Jo Walton - La Ciudad Justa

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Atenea, diosa griega de la sabiduría, ha dado vida a la República de Platón en una isla perdida del Mediterráneo. Allí reúne a filósofos de todas las épocas, niños que fueron esclavos y robots encargados del trabajo duro.
En La Ciudad Justa, Simmea, una niña brillante, demostrará todo su potencial; Maia, una antigua dama victoriana, deberá encontrar su verdadero lugar y Apolo comprenderá por fin el valor de la vida humana.
En esta ciudad de las ideas y el conocimiento todos se esforzarán por alcanzar la excelencia siguiendo al pie de la letra las palabras de Platón… Todo, menos Sócrates, que hará las preguntas que nadie quiere responder.
Traducido por Blanca Rodríguez.
La edición cuenta con un prefacio para dar contexto a la obra y detalles ilustrados.

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—Lo aprecio mucho, es un amigo del alma. Y a ti también te aprecio y quiero que os reconciliéis, si es posible, pero si no puedo, al menos quiero entender lo que ha pasado. —Me incliné hacia atrás para enjuagarme el pelo—. Si es tan malo como dices, al menos quiero saberlo y no conceder mi amistad a alguien tan indigno. —En realidad no creía que eso fuera posible.

—¿Estás segura?

—¡Sí! —dije, saliendo de la fuente de aseo—. No creo que seas una cobarde de verdad, aunque te entrase el pánico. Está claro que el haberte dejado llevar por él significa que necesitas más práctica enfrentándote a peligros antes de ponerte en primera línea de batalla, suponiendo que se produjese una batalla. Deberías buscar cosas peligrosas y hacerles frente para mejorar. Practica el coraje. Correr presa del pánico una vez no significa que tengas un alma temerosa ni que seas indigna. Y mucho menos que no te tenga cariño ni que quiera dejar de ser tu amiga. Lo que sí quiero es saber qué hizo Piteas porque una de mis misiones es servir de intérprete entre Piteas y el mundo, pero no puedo cumplirla si no sé lo que ha hecho.

Clímene lloraba, así que metió la cara bajo el agua, para ocultar las lágrimas. Esperé hasta que volvió a girarse hacia mí y le di un abrazo.

—¿Qué te dijo?

—Le di las gracias por salvarnos y me dijo que era lo que había que hacer. Y luego añadió que no me sintiera mal por haber huido porque solo era una chica.

—¡¿Qué?! —Estaba horrorizada.

Jamás me habría imaginado algo así. A veces, algunos de los patrones decían cosas parecidas. Tulio, de Roma, sobre todo, y Clío, de Esparta, había tenido una vez un debate formal con él sobre el tema y todo el mundo opinaba que había ganado ella claramente. Pero a Piteas nunca lo había oído decir nada que diera una pista siquiera de que podía pensar algo semejante.

—¿Estás segura? —insistí.

—Sabía que no tenía que haberte dicho nada.

—Lo mataré —dije, volviéndole la espalda—. Te habrá hecho falta mucho valor para contármelo. Estoy segura de que podrías aprender a ser valiente si practicases. Como cuando levantas cada vez más peso.

Justo después del desayuno nos tocaba el turno en la palestra, pero apenas probé bocado porque estaba llena de rabia. Piteas todavía no había llegado cuando lo hice yo, así que practiqué con las pesas y, con la fuerza de mi ira, lancé el disco más lejos que nunca. Al verlo llegar, corrí hacia él en cuanto se hubo despojado del quitón y lo derribé en la arena.

—¡Eh! Déjame al menos que afiance los pies —protestó, golpeando la arena con la palma de la mano para marcar una caída. Me lancé sobre su espalda y lo inmovilicé. No había ningún patrón cerca para penalizarme. Podría haberlo matado antes de que alguien lo impidiera, de haber querido hacerlo de verdad. Por supuesto, lo único que quería era comprender.

—¿A qué te referías con eso de que Clímene solo es una chica?

—¿Voy a perder todas mis amistades por eso? —me preguntó, con tanta tristeza que lo compadecí al instante, pese a la ira.

—Las perderás si no te explicas ahora mismo.

Lo golpeé con fuerza en el brazo. Ni siquiera intentaba liberarse ni luchar. Se había quedado flácido, cosa que me hacía muy difícil seguir queriendo aporrearlo.

—¿Me dejarás levantarme si accedo a hablar contigo?

Me bajé de encima de él y se levantó. Tenía toda la parte de delante cubierta de arena, que no se sacudió.

—Estaba triste, necesitaba consuelo y nunca sé qué decir. No pensé y recurrí a lo que he oído decir toda mi vida. Las mujeres… fuera de esta ciudad, en casi todas partes, existe la tendencia a pensar que las mujeres son suaves y gentiles y buenas y se encargan de los cuidados, y que, por naturaleza, necesitan protección. Tienes que recordarlo, de antes. Clímene estaba llorando y había huido, o sea, actuaba como suelen actuar las mujeres. Le pasé un brazo por los hombros, como te he visto hacer a ti. Sé que eso está bien. Pero tenía que decir algo y no tenía ni idea de qué.

—¿Cómo alguien tan inteligente puede llegar a ser tan idiota?

—¿Talento natural? —dijo, sin sonreír—. ¿Quieres volver a pegarme?

—¿Te sentirías mejor?

—Estoy por decir que sí.

—Pues entonces no —repliqué. Pero entonces seguí y, girando sobre el talón, reuní toda mi fuerza y le di una patada en el pecho que lo tiró de culo—. ¿Mejor?

Incluso en aquel momento palmeó al suelo al instante para marcar el golpe.

—Sí, me parece que sí.

—¿Te ha ayudado a darte cuenta de que las mujeres no somos palomitas delicadas a las que proteger? —Todavía estaba enfadada.

—Eso fue lo que me pareció en aquel momento —respondió, levantando la vista—: una palomita a la que le habían pedido que se comportara como un halcón, que fuera contra su naturaleza. ¿Y por qué tiene que luchar todo el mundo, incluso quienes no estén dotados para ello?

—¿También le habrías dicho a Glaucón que no pasa nada si se porta como un cobarde porque solo es un tullido? —Glaucón había perdido una pierna el Año Primero de la ciudad: se había resbalado en el bosque y le había quedado atrapada la pierna bajo la oruga de un trabajador.

Piteas me miró con cara de ingenuo:

—Bueno, no importaría demasiado si fuera un cobarde, pero el caso es que es muy valiente.

—Pero imagínate cómo se habría sentido si le hubieras dicho eso. Es como si no lo considerases una persona, sino una clase inferior de cosa. Clímene es cobarde, ella misma lo dice. Y nuestras almas tienen partes en distintos equilibrios: tal vez no le haya tocado tanta pasión y tal vez no todo el mundo tenga lo necesario para plantarse en la línea de batalla… aunque tampoco se me ocurre a qué enemigos podríamos tener que enfrentarnos. Sin embargo, existe un acuerdo generalizado en que algunos de ellos son hombres. Todos los ejemplos que conocemos de cobardes vergonzosamente heridos por la espalda han sido hombres. Y muchas de las que muestran valentía y se mantienen firmes son mujeres. Y al decir lo que dijiste, insultas a todas las mujeres. ¡Me insultas a mí!

Piteas asintió en silencio y volvió a levantarse.

—Fue una estupidez. ¿Crees que serviría de algo disculparme?

—Todavía no, está demasiado afectada. Le contaré que te he dado una paliza, tal vez así se sienta un poco mejor.

—Me has dado más fuerte que el jabalí.

—¡Y sigo sin saber si lo has comprendido!

—¿Que todo el mundo es de igual relevancia y que las diferencias entre individuos son más importantes que las diferencias entre clases más amplias? ¡Oh, sí! Estoy empezando a entenderlo la mar de bien. —Lo fulminé con la mirada—. ¿Qué? Vas a seguir siendo mi amiga, ¿no? Entonces necesito que me ayudes a entender bien estas cosas.

—Sí, sigo siendo tu amiga, pero no sé cómo les voy a explicar lo que has dicho a los demás.

—Entiendo que hay diferencia entre ser mujer y ser blanda —dijo, abriendo los brazos—. Veo que también hay hombres que son como palomas y no me parece que eso sea un problema, mientras haya suficientes halcones para protegerlos… y los hay. —Dudó un momento—. Y también veo que tú eres un halcón y no una paloma, aunque prefieras el arte a la guerra. Yo mismo lo prefiero. La paz es mejor que la guerra. Se glorifica demasiado la guerra y muy poco la paz, y, sobre todo, no se glorifica lo suficiente a las palomas. Valoro a Clímene, aunque ahora ella no llegue a creerme nunca.

—Los patrones dicen que todos somos igualmente valiosos —dije.

—Pero no se comportan como si lo creyeran —replicó Piteas, frunciendo el ceño—. Lo peor de aquella cacería es que allí no había nadie que de verdad supiera lo que hacía porque nadie lo había hecho antes. Ático y Axiotea eran eruditos, no guerreros. La ciudad rebosa eruditos, cosa que no es sorprendente. No es mala idea probar nuestro valor, pero eligieron una manera estúpida. Los jabalíes son muy peligrosos y podría haber muerto alguien o quedar lisiado si yo no hubiera sabido qué hacer.

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