Jairo Osorio Gómez - Tan buena Elenita Poniatowska

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El nuevo libro de Jairo Osorio recoge, en su mayoría, una selección de apostillas publicadas en prensa escrita, entre los años mil novecientos noventa y nueve y dos mil diez. Cuarenta textos de crítica literaria que hablan del gusto del autor, pero también de las broncas y los pesares con que llenan al mundo los malos hombres; escritos con el esmero y la pasión que caracterizan su prosa, a partir de intromisiones en libros proscritos de altillos olvidados.

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Exaltado con el Premio Nobel por su fidelismo y su izquierdismo –dijo cierta crítica internacional en su momento–, derrocha ahora esos réditos sobre los gobelinos palaciegos de la derecha y en los pasadizos oscuros de los regímenes más retardatarios del Continente. Fidel Castro no debe estar jubiloso.

“Núñez buscó el Poder como venganza. Holguín, como un lujo. Caro, como un orgullo. San Clemente, como un honor”, dijo José María Vargas Vila. Cabe agregar hoy, en ese listado lapidario de posesos, que García Márquez lo busca para su autocomplacencia.

El escritor no puede sacrificarse en aras de la vanidad. García, con ese apego político y oportunista, salva su ambición de hombre, pero no la dignidad del creador. El acto de adherir a un candidato que ni siquiera lo ha leído, y ubicado en el otro extremo del espectro ideológico del novelista, sólo habla de su pasión desenfrenada por el trono.

No toda gran obra se identifica con el hombre que la escribe. “En el alma de todo mercenario duerme un traidor”, acusó “El Divino” Vargas Vila. Esa es la gran debilidad y peligro de quien persigue siempre a los soberanos y poderosos. La flaqueza es típica del artista, que necesita nutrirse; el intelectual tiene más arrojo, más reticencia a la hora del requiebro con un amo. Y García Márquez es un reportero, no un pensador 3. La diferencia es abismal: el periodista no tiene Partido, tiene pauta.

García Márquez es un adulador, es un quitamotas de todas las potestades y eso lo desvirtúa como individuo. Lo arroba el poder. Camina detrás de los presidentes para oler el incienso de los privilegios, para encerarse con su tufo. Si quisiera a Colombia le hubiera prestado mejores favores. Por lo menos, la mitad de todos los que ha recibido de la Patria.

En suma, escribe como un hombre, pero actúa como un cortesano.

Fastidiando a Borges 4

1

En el libro Fervor de Buenos Aires , Borges apunta en el prólogo a la edición de mil novecientos sesenta y nueve, algo que parece común a los muchachos de todas las épocas: la timidez, y el temor “de una íntima pobreza”, que trataban, tanto en esos días como en mil novecientos veintitrés –cuando escribió el libro–, de “escamotearla bajo inocentes novedades ruidosas”. En aquel tiempo, dice Borges, “buscaba los atardeceres, los arrabales y la desdicha; ahora, las mañanas, el centro y la serenidad”.

Los jóvenes de mil novecientos setenta y ocho no sólo éramos tímidos. También padecíamos de la íntima pobreza de no saber nada; incluso, entiendo que la disimulamos con escandalosas naderías y mucho de barriadas y sano noctambulismo, como lo permitía el Medellín de entonces. En esos tiempos creo que únicamente nos faltó la desdicha.

Cuando el escritor arribó a la ciudad, a finales de noviembre de aquel año, un puñado de amigos que conformaban ya un clan borgiano, tenía al autor por otro de los grandes de la literatura universal. Yo apenas lo había leído en tres o cuatro de sus libros, y en algunos artículos de prensa, suficientes para empezar a referenciar su nombre en el pedestal de los preferidos. La rigurosidad y el arrojo de los adjetivos de su prosa le ganaban mi admiración juvenil, sin comprender por esos días el prodigio estético al que nos arrimábamos. El atrevimiento, a veces el descaro, obró por nosotros.

El anciano ilustre atravesando las calles de la todavía provinciana Medellín, luego caminando por las rúas empedradas y polvorosas de Cartagena de Indias, soportando tangos mal cantados a media noche y la zalamería de una treintena de curiosos que creyeron demostrarle así la piedad con la que acogían sus textos, el agobio del Poeta por el alboroto del parrandón nocturno, organizado a propósito de su visita y que le obligó a decir lastimeramente, al oído del anfitrión antioqueño: “pero, alcaide, ¿qué hice yo para merecerme esto?” (Doy fe de la expresión en su boca), fueron instantes que viví a su lado, durante los tres días que estuvo en Colombia, más por curiosidad de adolescentes que por la convicción de su gloria inmortal.

A los veinte años no se puede ser inteligente. A lo sumo, temerario. Encontrarse con Borges a esa edad fue un desperdicio. “Un hombre trabajado por el tiempo”, y que ni siquiera esperaba la muerte. En la mocedad es posible ejercer la fuerza o el desenfreno, pero nunca el talento. En esa oportunidad, ¿qué podía uno preguntar al anciano ilustre, sí ya lo había respondido todo? Otros dos interlocutores más, ¿qué examinarían de él, que no lo hubiera dicho en su largo camino por el mundo?

Durante el momento de privilegio hubo instantes en que quisimos apostarle a la familiaridad y a la cercanía. Entonces, le averiguamos por Silvina Bullrich y Bioy y la Ocampo, y el mismo Sabato, como si fueran viejos conocidos del grupo singular. Sonaron falsos los intentos. En los otros minutos, terminamos de majaderos, reiterándonos una y otra vez, con los mismos disparates que distinguen a los periodistas de todos los días y todos los temas.

El enamorado espera que le dejen disfrutar su intimidad. Borges llevó a María a Cartagena de Indias para que ella conociera la ciudad que a él siempre le encantó: sus murallas, sobre todo. Nosotros acabamos por fastidiarlos a la hora del almuerzo –sobre la terraza del hotel, de cara a la playa–, en la quietud de la siesta, durante la noche...

Menos mal, María Kodama –nunca supimos si para tranquilidad nuestra, o por cortesía de extranjera y mujer–, nos alentaba diciéndonos que jamás lo había visto tan afable y tierno con sus interlocutores, como en esta ocasión con nosotros. La juventud, aparte de ardor, inspira condescendencia.

El esteta lúcido, que a donde quiera que fuera provocaba con su palabra inaudita, aquí también siguió asombrando con su desparpajo. A las seis de la tarde del diecinueve de noviembre, hora convenida para la entrevista principal, tocamos a la puerta de su habitación. Séptimo piso, hotel Capilla del Mar. Varios golpes sin respuesta nos hicieron temer que el hombre había escapado. Pero no. Sólo estaba dormido y solitario, en el laberinto de la siesta. María descansaba en una habitación contigua pero aislada. Insistimos para evitar una vergüenza. Al rato, escuchamos cómo Borges se deslizaba lento pegado a la pared, arrastrándose en calcetines. El pasillo exterior estaba envuelto en silencio. Sus manos acariciando el muro de la habitación se sentían lastimosas. Nosotros enmudecíamos del desconcierto. Otro instante más, y ya era el pomo de la puerta el que Borges buscaba a tientas. La impotencia de los tres –Borges adentro tratando de encontrar el cerrojo que lo entregara a nuestro capricho, nosotros afuera esperando el milagro del cerrojo abierto para someternos a su genio– volvió el momento eterno. Ese atributo de Dios, también lo fue de nosotros esa tarde.

Los segundos en los que Borges trató de agarrar el pomo de la puerta, bastaron para el remordimiento insospechado por nuestra crueldad, que me atormentó por años: un anciano ciego y somnoliento que intenta abrir la habitación a dos desconocidos llegados de Medellín, para responder a un interrogatorio de policía inexperta.

Cuando por fin el Poeta encontró la chapa y estuvo frente a frente, erguido pero sin vernos, sólo atinamos a decirle: Tranquilo, Borges, por aquí... “No, respondió él, sí los que deben estar tranquilos son ustedes”. Entonces se volteó y empezó a regresar de la misma manera: pegado a la pared, buscando el cuarto de dormir. “Por aquí debe estar la luz”, anotó. Nosotros, detrás de él, sin saber cómo actuar, pensamos que la charla iba a realizarse allí. Tampoco. Atravesó el pasillo únicamente para apagar la bombilla de la habitación, que permanecía encendida, como si esa luz le molestara a sus ojos de conejo, de lo frescos y hermosos que los tenía a esa hora. Juro que nunca más he vuelto a encontrarme con unos ojos más vivaces que los suyos esa noche. Tenía unos globos encendidos y sanos de recién nacido, verdad que de conejo alegre. Parecía imposible que no cumplieran la función para lo que estaban hechos.

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