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Jo Walton: La Ciudad Justa

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Jo Walton La Ciudad Justa

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Atenea, diosa griega de la sabiduría, ha dado vida a la República de Platón en una isla perdida del Mediterráneo. Allí reúne a filósofos de todas las épocas, niños que fueron esclavos y robots encargados del trabajo duro.
En La Ciudad Justa, Simmea, una niña brillante, demostrará todo su potencial; Maia, una antigua dama victoriana, deberá encontrar su verdadero lugar y Apolo comprenderá por fin el valor de la vida humana.
En esta ciudad de las ideas y el conocimiento todos se esforzarán por alcanzar la excelencia siguiendo al pie de la letra las palabras de Platón… Todo, menos Sócrates, que hará las preguntas que nadie quiere responder.
Traducido por Blanca Rodríguez.
La edición cuenta con un prefacio para dar contexto a la obra y detalles ilustrados.

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Así que, como veréis, ya había aprendido bastante sobre la vida mortal, la igual relevancia de las personas y la importancia de las decisiones incluso antes de llegar a la República.

Atenea se encontraba en el barco Excelencia cuando embarcó la cuerda de niños en la que estaba. Me reconoció al instante, aunque nunca había visto este cuerpo antes. Es mi hermana, ¿no?

—¿Estás bien? —me preguntó.

—Mejor que nunca. Tienes que hacer algo por mis padres mortales. Cura las enfermedades de sus cultivos, envía a alguien que les venda ganado nuevo a bajo precio y, sobre todo, que tengan otro bebé lo antes posible.

—Lo haré —dijo con voz calmada. Hacía diez años que no oía aquel tono de serenidad olímpica. No mostraba emoción alguna. Asintió con la cabeza y apuntó mi nombre en el registro sin preguntármelo—. ¿Qué pasa? No han pasado ni diez años. ¿Les has cogido cariño?

—A mí me parece una vida.

Atenea se echó a reír.

—No lo entenderás hasta que lo pruebes —le advertí.

—Lo haré algún día. Ahora mismo mi ayuda es demasiado necesaria.

Parte de aquel plan mío de experimentar la vida mortal desde el principio había sido para evitar todas las discusiones y el follón de poner en marcha la ciudad. Por supuesto, podría haberme quedado en el Olimpo y presentarme como un niño de diez años junto con todos los demás, pero sabía que si me quedaba por allí, Atenea me habría tenido de un lado para otro, recogiendo cosas y metiéndome en los debates. Aquella parte había salido a pedir de boca: cuando llegué a la ciudad todo estaba construido y decidido. La urbanística era armoniosa y seguía los principios de proporción y equilibrio. Habían tomado algunas decisiones curiosas, como copiar el Palacio Vecchio a mitad de su tamaño, pero todo armonizaba. Abundaba la variedad y, sin embargo, el conjunto formaba un todo. No se le podía pedir más a una ciudad.

Estaba llena de obras de arte que Atenea había rescatado de los desastres de la historia: había estado en todas partes, desde la cuarta cruzada hasta la Segunda Guerra Mundial. Había templos dedicados a los doce Dioses y el mío estaba entre los más espléndidos, con una escultura de Praxíteles procedente de Delos a la que siempre le había tenido cariño. Los colores elegidos eran interesantes. En general se habían decantado por el mármol blanco y las estatuas sin pintar, al estilo renacentista, pero aquí y allí se veía alguna estatua pintada o vestida con tejidos de vivos colores. Todo el mundo llevaba quitones bordados y teñidos, lo que creaba el efecto de un pueblo de vivos colores sobre un paisaje en claroscuro. Había árboles y jardines, por supuesto, lo que contribuía a suavizar el conjunto.

Con su fino sentido de la ironía, Atenea me asignó a la casa Laurel, perteneciente al comedor de Delfos, de la tribu de Apolo. Había doce tribus, cada cual dedicada a un Dios, y en cada una de ella, doce casas nutricias. Cada comedor acogía diez casas con siete niños cada una. (Estas cifras no estaban en la República . Tenían algún tipo de relevancia neoplatónica complicadísima y no me cabe la menor duda de que alguien empleó mucho tiempo en calcularlas. Cuánto me alegra haberme perdido ese debate). Había diez mil ochenta niños: una cifra que podía dividirse, si uno lo deseaba, entre cualquier número excepto el once.

Los primeros años de la República fueron divertidos. Mi cuerpo todavía era el de un niño, pero era mi cuerpo y ahora ya tenía pleno control sobre él. Era joven y crecía y tenía la música y el ejercicio. Disfrutaba del divertimento de buscar grietas en aquella estructura que parecía tan sólida. Solo alguien que no supiera nada en absoluto de los niños habría sugerido reunir tantos con tan pocos adultos. Los críos eran indómitos y costaba controlarlos, por lo que se hacía necesario tolerar su desenfreno mucho más de lo que habría imaginado Platón. Los patrones intentaron establecer un sistema en el que los niños se vigilaban mutuamente cuyo éxito fue limitado. Para controlar a todos los niños como de verdad querían, tendrían que haber contado con el cuádruple de adultos, pero estaban limitados por el número de personas que no solo deseaban crear la República, sino que habían leído a Platón en su lengua original y habían rezado a Atenea para pedirle ayuda. Es probable que hubiera muchos buenos cristianos a quienes les habría gustado estar allí, aunque, incluso así, había más personas de épocas cristianas de lo que habría predicho. Es verdad que tengo amigos y devotos en todas partes, pero hay unos cuantos tiempos y lugares que rara vez visito, más que nada por motivos estéticos.

Lo que me sorprendió de los patrones cuando los conocí fue que muy pocos de ellos venían de la Ilustración. Había supuesto que aquella época, con su estimulante paganismo después de tanta cristiandad gris, habría producido una buena cosecha de filósofos a los que les habría gustado estar aquí. Un día lo comenté con Atenea cuando la encontré leyendo a Mironiano de Amastris, ovillada en su asiento favorito junto a una ventana de la biblioteca.

—Aquí no hay casi nadie de la Ilustración porque esto no es lo que ellos querían. El culmen de la República es enderezarlo todo, producir un sistema que produzca a su vez Reyes Filósofos conocedores del Bien.

—El Bien con mayúscula —apostillé.

Me miró por encima del hombro, cosa que no era fácil, ya que, dado que ambos teníamos once años, era más baja que yo.

—Exacto. El Bien con mayúscula, la Verdad, la única e inmutable Excelencia que no cambia nunca. Una vez establecido todo esto, el sistema se mantiene en la misma inmovilidad ideal tanto tiempo como sea posible y todo el mundo está de acuerdo en qué es Bueno, qué es la Virtud, qué es la Justicia y qué es la Excelencia. En la Ilustración surge por primera vez la idea de progreso, la idea de que cada generación encontrará su propia verdad, de que todo cambia y mejora constantemente. —Titubeó—. Algunos sí me rezan, solo que no me piden esto. Tiene su propio no sé qué fascinante. Me desconcierta. Es una de esas cosas que me gusta revisitar. Sé que nunca me cansaré de ello. Pero aquí no los encontrarás.

—Pero aquí hay gente que viene de épocas donde había una noción de progreso —señalé.

—Casi todas mujeres —replicó Atenea—. Siempre hay algún hombre que adora tanto a Platón que el progreso le da igual, pero las mujeres… bueno, en esas épocas las pocas mujeres que habían sido tan afortunadas de recibir una educación en griego (y no creas que hay tantas) llevaban unas vidas horribles y limitadas. Así que, cuando leían la República y llegaban a la parte sobre la igualdad de educación y oportunidades, me rogaban estar aquí tan rápido que les daba vueltas la cabeza. Ese es el motivo de que tengamos casi tantas mujeres como hombres entre los patrones. Muchas de ellas proceden de periodos tardíos.

—Tiene sentido. Y lo que dices sobre la Ilustración es fascinante. Pasaré más tiempo con Racine cuando llegue a casa para entenderlo mejor.

Unos meses después, cuando estaba levantando pesas en la palestra, un chico me empujó aposta, me desequilibró y me hizo caer. Era florentino, no de Delfos, y no recordaba haberle prestado especial atención hasta entonces. Y, sin embargo, se comportaba como si tuviéramos cuentas pendientes. No lo comprendí. Intenté hablar con él del tema, pero fingió que había sido sin querer. Después de aquello recordé otros incidentes que también habían parecido accidentales (alimentos derramados, tareas estropeadas…) y empecé a darle vueltas al tema.

Fui a ver a Axiotea, la patrona asignada a Delfos. Enseñaba matemáticas tanto a Delfos como a Florentia. Creo que procedía de los primeros años del Girton College. Le hablé de aquellos incidentes y le pregunté si tenía idea de por qué habían ocurrido.

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