Eloísa Pérez Krumenacker - Caco al rescate

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Mateo pasa el tiempo frente al computador, sus padres trabajan mucho y comparten poco tiempo con él. Una tarde, cuando su papá cae hospitalizado, un niño nuevo en el barrio toca el timbre del departamento. Usa jockey, camisa escocesa y unos pantalones remendados, tiene malos modales pero parece inofensivo: se llama Caco. Junto a él Mateo aprenderá a subirse a los árboles, a patinar y a pescar con un señor al que le dicen don Fish. Al mismo tiempo, el papá de Mateo recordará antiguas promesas y el sentido de las cosas realmente importantes.

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Caco al rescate Eloísa Pérez Krumenacker Edición diseño y diagramación - фото 1

Caco al rescate

Eloísa Pérez Krumenacker

Edición, diseño y diagramación digital, equipo Edebé Chile

Ilustraciones de Fabián Rivas

© Eloísa Pérez Krumenacker

© 2019 Editorial Don Bosco S.A.

Registro de Propiedad Intelectual N° 135.195

ISBN: 978-956-18-1229-1

Primera edición electrónica, abril 2020

Primera edición impresa, agosto 2019

Editorial Don Bosco S.A.

General Bulnes 35, Santiago de Chile

www.edebe.cl

docentes@edebe.cl

Ninguna parte de este libro, incluido el diseño de la portada, puede ser reproducida, transmitida o almacenada, sea por procedimientos químicos, electrónicos o mecánicos, incluida la fotocopia, sin permiso previo y por escrito del editor.

I

Mateo estaba sentado frente al computador, con la vista fija en la pantalla y sus dedos regordetes danzando sobre el teclado, con una agilidad sorprendente. De tanto en tanto, estiraba el brazo para tomar una papita frita de un enorme paquete que esconde en un cajón del escritorio.

Su habitación al final de un largo pasillo era enorme, soleada y decorada en tonos de azul en un estilo moderno y juvenil. Todo ordenado y perfectamente combinado, como si se tratara de un departamento piloto.

–¡Mateo... están tocando la puerta! –gritó Rosa asomando la cabeza por la puerta de la cocina.

Hipnotizado por las electrizantes imágenes que segundo a segundo, sumaban puntos al juego, Mateo pulsaba las teclas sin mirar. Arriba, abajo, arriba y derecha, abajo, izquierda, concentrado en el guerrero que avanzaba sorteando distintos obstáculos que lo separaban de su meta; el cáliz de la vida y el poder. Argollas de fuego, dragones furiosos, escarpados acantilados se interponían entre Jake y la torre de la eternidad donde Praton había ocultado el cáliz para protegerlo de Mareda, la reina de la oscuridad.

–¡Mateo la puerta! –rezongó la mujer entre dientes pero enseguida, en voz alta y pausada, agregó con maternal resignación–. ¡Ya voy, ya voy! –cerró la llave del agua y secó sus manos en el delantal antes de encaminarse a la puerta de entrada.

Jake escalaba la última cima maldita que marcaba la entrada al bosque tenebroso; portal de los milagros. Ni siquiera Miguel Hernández; el niño más bacán del curso había conseguido llegar hasta allí. Si Mateo lo conseguía, sería un héroe entre sus compañeros y entraría a la élite de los triunfadores.

–¡Mateo! –dijo Rosa en voz alta separando el audífono del oído del niño–. ¿Estás sordo o te haces?

–¿Qué, qué? –brincó.

–Hace más de cinco minutos te llamo y nada –agregó malhumorada y se agachó decidida a desenchufar el computador–. ¡Podría haberme muerto en este rato y ni cuenta te habrías dado!

–¡No Rosa! –gritó lanzándose sobre el cable de la corriente–. ¡Estoy a punto de llegar al bosque tenebroso! Déjame guardar el juego para no perder los puntos y después lo apago –la miró con cara de súplica–. ¿Por favor... Rosita linda preciosa?

–Entonces... tiene que ser al tiro, porque alguien te busca en la puerta.

–¿A mí... quién me busca? –Mateo dejó el juego en pausa y con algo de desconfianza caminó hasta el hall de entrada. Aquello era verdaderamente extraño. Su colegio quedaba a una distancia considerable y sus amigos que se contaban con los dedos de media mano, vivían muy alejados de allí.

El edificio era un lugar silencioso lleno de jóvenes profesionales que pasaban prácticamente todo el día en la oficina. Al parecer no tenían hijos porque jamás encontró a ninguno en el ascensor o en el jardín, conocidos allí, tampoco tenía.

–¿Si? –de pie en el umbral con la puerta apenas entreabierta, Mateo observaba a su supuesto visitante con una mezcla de curiosidad y desconfianza.

–¿Estabas almorzando? –preguntó el otro niño escarbando su nariz.

–¡No! –Mateo tenía la boca llena y sabía que era de pésima educación hablar en esas circunstancias, así que con disimulo tragó y guardó el resto de papas fritas en el bolsillo de su polerón. Tenía nueve años recién cumplidos y era alto para su edad. Blanco como la leche con un montón de pecas salpicando su nariz y pese a los esfuerzos de su mamá, estaba bastante excedido de peso.

–¿Puedo probar? –el visitante escupió su mano, luego la restregó con la otra para limpiarla y la estiró hacia el dueño de casa con naturalidad.

–Yo... bueno –titubeó Mateo con una mueca de repugnancia y después de considerarlo un rato decidió que lo más saludable sería entregarle el paquete completo.

–¡Ricas... mmm, mmm! –repitió el niño después de engullir cada papita con una voracidad sorprendente. Cuando acabó con todo el contenido de la bolsa, se dedicó a examinar el envase por todos lados–. ¿Te las traen de EE.UU.?

–¿Qué? –negó Mateo frunciendo el ceño irritado... e involuntariamente pensó:

¿De dónde salió este niño tan ignorante? Después de un momento, agregó con suficiencia:

–Mi mamá, las compra en el supermercado... En realidad, las venden en todas partes.

–¡Hola! –dijo finalmente el intruso estirando su mano para saludarle.

Después de doblar cuidadosamente el envase vacío como si fuera un tesoro invaluable, lo guardó en su bolsillo. Era muy alto y delgado, con el cabello oscuro ondulado cerca de las puntas y la piel tostada, especialmente en la zona de la nariz, que lucía más clara por los constantes despellejados. Sus anticuados jeans llenos de remiendos llegaban apenas a sus tobillos dejando a la vista un par de roñosas zapatillas de lona, que alguna vez fueron blancas.

–¡Eran de mi hermano mayor! –explicó sin vergüenza al ver la mirada escrutadora de Mateo y mostrando su sonrisa de enormes paletas blancas agregó–: vivo a dos cuadras de aquí, cruzando ese parque... me acabo de mudar. Mi mamá me dio permiso para salir a conocer el barrio… dice que en la casa la vuelvo loca –sacó la lengua, puso sus ojos bizcos e hizo girar el dedo índice sobre la sien para reforzar la idea.

–¿Te dejan salir solo? –preguntó Mateo con un dejo de envidia.

–¡Por supuesto... a todos lados! –el visitante no disimulaba su curiosidad e intentaba mirar por la puerta entreabierta, pero Mateo con su cuerpo voluminoso bloqueaba toda visión posible–. ¡Ven conmigo! –dijo de pronto el niño agarrando su brazo con fuerzas–. ¡Te voy a mostrar algo! –y lo arrastró escaleras abajo.

–¡Dejé el juego en pausa! –aulló Mateo intentando aferrarse a la puerta de departamento.

–¿Qué dejaste el juego en qué? –gritó el otro niño desde la caja escala, un piso más abajo.

–¡Espera... debo avisarle a Rosa! –argumentó indeciso.

–¡Volvemos al tiro! –respondió y continuó bajando los peldaños de dos en dos sin cansarse.

–Tu nana no se va a dar ni cuenta.

–¿Eres atleta o algo parecido? –suplicó Mateo tratando de seguir el paso del desconocido.

–¿Atleta yo?... jajaja.

–Es que estoy cansado –exclamó detenido entre el segundo y tercer piso. Exhausto y sudoroso susurró–: corres demasiado rápido… ¿Y por qué no bajamos por el ascensor?

–Ya falta poco –le animó el niño tironeando de su camiseta para ayudarle a continuar–. Lo que te voy a mostrar vale la pena... ¡Créeme no te vas a arrepentir!

–Ya voy, ya voy –respondió Mateo jadeando. ¿Qué misteriosa razón lo empujaba a correr escaleras abajo tras un desconocido? Si su mamá se enteraba estaría castigado un mes entero. Al llegar al primer piso se encontró de frente con el conserje que barría el hall de entrada.

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