Eduardo Valencia Hernán - La huerta de La Paloma

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Han pasado más de 83 años desde el comienzo de la Guerra Civil Española y todavía sigue de actualidad todo lo relacionado sobre ella. La huerta de La Paloma es una novela histórica que trata, a través de la narración de una etapa importante de la vida de nuestro protagonista, Eduardo, mostrar mediante sus experiencias personales, una visión particular del entorno que le tocó vivir, un conflicto civil provocado por unos pocos y que repercutió sobre toda una nación. Fueron años de zozobra y miedo en vísperas de una guerra mundial inminente donde, sin quererlo, toda una sociedad se vio inmersa en la vorágine de enfrentamiento de ideas, odios ancestrales y sentimientos contradictorios que provocó una lucha fratricida. Sus consecuencias todavía no se han curado y, de vez en cuando, resurgen recelos del pasado espontáneamente como el ave Fénix. La historia no se repite, pero en ella, al transcurrir el tiempo, siempre encontramos similitudes.

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—¡Pase, Núñez! —comenta Casares—. ¿Alguna novedad?

—Se confirma lo del general Franco.

—Precisamente estaba ojeando la carta que le comenté. Valiente cabrón nos ha salido este gallego. Bueno, siéntese y empecemos a arreglar todo este guirigay. Presiento que las próximas horas van a ser muy largas. Vamos a centrarnos en la evolución, tanto en Cataluña como en Aragón.

—Señor, en Cataluña la situación está más controlada que en Zaragoza. No creo que Llano de la Encomienda esté con los golpistas, al menos eso es lo que nos ha comunicado Pozas, confirmándome que la Guardia Civil allí no crearía problemas.

—¿Y en Zaragoza? —pregunta Casares.

—Cabanellas me preocupa. No es de fiar. Está muy esquivo, como si esperase ganar tiempo. Creo que deberíamos actuar rápido antes de que la situación sea irreversible.

Tras unos instantes de reflexión…

—¿Estaría usted dispuesto —pregunta Casares— a presentarse allí y en caso necesario tomar el mando de la situación?

—Señor, un militar está para cumplir órdenes.

—Bien, no esperaba menos de usted. Déjeme pensarlo y pronto le comunicaré mi decisión.

Ninguno de los dos podía adivinar el futuro. Casares no hubiera tomado esa decisión si supiera que enviaba al general a una muerte segura. En efecto, Núñez de Prado nunca volverá de Zaragoza, al menos vivo. No tendrá ocasión de tomar posesión de su destino en África.

Mientras tanto, Casares Quiroga sigue con sus consultas. Es necesario tomar decisiones y quiere tener todas las opiniones disponibles.

—¡Que pase el general Riquelme!

Pasados unos segundos…

—Señor ministro, a sus órdenes.

—Siéntese, Riquelme… Es usted el único general de división que tengo cerca de mí. Dígame, ¿qué haría usted si el Cuartel de la Montaña se sublevara?

—Señor, la situación es complicada, pero, de todos modos, sería imprescindible que la tropa no se desplegara por Madrid y se recluyera en el cuartel. Allí son más inofensivos.

—Quiero comunicarle —responde Casares— que mi intención, en caso de rebelión, es de reducirla con los medios militares disponibles sin armar a la población, y menos a los sindicatos, pues no me fio de su poder en el momento de que tomaran la calle con las armas.

—En ese caso, solo queda movilizar a la Guardia Civil y a los guardias de asalto, aunque insisto en que no sería una solución descabellada armar a grupos de voluntarios dirigidos por oficiales leales a la República.

—A ver, Riquelme, ¿puede usted asegurarme la lealtad de toda la oficialidad aquí en Madrid? Piense muy bien la respuesta.

—Señor…

—Gracias, Riquelme. Entiendo su posición, pero yo debo tomar mis propias decisiones. En todo caso, espero que esto no llegue a más. Ordene que se hagan los preparativos para poner en estado de alerta a la Guardia Civil y a los de asalto y tenga mucho sigilo con los mandos. Sigo pensando que no las tenemos todas con nosotros.

Es media tarde del sábado 18 y la confusión informativa sigue en aumento. Los periodistas están ávidos de respuestas. Todo son bulos y especulaciones. Desde el Ministerio de la Gobernación no se confirma ni se desmiente nada. No se sabe a ciencia cierta si el general Mola, en Pamplona, se ha sublevado junto con los carlistas y falangistas. Tampoco se sabe nada del general Queipo de Llano en Sevilla. La espera se hace interminable.

Todo el mundo comienza a estar nervioso y alarmado. Los dimes y diretes recorren toda la ciudad dependiendo su inclinación de la filiación política de quienes lo divulgan. Se comenta que una parte del Ejército de África se ha sublevado pero que elementos leales al gobierno resisten todavía, y que la flota leal a la República se dirige a sofocar a los sediciosos.

La población sigue distante de los comunicados oficiales y se teme lo peor pese a las arengas gubernativas de calma total. Mientras tanto, un grupo de periodistas, deseosos de noticias frescas, espera en el Ministerio de la Gobernación la habitual conferencia del ministro. Sin embargo, esta vez son recibidos por el subsecretario de Gobernación.

—Señores —comenta el subsecretario—, la sublevación se limita al protectorado de Marruecos y dentro de poco se les anunciará el fin de esta situación. La calma en la península es total y no se prevé nada al respecto.

—¿Y qué pasa en Navarra y en Canarias? —comenta un periodista—. Corre el rumor de que Mola se ha sublevado en Pamplona con los carlistas.

—No sé nada de Navarra. ¡Todo eso es mentira! El general Mola es leal a la República y no hace mucho él mismo se ha puesto en contacto con el señor ministro. Y eso es todo, buenas tardes.

En la logia matritense están reunidos algunos militares de la UMRA. Han llegado noticias de que el general Queipo de Llano se ha sublevado en Sevilla, aunque los obreros luchan en las calles. Uno de ellos comenta que seguro se solucionará lo mismo que ocurrió con La Sanjurjada. Sin embargo, la impresión general es que la situación va empeorando. Barcelona, Zaragoza, Valencia, Oviedo, etc. De todas partes llegan noticias de conspiraciones en los cuarteles, aunque algunos se aferran a leves esperanzas.

—No os preocupéis tanto, opina uno de ellos. En Asturias estamos salvados con Aranda y, además, se comenta que un fuerte contingente de mineros se dirige hacia aquí. Asturias está segura.

—¡Oye! Y del Cuartel de la Montaña, ¿sabes algo?

—Que están acuartelados.

—¡Venga ya! —comenta otro—. Están sublevados. Lo mismo que ese Aranda. A saber, qué debe de estar tramando. Da la sensación de que el Gobierno no se entera de lo que pasa, incluso el coronel Serra, del Cuartel de la Montaña, se niega a entregar los cerrojos a un representante del Gobierno. Creo que al final habrá jaleo. Por otro lado, los barrenderos madrileños, ausentes de la realidad en que están inmersos, siguen con su cotidiano trabajo de limpiar las calles, que es para lo que les pagan.

17. Romero, Luis, Tres días de Julio, Barcelona: Ariel, 1967.

Castillo de Montjuic. Cuerpo de guardia

Eduardo, junto con algunos compañeros más, ha sido trasladado de nuevo a Montjuic. Llevan toda la semana, día sí, día no, reforzando los exteriores del castillo-prisión. Ahora toca descanso en el cuerpo de guardia en espera del próximo relevo…

—¡Eduardo! —despierta Fermín a su compañero con un leve meneo—. Será mejor que te levantes de la tumbona.

—Déjame estar un rato más.

—El sargento de guardia —insiste Fermín— ha dicho que estemos todos atentos y que formemos frente a la entrada en quince minutos.

—Pero ¿qué pasa para alarmar a todo el mundo? —responde todavía somnoliento tras un corto espacio de sueño mal aprovechado.

—Parece ser que ha habido follón en África y que la cosa se puede poner fea, así que lávate la cara y coge de nuevo el fusil.

Al poco rato…

—¡Pelotón! —vocea el sargento Ibáñez—. ¡Firrrmes! Soldados, se nos ha comunicado que hay cierto descontrol abajo en la ciudad, así que, hasta nueva orden, seguiremos de vigilancia externa aquí procurando tener la máxima cautela en espera de que todo se tranquilice y recibamos nuevas órdenes. ¡Ah!, los permisos de fin de semana quedan cancelados.

—¡Valencia!

—Sí, mi sargento —responde al instante.

—Usted, junto con Rodríguez y Sánchez, formará el primer turno de refuerzo hasta que sean relevados.

—¡A la orden, mi sargento!

Eduardo está cabreado. No le han dejado dormir lo suficiente y por momentos su crispación va en aumento. Comienza la ronda con los Mauser en la espalda por dos horas más.

—No me creo nada de lo que ha dicho el sargento. ¿Le has visto la cara? Está realmente preocupado y más blanco que la hostia.

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