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Jo Walton: La Ciudad Justa

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Jo Walton La Ciudad Justa

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Atenea, diosa griega de la sabiduría, ha dado vida a la República de Platón en una isla perdida del Mediterráneo. Allí reúne a filósofos de todas las épocas, niños que fueron esclavos y robots encargados del trabajo duro.
En La Ciudad Justa, Simmea, una niña brillante, demostrará todo su potencial; Maia, una antigua dama victoriana, deberá encontrar su verdadero lugar y Apolo comprenderá por fin el valor de la vida humana.
En esta ciudad de las ideas y el conocimiento todos se esforzarán por alcanzar la excelencia siguiendo al pie de la letra las palabras de Platón… Todo, menos Sócrates, que hará las preguntas que nadie quiere responder.
Traducido por Blanca Rodríguez.
La edición cuenta con un prefacio para dar contexto a la obra y detalles ilustrados.

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—Siempre habrá quienes vean la excelencia y la envidien en lugar de esforzarse por emularla —dijo—. Nuestro objetivo es erradicar esas actitudes dentro de lo posible, pero sois niños, al fin y al cabo.

—Pero a Criseida la quiere todo el mundo y es la mejor en gimnasia.

—Pero se le da fatal la música y se ríe de sí misma. A ti se te da bien todo y ni siquiera da la impresión de que tengas que esforzarte.

—Sí que me esfuerzo —repliqué, encogiéndome de hombros.

—Eres demasiado maduro para tu edad. Cuando el resto madure un poco, harás amistades.

No me había dado cuenta de que no tenía amigos, pero era cierto. Tenía compañeros, gente con la que luchar, gente que me pedía ayuda con las letras. Tenía seis chavales con los que dormía en Laurel y cuyas bromas soportaba. El problema era, desde luego, que mi mente no era la de un niño de doce años. La única amiga de verdad que tenía era Atenea y, por supuesto, nuestra amistad tenía miles de años y estaba sujeta a las restricciones habituales de nuestra historia y contexto. Además, ella tenía el mismo problema. Lo sobrellevaba adoptando un extraño estatus a medio camino entre niña y patrona, y retirándose a la biblioteca, donde siempre se sentía casi como en casa. Pero ella contaba con una vía de salida a su disposición, si quería usarla. Podía volver a transformarse en una Diosa en cualquier momento. Yo no tenía ese lujo: había adoptado esta vida y ahora tenía que vivirla hasta el final. Tenía que morir para recuperar mis poderes. Al principio eso me había parecido casi hasta estimulante, pero ahora me intimidaba. A diferencia de los mortales, sabía lo que ocurría después de la muerte. Pero, también a diferencia de ellos, no había muerto nunca.

Y entonces intenté aprender a nadar y no fui capaz. Hasta entonces me había resultado fácil aprender cualquier cosa, tanto siendo un Dios como siendo mortal. Pero como Dios no sabía nadar bajo forma mortal: cuando quería nadar, siempre me transformaba en delfín. Ahora una franca niña florentina de piel cobriza me decía que me relajase y me tumbase de espaldas en el mar y cada vez que lo intentaba, el agua salada me subía por la nariz. Era la primera vez en mi vida que fracasaba en algo sin que mediase la intervención directa de otro Dios… y en algo tan trivial como nadar. No podía permitir que aquello me venciese. Sentía un nudo en la garganta. No lágrimas en los ojos, que son tan honorables y naturales como respirar, sino un nudo caliente en la garganta, como si fuera a llorar lágrimas vergonzantes de derrota y frustración. Entonces a Simmea se le ocurrió otra forma de enseñarme; una forma peligrosa, peligrosa para los dos, pero se arriesgó. Fue difícil y sensual y extraño, pero nadé al fin, o medio nadé.

Y había hecho una amiga, una amiga valiente dispuesta a arriesgar la vida por mi excelencia. Y eso me hizo sentirlo todavía más como una victoria.

8 SIMMEA Tenía muchos amigos pero Piteas era distinto Enseñarle a nadar me - фото 10

8. SIMMEA

Tenía muchos amigos, pero Piteas era distinto. Enseñarle a nadar me llevó mucho tiempo, pero al final llegó a dominarlo a pura fuerza de voluntad. Nunca se le dio demasiado bien, pero sabía lo suficiente para no ahogarse y lograba propulsarse por el agua con una brazada potente. Había pensado que nos veríamos menos una vez que dominase el arte, pero siguió viniendo a verme. Durante aquel año y el siguiente teníamos más o menos el mismo peso para luchar, pero lo que de verdad nos acercó fue el amor por el arte que compartíamos.

En la ciudad, la función del arte era abrir nuestras almas a la belleza y también servir de ejemplo formativo. Se suponía que al contemplar el Teseo en el istmo realizado en bronce por Miguel Ángel, con el pie sobre la cabeza del gigante Cerción, yo debía emular a Teseo y matar gigantes para proteger mi patria. Por supuesto, me habría presentado voluntaria para luchar contra cualquier gigante que amenazase Kallisté si no me hubieran arrollado en la avalancha. Sin embargo, Kallisté era una isla con una carencia extrema de gigantes y otras amenazas semejantes. No había más ciudades que la nuestra. Nunca vi un solo desconocido. De haber sido necesario, habría dado mi vida por ella sin dudarlo. Sin embargo, no pensaba en nada de eso cuando veía el Teseo . Mi emoción más fuerte era dolor por lo hermoso que era, y una admiración inmensa hacia la maestría de Miguel Ángel por haberlo creado. Que el ser humano fuera capaz de tales cosas me hacía desear con fervor poder emularlo, seguir su ejemplo en la creación de belleza. Si hacer aquello era posible, yo quería intentarlo.

Piteas no paraba de crear, aunque no siempre compartía lo que creaba. Escribía poesía y canciones. No conocía a nadie que tocase la lira y la cítara tan bien como él. Destacaba siempre que emprendía algún ejercicio musical, fuese música sola, música con palabras o palabras sin música. Era una maravilla en el modo frigio e incluso mejor en el dórico. Inspirada por su influencia, me esforcé más y mejoré tanto en música como en poesía.

Mi amor verdadero lo entregué a las artes visuales. Me encantaba bordar el quitón y la capa e imaginar nuevos diseños. Con frecuencia bordaba los de mis amigos. En la primavera del Año Tercero me eligieron para bordar una pieza de la gran túnica de Atenea. Elegí tonos azules, rosas suaves y grises e hice una cenefa de búhos y libros. Me encantaba ese tipo de labor. Aquel mismo año me enseñaron, por fin, a tallar la piedra; a principios del año siguiente, a esculpir metales; y, por último, aprendí pintura. Pintar era maravilloso, lo que siempre había querido. Me permitía unificar línea y color y plasmar las imágenes que veía en mi mente, aunque nunca quedaban exactamente como yo quería. Al principio se me daba fatal, pero al adquirir algo de técnica logré hacer un boceto de Piteas como Apolo tocando la lira y un dibujo más grande de Andrómeda y Criseida alcanzando la línea de la victoria en los juegos. Casi quedé satisfecha con la composición de aquella obra: había capturado sus expresiones y el contraste entre la luz y la oscuridad en el pelo y la piel era agradable. Me sentaba a comer frente a los Botticellis y sabía a cuánto podía aspirar. La mayoría de los días, aquello me llenaba de esperanza y deleite, y solo sentía aquel objetivo tan inalcanzable como una carga imposible cuando sangraba o estaba en horas bajas.

Según el ordenamiento de la ciudad, la escultura, la pintura y la poesía se consideraban las artes broncíneas. Seguía llevando la fíbula de plata que había ganado en las carreras, pero había empezado a fijarme en las obras de quienes habían recibido fíbulas de bronce de sus patrones y me parecía que no estaba demasiado lejos de su nivel. Hice un molde para fíbulas de capa con abejas y flores y pensé que se podría usar en cualquier metal. Por supuesto, seguí trabajando en la palestra y la biblioteca. Ese año aprendimos a montar y a acampar y visitamos gran parte de la isla. Casi todo estaba dedicado a cultivos, que los trabajadores cuidaban con diligencia, pero había una parte salvaje, sobre todo alrededor de la montaña central. De la montaña emanaban humos y vapores de vez en cuando y, en ocasiones, había ríos de lava cerca de la cima que todavía estaban calientes. Siempre íbamos descalzos. Una vez que fuimos a correr allá arriba, Laódice se quemó el pie. Damón y yo tuvimos que ayudarla a volver a casa y llegamos mucho después de anochecido.

Laódice era una buena amiga y también lo era Clímene, que tenía una mente muy aguda. Siempre se le ocurría algo ingenioso que decir sobre cualquier cosa. Podía acudir a ellas con mis pequeños problemas e inseguridades y sabía que tendrían un abrazo para mí y me harían sentir mejor. Piteas no. No parecía disponer de herramientas para tales cosas. Si lo olvidaba y me quejaba con él sobre alguna pequeñez que me molestase, nunca me consolaba. Siempre intentaba distraerme o, si era posible, solucionarlo. Esta particularidad resultaba incluso más llamativa porque era el único que parecía entender el arte. No pensaba que fuese un simple elemento decorativo delicioso o un ejemplo moral útil, sino que estaba de acuerdo conmigo sobre su importancia. Cuando le enseñaba mis diseños no los elogiaba a menos que le parecieran buenos de verdad y era exigente en exceso. A menudo, cuando tenía algo que al resto le parecía bastante bueno, lo mejoraba porque sabía que Piteas lo vería.

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