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Jo Walton: La Ciudad Justa

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Jo Walton La Ciudad Justa

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Atenea, diosa griega de la sabiduría, ha dado vida a la República de Platón en una isla perdida del Mediterráneo. Allí reúne a filósofos de todas las épocas, niños que fueron esclavos y robots encargados del trabajo duro.
En La Ciudad Justa, Simmea, una niña brillante, demostrará todo su potencial; Maia, una antigua dama victoriana, deberá encontrar su verdadero lugar y Apolo comprenderá por fin el valor de la vida humana.
En esta ciudad de las ideas y el conocimiento todos se esforzarán por alcanzar la excelencia siguiendo al pie de la letra las palabras de Platón… Todo, menos Sócrates, que hará las preguntas que nadie quiere responder.
Traducido por Blanca Rodríguez.
La edición cuenta con un prefacio para dar contexto a la obra y detalles ilustrados.

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—Cuánto me gustaría que hubieras podido ver el original de ese cuadro. Es mucho mejor que la reproducción: ocupa una pared y en su pelo hay hebras de oro auténtico.

—¿Cuándo nos enseñaréis a pintar y a esculpir? —pregunté, tocando la imagen con anhelo. El papel era sedoso al tacto.

—No tenemos suficientes patrones capaces de enseñar esas cosas. A Florentia debería llegarle el turno el año que viene, o tal vez dentro de dos. Lo ideal habría sido que lo hubierais estudiado desde el principio. Mientras tanto, llevo un tiempo queriendo pedirte que les enseñes a nadar a algunos principiantes esta primavera.

—Por supuesto —dije.

Al haberme criado en el Delta, aprendí a nadar casi al mismo tiempo que a caminar. Había ganado la competición de natación en la Hermeia, además de quedar segunda en la carrera pedestre. Por aquellos logros me habían dado una fíbula de plata, el momento de mayor orgullo de mi vida. La plata representaba el valor y a la destreza física. Solo el oro, otorgado por los logros intelectuales, se valoraba más y todavía no conocía a nadie que tuviera una fíbula de oro.

Maya extendió la mano para que le devolviera el libro de Botticelli. Le eché un último vistazo a la Afrodita y se lo devolví. Pasó las páginas y me enseñó un retrato de un hombre con un manto rojo.

—No sabemos quién es. Yo siempre he creído que era algún erudito de la época.

—Me encanta su cara. ¿Ese cuadro también está en Florentia?

—Sí.

—Tal vez viaje allí algún día.

—No te serviría de nada. Ya sabes que todavía no los han pintado —replicó Maya, sonriendo.

—Tal vez vaya en el momento en que ya los hayan pintado. Me refiero a cuando crezca y haya acabado mi educación.

—No —Maya se puso seria—. Palas Atenea nos ha traído aquí desde otros tiempos para cumplir un fin importante, pero ahora estamos aquí para quedarnos. No podemos pasearnos por el tiempo, haciendo excursiones para ver cuadros.

—¿Por qué no? Los cuadros son importantes.

—El arte solo es importante como medio para abrir las mentes a la excelencia —dijo Maya, pero no sonaba sincera.

Recuperó el libro y lo cerró. En los segundos que logré ver la portada, vi que en ella había un retrato circular de una madona rodeada de ángeles. Lo guardó en una estantería alta, junto con otros libros.

—¡Por favor! —supliqué.

—Sabes que no te lo puedo enseñar. Es probable que ni siquiera debiera haberte enseñado este libro.

—¿Cómo es que tenemos las nueve pinturas de Botticelli que tenemos? —pregunté.

—Iban a destruirlas y las rescatamos.

—¡Madre Hera! —No tenía la costumbre de maldecir, pero no pude evitar que se me escapara—. ¡Destruirlos!

—Sí. En ese futuro que te gustaría visitar para mirar cuadros pasaron algunas cosas terribles. Estáis mucho mejor aquí. Ahora vete a la cama y si necesitas más esponjas, dímelo.

Le deseé júbilo para la noche y recorrí la calle, meditabunda. La ciudad se veía especialmente hermosa a la luz de la luna. Levanté los brazos y murmuré una frase de una canción de loa a Selene Artemisa, pero mi mente bullía. No con pensamientos sobre la menstruación o el matrimonio, ya casi olvidados, sino sobre Botticelli. Las figuras misteriosas reunidas alrededor de la Primavera . La sonrisa de su Afrodita. La idea de que nuestros nueve cuadros habrían sido destruidos. «¿Ocurrirá lo mismo con todo el arte de la ciudad?», me pregunté. La Atenea de oro y marfil, obra de Fidias, que había en el ágora, ¿también era rescatada? ¿Y la herma ante la que me habían coronado, la de la sonrisa misteriosa? ¿Y el león de bronce de la esquina al que siempre acariciaba al pasar junto a él? Me detuve a darle una palmada y la luz de la luna me reveló una expresión de tristeza en su rostro broncíneo que nunca había visto antes. La melena tenía unos rizos maravillosos que acaricié, recorriendo los bucles. Parecía tan real, tan sólido, tan imposible de dañar… «Es mi cuerpo que, al sangrar, me entristece sin motivo», me dije. Mi madre me había hablado de eso. Pero los Botticellis iban a destruirlos, Maya me lo había dicho.

Le di al león una palmadita de despedida y me giré para recorrer los últimos pasos hasta Hisopo y mi cama. Todo aquel arte había sido salvado. ¿También nos habían salvado a nosotros? ¿Con qué propósito? ¿Para crear la ciudad? Pasó un trabajador, insomne, de camino a cumplir sus funciones en la oscuridad. ¿A ellos también los habían salvado? ¿De dónde? Abrí la puerta preguntándome si alguna vez obtendría respuestas para aquellos interrogantes.

Al llegar el verano enseñé a nadar a once niños sin ninguna dificultad. El duodécimo era Piteas. Venía de Delfos, así que lo había visto en la palestra y había luchado con él una o dos veces, pero no lo conocía bien. Ya me había fijado en lo hermoso que era y lo poco consciente de ello que parecía. Tenía un aire de confianza sin llegar a la soberbia. A algunos de mis amigos no les caía bien por ser tan encantador y porque parecía que todo se le daba bien sin tener que esforzarse. Yo me había dejado llevar por su opinión sin analizar por qué. Al enseñarle a nadar nos hicimos amigos.

Al igual que había hecho con los primeros alumnos, me adentré con Piteas en el agua hasta que nos llegaba al pecho. Allí le dije que se tumbara de espaldas, apoyándose en mi mano para descubrir cómo el mar lo acunaba y soportaba su cuerpo. El problema era que no conseguía relajarse. Tampoco ayudaba mucho que no tuviera apenas grasa corporal: todas las curvas de su cuerpo de muchacho de doce años eran puro músculo. Pero la Madre Tetis es poderosa: no se habría hundido tumbado de espaldas con mi palma sosteniéndolo apoyada contra el final de su espalda… si hubiera sido capaz de encontrar la forma de adoptar la postura. Se tensaba de inmediato, cada vez que lo intentábamos y echaba la cabeza hacia atrás, sumergiéndola en el agua. El ejercicio pretendía enseñarle a confiar en el agua y no era capaz de confiar lo suficiente para llegar a aprenderlo. Y, pese a todo, quería aprender: lo deseaba intensamente.

—El cuerpo humano no está hecho para esto —masculló mientras se hundía chapoteando una vez más y yo lo rescataba y lo ayudaba a ponerse de pie.

—De verdad que podrías hacerlo si te dejaras ir.

—Ya sé cómo nadan los delfines.

—Me encantan los delfines. Los veo nadar muchas veces junto a las rocas, allá donde el mar se oscurece como el vino. Cuando hayas aprendido a nadar, podrás ir con ellos.

Nunca había visto a nadie esforzarse tanto después de un fracaso tras otro. Piteas no flotaba, pero se negaba a creerlo. Me miraba moverme por el agua y flotar de espaldas y era incapaz de aceptar su incapacidad para dominar aquella habilidad a pura fuerza de voluntad. Intenté sostenerlo boca abajo y le dije que era más parecido a como lo hacían los delfines, pero no funcionó mucho mejor. No dejaba de manotear y hundirse.

—Tal vez deberíamos intentarlo otro día —dije, viendo que se enfriaba y tenía los dedos arrugados por el agua.

—Quiero nadar hoy. —Se mordió el labio y me pareció mucho más joven de lo que era—. Entiendo que no puedo dominar el arte en un día, pero quiero arrancar. Es ridículo, me siento idiota. Te he hecho perder toda la tarde, cuando sé que querías ir a la biblioteca.

—Enseñarte no es una pérdida de tiempo. ¿Pero cómo lo sabes?

—Séptima dice que, en cuanto tienes un momento, vas a la biblioteca a leer.

—Séptima siempre está en la biblioteca —dije.

Era cierto. Séptima era una chica alta con ojos grises de la casa de Atenas que ya sabía leer al llegar y que desde entonces casi se había convertido en bibliotecaria adjunta.

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