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Jo Walton: La Ciudad Justa

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Jo Walton La Ciudad Justa

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Atenea, diosa griega de la sabiduría, ha dado vida a la República de Platón en una isla perdida del Mediterráneo. Allí reúne a filósofos de todas las épocas, niños que fueron esclavos y robots encargados del trabajo duro.
En La Ciudad Justa, Simmea, una niña brillante, demostrará todo su potencial; Maia, una antigua dama victoriana, deberá encontrar su verdadero lugar y Apolo comprenderá por fin el valor de la vida humana.
En esta ciudad de las ideas y el conocimiento todos se esforzarán por alcanzar la excelencia siguiendo al pie de la letra las palabras de Platón… Todo, menos Sócrates, que hará las preguntas que nadie quiere responder.
Traducido por Blanca Rodríguez.
La edición cuenta con un prefacio para dar contexto a la obra y detalles ilustrados.

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—¿Le has preguntado por mí?

—Cuando me enteré de que enseñabas a nadar.

—¿Pero por qué a ella? ¿De qué la conoces? Ella es de Atenas y tú de Delfos.

Puso cara de que lo habían pillado y luego levantó la barbilla, desafiante:

—La conocía de antes.

—¿De antes de venir aquí? —Aunque estábamos en el mar y no nos oía nadie, bajé la voz—. Ahora que lo pienso, os parecéis. ¿Tal vez es un parecido familiar?

—Es mi hermana —admitió—. Pero aquí todos somos hermanos y hermanas, así que, ¿qué más da? Es mi amiga, ¿por qué no habría de serlo?

—No hay ningún motivo para que no lo seáis. Entonces, ¿le preguntaste por mí?

—Pensé que te conocería. Lo único que sabía de ti era que habías ganado la carrera. Ahora sé que les has enseñado a nadar a los demás, que está claro que comprendes los métodos y que has sido muy paciente. Quiero aprender. Quiero nadar aunque sea un poco hoy. No puedo dejar que esto me venza.

Creo que lo que me convenció fue que se culpase a sí mismo y no a mí, y su impresionante fuerza de voluntad.

—De acuerdo, entonces —concedí—. Hay otra forma, pero es peligrosa. Ponme las manos en los hombros. No aprietes, no te pongas nervioso y no te agites, aunque te hundas. Podríamos ahogarnos los dos si lo haces. Suéltame si sientes que te hundes. Mientras no te invada el pánico, podré rescatarte, pero si nos hundes a los dos no sería capaz de subir y podríamos morir los dos.

—De acuerdo.

Se puso detrás de mí y se agarró a mis hombros.

—Ahora me voy a deslizar despacio hacia delante y te remolcaré. No muevas los brazos y deja que las piernas se levanten. Yo estaré debajo de ti.

Me deslicé hacia delante y di una brazada, impulsándolo hacia delante. Sentía su cuerpo sobre el mío, en toda su longitud. No se aferró a mí ni lo dominó el pánico, así que di suaves patadas y lo arrastré conmigo unas seis o siete brazadas. Giré la cabeza:

—Ahora, sin soltar los brazos, mueve un poco las piernas.

Me preparé para bajar las piernas y ponerme de pie si se dejaba llevar por el pánico: conocía bien la pendiente de la playa y sabía que todavía daba pie. Aquello mismo lo había hecho con mis primos menores cuando eran muy pequeños. Dejé de mover las piernas cuando empezó a mover las suyas, pero seguí braceando con fuerza, haciéndonos avanzar en paralelo a la orilla. Al fin, le dije que parara y bajé los pies hasta el fondo con cuidado. Piteas se sumergió un poco, pero no manoteó ni se dejó llevar por el pánico.

—¿He nadado? —preguntó.

—Ha sido un buen comiendo. Ahora deberías salir y correr un poco por la arena para activar la circulación y luego los dos deberíamos limpiarnos el salitre con aceite. Mañana lo harás mejor.

Salimos corriendo del agua e hicimos carreras en la playa con otros niños que había por allí, a ninguno de los cuales conocía bien. Luego Piteas vino a buscarme con un frasco de aceite y un estrígil, nos aceitamos mutuamente y luego lo retiramos todo con el estrígil. Me gustaba mucho hacerlo después de nadar, mucho más que usar las fuentes de aseo, porque el agua salada elimina el aceite corporal.

No se nos animaba a desarrollar sentimientos eróticos hacia otros niños, al contrario: se nos desanimaba a pensar siquiera en el sexo o el amor romántico. Se fomentaba la amistad, que se consideraba la mejor de las relaciones humanas y la más elevada. Sin embargo, mientras retiraba el salitre del brazo de Piteas, recordé el tacto de su cuerpo sobre el mío y comprendí que lo que sentía era atracción. El sentimiento me asustó tanto como me atraía. Sabía que no estaba bien y deseaba de corazón alcanzar mi máximo potencial. Además, no tenía ni idea de cómo saber si mis sentimientos eran correspondidos. No dije nada y rasqué con más ahínco.

—Mañana —dije al terminar—, a la misma hora. Acabarás hecho un nadador.

—Así será —dijo, como si la alternativa fuera inconcebible, como si pretendiera alcanzar la excelencia en todo o morir en el intento. Levanté la mano en un gesto de despedida y di un paso para alejarme, pero Piteas siguió hablando—. Simmea.

Me detuve y me giré:

—¿Sí?

—Me caes bien. Eres valiente y lista. Me gustaría ser tu amigo.

—¡Claro! —dije, desandando el paso para acercarme a él y darle la mano—. Tú también me caes bien.

7 APOLO Atenea hizo trampas Fue a la República como ella misma para ponerla - фото 9

7. APOLO

Atenea hizo trampas. Fue a la República como ella misma para ponerla en marcha y luego, cuando todo el trabajo estaba hecho, se transformó en una niña de diez años y le pidió a Ficino que le diera un nombre. Ficino la llamó Séptima. Le estuvo bien empleado por pedírselo a él, sabiendo que estaba obsesionado con los números mágicos.

Yo, sin embargo, lo hice todo bien desde el principio. Bajé al Hades y abandoné allí mis poderes mientras durase la vida mortal que elegí de las Moiras. Vi asombro en Cloto, resignación en Láquesis y funestos presagios en Átropos. Lo de siempre, vaya. Luego fui a mojarme los labios al río Leto para poder olvidar los pormenores de la vida futura que había elegido aunque no mis recuerdos, por supuesto. (El río Leto está lleno de peces de colores brillantes y nadie lo comenta cuando hablan de él. Me imagino que los olvidan en cuando los ven, así que son una sorpresa al principio y al final de todas las vidas mortales). Pasé a un útero y nací, cosa que ya fue una experiencia interesante en sí misma. El útero era un lugar tranquilo. Allí compuse mucha poesía. El nacimiento fue traumático. Apenas recuerdo mi primer nacimiento y, además, las imágenes del poema de Simónides se han entremezclado con mis primeros recuerdos reales. El nacimiento mortal fue incómodo hasta doler.

Mis padres mortales eran campesinos de las colinas que dominan Delfos. Me habría gustado volver a nacer en Delos, por la simetría, pero Atenea señaló que en la mayoría de las épocas no se permiten nacimientos ni muertes en Delos, lo que habría dificultado la operación. Tuve que aprender a dominar mi nuevo y minúsculo cuerpo mortal, tan diferente del inmortal que habito normalmente. Tuve que lidiar con los cambios y el crecimiento, que se producían a un ritmo irregular y escapaban por completo a mi control. Al principio apenas podía enfocar la mirada y tardé meses en poder hablar siquiera. Había pensado que aquello se me haría aburrido hasta lo indecible, pero la verdad es que todas las sensaciones eran tan intensas e inmediatas que mantenían mi interés. Podía pasarme horas sentado al sol, mirándome los dedos.

A medida que iba creciendo, me resultaba interesante descubrir cuánto de lo que yo había creído que dependía de la voluntad se veía afectado por la carne. El alimento y el sueño no eran solo placeres, sino necesidades y me di cuenta de que el hambre y el cansancio me nublaban la mente.

Crecí rápido y fuerte, mis padres eran cariñosos y buenos conmigo. Todo iba según el plan, incluida la hambruna que llegó unos meses antes de mi décimo cumpleaños y que Atenea y yo habíamos dispuesto para inducir a mis amantes progenitores a venderme como esclavo. Pero no salió como habíamos planeado. Para empezar, yo no tenía ni idea de lo que significaba de verdad una hambruna: necesitar alimento y tener que pasar hambre en vez de comer es una forma de dolor. Era insoportable. No soporto recordarlo. La desesperación que vi en la cara de mi padre mortal cuando se nos murió el último cerdo. Cómo lloraba mi madre cuando llegaron los esclavistas y les hicieron una oferta por mí. Les tenía cariño, por supuesto: habían estado venerándome con adoración durante casi una década. Venderme le rompió el corazón a mi madre mortal. Atenea y yo éramos quienes habíamos decidido todo aquello y se lo habíamos impuesto. Ellos no habían elegido amar a su hijo para perderlo de aquella forma tan terrible, ni verse obligados a decidir entre la esclavitud para mí y la muerte para los tres. Jamás habría imaginado la magnitud de nuestra crueldad.

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