En el mapa se leen diez nombres con puntos señalados hasta Santa Helena del Upía, que indican viviendas de fundos en las orillas más cercanas al río Upía y otros cuatro sin nombre. La Providencia, El Rincón, El Limón, La Mula, Las Cruces, Cantaclaro, El Diamante, El Pajil, La Pisga, La Fundación. Por la costa del río Túa ocho fundos: La Molinera, Santa Bárbara, El Gallo, El Capricho, Colegial, El Diamante, Camino Alegre y Costa Rica. Hacia el interior, cerca de los caños, otros once asentamientos dispersos: La Conquista, El Desquite, El Caimán, Los Cristales, La Esperanza, La Libertad, La Colcha, La Vega, El Esparramo, El Arbolito y El Retiro. En total treinta y tres demarcaciones nominales de lugares, cuatro de ellas anónimas, que se supone corresponden a las familias de quienes ya aparecían en las escrituras del hato como colonos ocupantes invasores de propiedad ajena. En 1975, después de que la propiedad del hato había pasado a manos de Juan Manuel López Caballero, Rodrigo Rueda Arciniegas realizó una especie de censo de estos residentes en los predios del hato, acompañado por el encargado del mismo, Enrique Bonilla, quien vivía en hato Colegial. Para ese momento ya se habían duplicado las ocupaciones pues contabilizaron 69 familias y unas 5000 cabezas de ganado. Es con estos invasores encabezados por los padres jefes de familia que se iniciarán los acercamientos entre el nuevo propietario y los colonos ocupantes de porciones dispersas del predio adquirido. Julio Mondragón, Eugenio Rueda, Hipólito Castañeda, Misael Antonio Niño, Jesús Durán, Isaías Bohórquez, Narciso Morales, los Tovar, los Figueredo, hicieron parte de ese grupo de forjadores de fundos en tierras ajenas. Uno de ellos ejercía el poder del “derecho de residencia”, a quien los interesados debían pagar para poder asentarse. También las permutas estaban incluidas en el menú de los intercambios.
Un conflicto por la tierra
Para este momento, el hato La Libertad era una propiedad conocida en los medios de negocios ganaderos de Colombia por diversas razones. Una, porque había sido adquirida dos veces en distintos momentos por un reconocido hacendado, Martín Vargas Cualla. A este empresario se le atribuía la propiedad de unas ciento veinte haciendas al momento de su muerte en 1976. Era reputado por su preferencia por las mejores tierras. Desde que adquirió el hato La Libertad por primera vez en 1962 introdujo mejoras en la hacienda. Nuevas razas de sementales, adecuación de pista para avioneta, tractor, algunas mejoras de pastos. Pero además quiso resolver a su manera la cuestión de los colonos ocupantes de predios dentro del hato. Y esa era otra razón por la que este hato era conocido: allí había incubado un conflicto por la tierra. Martín Vargas recurrió a sus derechos de propiedad solicitando a las autoridades el desalojo de los colonos tratados como invasores o encargándoselas a sus propios trabajadores.
Estas ocupaciones provenían de más atrás. La mayoría, y no solo en las tierras de este hato sino desde Aguaclara hacia la sabana, en la planicie de San Pedro y Matasuelta, habían sido campesinos desplazados por la violencia generalizada que se extendió en el país después de 1948. Ellos fueron en especial pertenecientes, simpatizantes o simples votantes del partido liberal que encontraron en el Llano una opción de supervivencia e incluso de resistencia frente a la violencia oficial conservadora. Fue una época que los sobrevivientes de aquellos años refieren con la expresión: “en los tiempos de la guerra de los colores”, aludiendo a los colores de las banderas distintivas de cada partido político tradicional.
Estos colonos ocupantes desde luego que eran personas de difícil trato, desconfiados sobrevivientes de una cruenta persecución. Algunos de ellos habían sido parte de las guerrillas del Llano en los años 50 del siglo XX. En las anécdotas del hato se menciona una petición de venta de tierra a uno de los titulares de la parcelación de 1948 bajo amenaza de muerte. Pero tampoco eran lo que se pudiera llamar en otros contextos de colonización y expansión de frontera unos cazadores de fortuna, porque allí no había ninguna fortuna para hacer, o era muy difícil y lejana. Eran simplemente sobrevivientes de la última de las violencias colombianas. Un rasgo indicador de esta ocupación por supervivencia de refugio, y no de colonización por expectativas de enriquecimiento, apareció en el momento de la firma de las escrituras de titulación. Entre estos llegados al Llano era común cambiarse el nombre y por tanto carecer de cédula de ciudadanía. ¿Por qué razón? Por estrategia de supervivencia. Si en un retén de la policía o de los chulavitas4 les pedían la cédula, deducían por el apellido y el lugar de nacimiento la filiación política del retenido, y si resultaba ser liberal, procedían a ejecutarlo.
Pero entre ellos también había algunos que entendían algo sobre la legislación de tierras vigente en Colombia para ese momento. En un procedimiento bien conocido y establecido incluso en la ley para la solución de estos conflictos, Martín Vargas reconocía un pago por las mejoras que hubiesen hecho los colonos a cambio de que desalojaran los predios. Nada de venderles tierra. En cambio los colonos estaban interesados en comprar la tierra que ocupaban, en donde se habían establecido, construido sus ranchos, cultivado sus sementeras y mantenido sus animales de cría. Seguramente también, si era posible y el propietario lo permitía, trabajaban para el propio hato. Esta utilización del recurso legal y policivo configuró más bien un juego del “gato y el ratón”. Cuando desalojaban a unos, más tarde volvían e ingresaban por otra parte, o bien otros se instalaban en donde estaban los primeros. “Hasta que el viejo se aburrió y vendió”. Estamos en 1975 y el nuevo marco normativo establecido en la ley 5ª dificulta las titulaciones de tierras a los colonos por la modalidad de “tenencia de la tierra”.
La memoria de uno de estos colonos resume exactamente el contexto de esta situación conflictiva:
Cuando compró Martín Vargas, que cuando eso ya estaba encargado Bernardo Ángel, eso nos pegaron un apretón a todos los fundadores, porque para ese entonces ya habíamos hartos; eso nos llamaron a todos que nos iban a comprar las mejoras y que nos fuéramos; entonces ahí el que jodía era el hijo, un tal Álvaro.
A unos sacaron, les echaron el ganado, pagaron un poco y a otro poco les botaron el ganado. Cuando eso ya estaba bien poblado, yo creo que por ahí unos 100 tipos, por ambas partes, por la costa del Upía y por la costa del Túa. Eso fue ya como en el 69. Pero con algunos no le valió, sacaba unos y se le entraban los otros, y después fue cuando se aburrió el viejo y vendió […] Cuando ya compró López eso ya había bastante gente. Eso ya reventó gente por todas partes porque los que estaban al borde de la pura orilla del río, empezaron a salir a la sabana y la gente los miraba; pero cuando compró López se mejoró la situación, porque cuando el viejo Martín él no le vendía a nadie; compraba las mejoras pero no le vendía a nadie, pero cuando ya compraron los López ahí sí se mejoró porque ellos llegaron fue a decir: – “Bueno, nosotros compramos este hato y venimos a arreglar esta vaina. El que con buen gusto nos venda con buen gusto le compramos y el que con buen gusto nos compre también le vendemos, y como nos quieran pagar” – bueno, con toda la amabilidad del caso5.
El acuerdo de titulación
Los años de propiedad de Martín Vargas sobre el hato La Libertad habían dejado una estela de malquerencias, desavenencias, agresiones, y en suma, de relaciones conflictivas entre colonos y propietarios cuyas consecuencias se trasladarían hacia los emprendedores de la iniciativa de acercamiento con los colonos ocupantes de las tierras del hato. Hasta piedra le llegaron a arrojar a uno de ellos durante sus primeras visitas a las tierras recién adquiridas.
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