casé, en 1993. Allí es donde están mis más gratos recuerdos de infancia y adolescencia. Quedaba en Moreno 419. En la planta alta había un cuarto principal para mis padres, un segundo que compartíamos con mi hermano Jean y un tercero donde dormían las chicas. En la planta baja había un living , comedor, cocina, patio y un pequeño estar. Este último espacio sería testigo de infinidad de historias fuertes y momentos de felicidad. Si bien mis hermanos eran bastante más grandes y no teníamos muchos juegos y actividades en común, fueron ellos quienes me iniciaron en la música. Jean era fanático de los Beatles, a las chicas también les gustaba el rock. Gracias a ellos empecé a conocer a Genesis, Yes, América, Rod Stewart, Elton John y Supertramp. Mi amor por la música empezó desde muy chico.

La relación que tenían mis viejitos entre ellos es, para mí, lo mejor que a uno le puede pasar. Papá era quien proveía y mamá quien se encargaba de que todo funcionase bien en la casa, algo corriente en aquella época. El engranaje que tenían como pareja funcionaba súper bien. Se entendían, siempre atentos a lo que necesitaba el otro, y eran muy buenos compañeros. Les gustaba hacer programas con amigos y tengo el claro recuerdo de que cada vez que salían, lucían impecables. Lo suyo fue realmente un gran amor. Y hablando de esto, el amor que me dio mi viejita linda fue una de las cosas que me sostuvieron, me sostienen y me sostendrán. Asimismo, los consejos de mi padre fueron los que me moldearon, los que me forjaron. Consejos desde un amor profundo, pero no de contacto físico. Hoy en día hay más besos y abrazos entre padres e hijos. El nuestro era de poco contacto pero no dejaba de ser muy profundo. Simplemente era distinto.

De muy chiquito, cuando íbamos al Náutico, yo nadaba en la pileta, jugaba en el arenero o me iba a hablar con los capataces mientras descansaban, así era como me divertía. Mis padres intentaron que aprendiera a navegar en Optimist, un velero pequeño, pero nunca pude hacerlo bien. Creo que el respeto y el cagazo que le tengo al agua vienen de esa experiencia fallida. Otro de los planes clásicos de fin de semana era ir a almorzar a la casa de mis abuelos maternos, en Martín y Omar 734, pleno San Isidro. La comida que más recuerdo y la que más me gustaba eran los ravioles de verdura con salsa de tomate. El postre, ciruelas secas con crema. Yo era el más chico, así que tuvo que pasar un tiempo considerable antes de que pudiese sentarme en la mesa de los grandes. Así y todo, lo disfrutaba.

Navidad era una fecha muy importante para nosotros. Aunque nuestra forma de festejarla era un poco distinta, o más bien bastante europea. Comíamos temprano y entonábamos una canción en francés llamada “Gloria”, seguida de una pequeña plegaria de agradecimiento entonada por papá. Recién ahí, y mucho antes de las doce de la noche, se abrían los regalos. Era una fecha muy especial. A mí por lo menos me trae recuerdos de una infancia y una juventud gratísimas. Actualmente, después de tantos años, seguimos con la misma tradición, cantando y rezando en familia. El año nuevo era diferente. Tenía mucha menos relevancia que la Navidad, comíamos y se abría un champán, después no había mucho más. Cada uno era libre de hacer el programa que quisiera.

Jean se fue de casa en 1978, muy joven. Se casó con Ana, su novia de toda la vida. Para mí, Jean siempre fue con Ana. Ella es una persona entusiasta, luchadora, incondicional y con buen humor. Inés se casó en 1984 con Martín, un petiso muy divertido y ocurrente, con el que siempre tuvimos muy buena relación. Florencia se casó con Enrique en 1985. Un tipo buenísimo, con un corazón muy grande y con un carácter tremendo.

Banda de La Lucila

Estudié en el Colegio San Juan El Precursor desde el jardín de infantes hasta quinto año. Delantal gris en primaria, amigos y pasarla bien. No tuve sobresaltos en esta época. De bien chico jugaba mucho a los soldaditos, a la guerra, a los indios y cowboys y mis compañeros de aventuras eran Santi Cordeyro y Juan Racedo. No era habilidoso para jugar a la pelota, por eso no me invitaban a participar de programas que incluyeran actividad física, pero no me importaba mucho porque tenía cómo divertirme. El juego de los soldaditos era muy importante. Papá me contaba historias de cuando él vivía en Bélgica con sus diez años y los nazis habían invadido y ocupado Amberes. Fueron cinco años muy duros hasta que finalizó la guerra. Sus relatos narraban cómo tuvieron que racionar las comidas, vivir en una casa con todos los vidrios de las ventanas rotos por los bombardeos. Y sentía un puñal clavándose en el corazón cada vez que veía a las tropas nazis desfilar por su pueblo. Tuvieron que emigrar por un tiempo al sur de Francia, hasta que finalmente pudieron volver en 1944. De ahí mi gran interés en el tema bélico. Estos juegos me nutrieron y me enseñaron mucho. Hay muchas cosas de la Segunda Guerra Mundial que sé precisamente porque jugué a los soldaditos. Tenés que saber para jugar, y cuando jugás, siempre tenés que hacerlo en serio. Tuve una muy linda infancia.

A los diez años Jean me llevó al San Isidro Club (SIC) a jugar al rugby. Este fue un suceso maravilloso que me cambió la vida. De ahí en más mis sábados pasaron a ser días de rugby. Ese año mi división fue la novena y mi entrenador, Pedro Lawson. En ese momento empezó mi larga y estrecha relación que mantengo hasta hoy con el club de mis amores. Esos colores que me identificaron para siempre: celeste, negro y blanco. Crecí dentro de esos valores que nos inculcaron y que nos moldearon como personas: trabajo en equipo, respeto al otro, disciplina, compromiso, dar siempre lo máximo en cada actividad y no bajar los brazos. Cuando empecé a jugar mi físico no era propiamente el de un gran atleta. Era gordito y no tenía buena estatura. Entrené por primera vez en la cancha número dos del SIC, con una camiseta blanca, pantalón del colegio y medias del Ajax de Ámsterdam. Al verme, los entrenadores me indicaron que fuera junto a las forwards. Ahí comenzó mi recorrido por el deporte más lindo y noble que tuve la suerte de jugar por casi diez años, y que me sigue acompañando.

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