En la práctica, la «escuela democrática de masas» asegura retóricamente la igualdad de todos los estudiantes y a su vez impele a la competencia continua entre los mismos. En este contexto, el fracaso académico, componente necesario para la gradación de las jerarquías escolares, sería asumido como el resultado exclusivo de la responsabilidad individual. El «juicio escolar» recae en el sujeto sin que este posea mecanismos de justificación o racionalización para explicar su situación. En el fondo, la competencia se ocultaría tras el principio de igualdad, produciendo fracasos escolares explicables únicamente acudiendo a la «responsabilización» individual. Al respecto, señala Dubet:
lo propio de una escuela democrática de masas es que sostiene la igualdad de todos en tanto personas, e instaura una competencia continua entre estas personas. Aquel que fracasa debe administrar la tensión entre estos dos órdenes de principios, y sobre todo, no dispone de los dispositivos de consuelo y de racionalización, de justificación y de crítica, que podía ofrecer una escuela estructuralmente desigualitaria […] Para decirlo cruelmente, una escuela democrática de masas hace cuenta que los alumnos no se apoyan más que en ellos mismos cuando fracasan. (Dubet, 1998: 33) 10
La «responsabilización», entendida como el proceso en que «el individuo soberano debe ser responsable de su propia desgracia» (Dubet 1998, 33), oculta los condicionamientos estructurales que «fuerzan» el fracaso escolar, produciendo una experiencia «privatizada» de la violencia escolar. De allí que la violencia antiescuela se escenifique fundamentalmente en eventos individuales y no mediante «insurrecciones» colectivas 11.
Por su parte, Debarbieux, al momento de desentrañar las causas que explicarían la emergencia y reproducción de esta problemática, pone el acento en las condiciones sociales generales y, particularmente, en el fenómeno de la exclusión social. Es por ello que el autor sentencia, a propósito de esta figura de la violencia: «nos parece ser más bien la expresión de una frustración global ligada a la organización social en su conjunto, y a la problemática de la exclusión social» (citado en Zerón 2004, 159). Debarbieux, por tanto, enfatiza la contradicción que supone la existencia de una escuela «democrática» en contraste con las profundas desigualdades sociales y su traducción en oportunidades escolares inequitativas. Dicho de otro modo, la violencia antiescuela se asienta en el desigual destino escolar que les depara a los estudiantes de acuerdo a sus proveniencias socioeconómicas.
En última instancia, esta paradoja, que incide en la pérdida de sentido de la experiencia escolar para la juventud más vulnerable, sería el resultado o el síntoma de un proceso mayor, como lo es el agotamiento o crisis de la modernidad, de su metarrelato progresista y de la institucionalidad educativa que ella utilizaba como instrumento privilegiado de socialización. De esta manera, y en palabras de Zerón, el autor sostiene que la violencia antiescuela, y la violencia escolar en general, representa «la expresión de una frustración global ligada al final de la ideología del progreso social y de las promesas de una escuela moderna liberadora» (citado en Zerón 2004, 160).
Finalmente, y a pesar de que no se inscribe como una propuesta teórica, sino más bien como un intento de demostración empírica, es necesario señalar que el principal estudio sobre la violencia antiescuela en la realidad educativa chilena se configuró precisamente a partir de las directrices analíticas que acabamos de reseñar. Al respecto, la principal conclusión de Zerón fue que la violencia contra la escuela «no podemos generalizarla pues ella sólo tiene sentido para los jóvenes del sector municipal pobre, porque ellos sienten que su violencia es respuesta a una escuela que pretende ser moderna, desarrollada y reparadora de la injusticia social, pero que al revés es premoderna, subdesarrollada y además opresora» (Zerón 2006, 213).
La violencia antiescuela en la propuesta de la «pedagogía crítica»
A pesar de la emergencia reciente del término «violencia antiescuela», desde la ribera de la pedagogía crítica, y a partir de la década de 1960, diversos autores han indagado en las relaciones conflictivas que se alojan en el seno de la institución educativa para, desde allí, proponer la existencia de una cultura de la resistencia. Son precisamente algunos de los actos englobados en este término los que podríamos incluir como eventos de violencia anti-escuela. Reiteramos que esta adscripción la realizamos nosotros y no los propios autores. Del mismo modo, explicitamos que no pretendemos homologar directamente las nociones de «resistencia» con la de violencia antiescuela, sino constatar la similitud o equivalencia en determinadas expresiones de ambos fenómenos.
Ahora bien, la base de estas interpretaciones se sustenta en los postulados de la teoría de la reproducción, presentada en cualquiera de sus variantes. En efecto, tenga ella un carácter económico (Bowles y Gintis 1977), cultural (Bourdieu y Passeron 1995) y/o ideológico (Althusser 1974), todas estas propuestas coinciden en que la institución escolar tiene por objetivo reproducir la estructura social de clases y, en consecuencia, reforzar las relaciones de dominación. En el fondo, la escuela sería un aparato destinado a perpetuar el statu quo 12.
En esta perspectiva, sin embargo, la reproducción social no sería un proceso acabado. La institución educativa presentaría intersticios que los estudiantes utilizarían para impedir las imposiciones institucionales y sistémicas. La resistencia escolar, en consecuencia, es una manifestación orientada contra la institución y su pretensión reproductora. Bajo estos parámetros, algunas de las expresiones de resistencia podrían incluirse dentro de lo que hoy denominamos violencia antiescuela.
Al respecto, Giroux plantea que la institución educativa tiene por objetivo introducir a los estudiantes en una determinada «política cultural» que transmite significados específicos determinados por las relaciones y jerarquías sociales. Sin embargo, el autor asegura que, ante esta imposición, los actores educativos generarían una «cultura de la resistencia». De esta manera, y en palabras de Giroux, «las escuelas representan terrenos (criticados) marcados no sólo por contradicciones estructurales e ideológicas sino también por resistencia estudiantil colectivamente formada» (Giroux 1983, 4). En el fondo, el escenario escolar se caracterizaría por la disputa entre distintos significados: los hegemónicos y los contrahegemónicos. Esta disputa otorgaría un carácter conflictivo a la escuela y dicho conflicto, entendido como resistencia de los sectores dominados a partir de sus significados subalternos, podría derivar en expresiones de violencia contra las autoridades y/o la infraestructura institucional (Giroux 2004, 2001). Por su parte, Willis, en un pionero trabajo etnográfico desarrollado en la década de 1970, sostuvo que los hijos de la clase trabajadora son portadores de una cultura «contraescolar» que colisiona con las pretensiones hegemónicas de la cultura escolar dominante. En este escenario, las escuelas populares se caracterizarían por la generalización de la conflictividad derivada de la resistencia cultural de sus estudiantes (Willis 2017) 13.
En síntesis, la teoría de la resistencia sería la contracara necesaria de la tesis de la reproducción. Es así como lo que hoy denominamos violencia antiescuela podría rastrearse en algunos de los intentos de resistencia sociocultural ejercidos por los estudiantes frente a la violencia institucional que los coacciona. En este sentido, la frustración estudiantil no estaría ligada primariamente a la merma en la autoestima derivada del infamante juicio escolar, ni a la crisis de sentido en torno a la escolarización y sus promesas modernas de progreso y liberación, sino que correspondería al choque de culturas antagónicas que, a partir de una adscripción de tipo clasista, detentan los distintos actores escolares.
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