1 ...7 8 9 11 12 13 ...21 —O sea que la están esperando…
—Por supuesto; perdón señorita Seller, ¿acaso le ha pasado algo a la doctora? preguntó a esas alturas de la conversación un poco preocupado.
—¡No! Por supuesto que no. Está todo muy bien con la doctora, bueno, con Clara. Si bien soy su secretaria nos hemos hecho muy buenas amigas.
—Entonces usted está al tanto de todo esto que le he dicho.
—Por supuesto – titubeó Ana.
Mucho más tranquilo Juan le dijo:
—Discúlpeme señorita Seller, pero… ¿qué es lo que la trajo aquí y la llevó a decirme que no sabía cómo comenzar esta conversación?
Ana debía encontrar una respuesta convincente para no llamar la atención de Juan. No podía decirle que traía pertenencias de Clara si estaban hablando de que volvería a trabajar en unos meses.
—Verá señor…
—Juan Vozz – agregó – pero dígame Juan por favor.
—Juan… Dudaba en cómo decirle si… podía buscar unos papeles en el departamento de Clara que me ha pedido le envíe a Irlanda. Creía que estaban en la oficina, pero allí no están, por lo que me ha dicho que tal vez los haya dejado aquí en su departamento.
Juan quedó pensativo.
—Lo lamento si lo he puesto en una situación incómoda. No se preocupe, le diré que no puedo entrar – dijo tratando de alejarse de aquella situación por demás incómoda y de una conversación que ya no le era fácil sostener.
—No señorita Seller… pero usted comprenderá que recién la conozco y siendo los Thomas quienes se ocupan del departamento de la doctora, creo que ellos debieran autorizarla. Espero no se moleste señorita.
—Para nada Juan, tiene usted toda la razón. Volveré en otro momento para hablar con los Thomas– dijo aliviada al haber encontrado una excusa para alejarse de allí. Le dio la mano y se estaba subiendo a su automóvil cuando ve que Juan le golpea la ventanilla.
—¿Si Juan?
—Señorita Ana, ¿puedo llamarla así?
—Por supuesto que sí, ¿qué necesita?
—La acompañaré al departamento de los Thomas, les avisé por el portero eléctrico y el doctor me ha dicho que suba; que la están esperando.
Ana no podía creerlo. Quería salir huyendo de allí, pero sabía que ya no podía hacerlo sin generar sospechas. Pero… ¿qué haría ahora? ¿cómo hablar con esta gente? ¿qué les diría? ¿por qué le sonaba el apellido Thomas?
En todo eso iba pensando mientras subía en el ascensor con Juan los ocho pisos que la separaban de tener que enfrentar a esta gente que no entendía qué estaban haciendo en el departamento de su amiga, si en la Universidad todos la creían fallecida.
Elucubraba en su cabeza con quienes se iba a encontrar, qué les diría; qué le dirían, y todo delante de Juan. ¿Cómo hacer para disimular lo que pasaba ya que la conversación con esas personas podría delatarla delante del portero?
Se abrió la puerta del ascensor en el piso ocho y Juan la escoltó hasta la puerta del departamento; cuando tocó el timbre y Ana sentía que estaba a punto de desfallecer, se abrió la puerta escuchando:
—¡Cómo está señorita Seller! ¡un gusto volver a verla! Clara nos adelantó su visita, estábamos esperándola. Gracias por guiarla Juan, no te distraeremos más de tus tareas. Pase Ana por favor, justamente estábamos por desayunar. ¿Haría el honor de acompañarnos?
Ana no podía dar crédito a sus ojos; delante de ella estaba la extraña pareja que le había entregado, seis meses atrás, la carta de Clara con la cruz celta, por lo que, recordando las palabras de su querida amiga entró sin dudar.
Fermín terminó de despedir a Juan cerrando la puerta tras de sí mientras Ana, sumamente nerviosa esperaba parada al lado de Marta no sabiendo muy bien qué hacer ni decir. De pronto la pareja volvió sus miradas a Ana y con un gesto cariñoso, Marta la tomó de un brazo y la escoltó hasta un sillón del living.
—Siéntese Ana, creo que lo está necesitando.
La joven lo hizo sin quitarles los ojos de encima a cada uno de ellos, como tratando de encontrar las respuestas que necesitaba; sin embargo, a pesar de sentirse sumamente extraña y sorprendida, de algo estaba segura, y era que en aquel lugar nada malo le podría pasar ya que una gran paz rodeaba aquella sala y estaba decidida a dejarse abrazar por ella.
—Ustedes… ustedes… – no sabía cómo seguir.
—Tranquila querida, nosotros somos Fermín y Marta Thomas, amigos de Clara y fuimos quienes la visitamos en la universidad unos meses atrás llevándole la carta y…
Marta interrumpió sus palabras al ver que Ana, abriendo el botón superior de su blusa, dejó ver la cruz celta que la pareja le había llevado junto a la misiva de su amiga. Al verla ambos sonrieron, y mirándose a los ojos se tomaron de las manos en señal de alivio.
—¡La está usando! ¡Qué alegría y tranquilidad para Clara y para todos nosotros!
—Perdón, pero… ¿quiénes son “todos nosotros”? No entiendo.
—Verá querida Ana, es una larga conversación, ¿dispone usted de tiempo? Sabíamos que su venida era inminente, asique nosotros estábamos esperándola dispuestos a mantener esta charla. Ahora bien, la pregunta es ¿está usted dispuesta a escucharla?
Luego de unos instantes y sin decirles nada, Ana tomó su móvil y marcando un número esperó al teléfono sin quitarles la mirada de los ojos.
—Disculpe doctor Hopkins que lo haya llamado al celular, pero… no me siento bien esta mañana. Me he levantado con mucha jaqueca y necesito quedarme en cama hasta que ceda el dolor. Trataré de ir pasado el mediodía. Despreocúpese que anoche dejé todos los papeles que llegaron para usted en su escritorio, por lo que creo no necesitará nada más salvo el servicio de café, aunque de eso puede ocuparse muy bien María.
Luego de unos instantes en los que obviamente estaba escuchando la respuesta del actual director agregó:
—¡Muchas gracias por su comprensión doctor! Espero poder ir esta tarde.
Mirando a la pareja, apagó su teléfono y dejándolo dentro de su cartera les dijo:
—Tengo todo el tiempo del mundo para escucharlos.
—Voy por ese café; nos hará falta a los tres – dijo Marta.
Pedro cabalgó a una velocidad inusitada. Altamira galopaba como si supiese que debía llegar rápidamente a cumplir la misión que estaba necesitando su ama Cristina. Ella y el jinete parecían una dupla endemoniada capaz de enfrentar y sortear cualquier obstáculo que se presentase en su camino, amalgamados en una única voluntad de llegar lo más rápido posible al pueblo.
Pedro la condujo por el camino más corto alejándose del tradicional, por lo cual debieron desplazarse a campo traviesa adentrándose en el bosque, por lo que, tanto yegua como jinete sortearon varios obstáculos antes de salir intempestivamente de la tupida arboleda para empalmar con el camino principal de entrada al pueblo.
Su llegada al camino fue tan sorpresiva que una caravana que estaba abandonando el pueblo debió sosegar a los caballos que tiraban de las carretas, asustados ante esa dupla enajenada que apareció de la nada desde el bosque. Pedro y Altamira no tenían tiempo que perder por lo que no se detuvieron a pedir disculpas, desoyendo los gritos e insultos de quienes conducían los carromatos.
Entraron al pueblo sin aminorar la velocidad por lo que a su paso la gente corría despavorida, tratando de evitar ser embestidos por ese caballo que seguía corriendo esquivando cuanto objeto se interponía ante su paso, fuese este humano o no. Cuando por fin llegaron a lo de Olson, Pedro detuvo a Altamira de un solo movimiento arrojándose al piso para golpear la puerta con todas sus fuerzas, ya que Olson, aún no había abierto.
—¡Qué son esos ruidos! – se oyó vociferar desde el interior.
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