Jo Walton - La Ciudad Justa

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Atenea, diosa griega de la sabiduría, ha dado vida a la República de Platón en una isla perdida del Mediterráneo. Allí reúne a filósofos de todas las épocas, niños que fueron esclavos y robots encargados del trabajo duro.
En La Ciudad Justa, Simmea, una niña brillante, demostrará todo su potencial; Maia, una antigua dama victoriana, deberá encontrar su verdadero lugar y Apolo comprenderá por fin el valor de la vida humana.
En esta ciudad de las ideas y el conocimiento todos se esforzarán por alcanzar la excelencia siguiendo al pie de la letra las palabras de Platón… Todo, menos Sócrates, que hará las preguntas que nadie quiere responder.
Traducido por Blanca Rodríguez.
La edición cuenta con un prefacio para dar contexto a la obra y detalles ilustrados.

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—¿En lo funcional? —repitió Ático, frunciendo el ceño.

—Los edificios de nuestra ciudad tienen funciones diferentes de las de los edificios de cualquier ciudad existente. Aunque tuviéramos todas las opciones del mundo, sería difícil encontrar suficientes edificios con comedores y cocinas y salas del tamaño adecuado para las clases —explicó Ícaro—. Lo ideal sería que fueran diseños nuevos de arquitectos maravillosos, pero tal como están las cosas, hemos decidido tomar las características de los edificios antiguos al estilo de las ciudades que dan nombre a las casas y que los trabajadores las reproduzcan en nuestras propias construcciones.

—¿Y por qué no podemos hacer lo mismo con el arte? —preguntó Ático—. Los trabajadores podrían reproducir las obras sin dificultad.

—Porque los originales se ajustan mejor a los fines platónicos —respondí.

—Platón afirma que el arte debería representar personas buenas haciendo buenas obras como ejemplo para la infancia —apostilló Ático.

—Sí, y también que debe ser un ejemplo de belleza para que abra sus almas a la excelencia —añadí.

Ícaro me miró con aprobación.

—¡Sí! Y, tratándose de arte, los originales siempre son mejores.

—¡Por Júpiter! —renegó Ático—. ¡Si no serán capaces de distinguir si se trata de originales o de copias!

—Ellos no, pero sus almas sí —terció Ficino.

Al final acabamos ganando y los tres lo celebramos en la cena con agua fresca y gachas de cebada. Ficino e Ícaro compartieron recuerdos de los vinos que habían bebido juntos en Florencia y debatieron sobre cuánto tardarían en producir una cosecha las viñas que habían plantado los trabajadores. Fingimos mezclar el agua con vino, al más puro estilo clásico, e Ícaro fingió haberse emborrachado un poco, cosa que Ficino le recriminó citando a Sócrates sobre la templanza. Ícaro fingió avergonzarse. Jamás había pasado una velada más agradable ni me había reído tanto.

Al día siguiente, en el comité, quedó claro que Ficino e Ícaro querían salvarlo todo.

—El comité de bibliotecas va a enviar una expedición a la Biblioteca de Alejandría para rescatar todo —dijo Ícaro, que también servía en aquel comité—. Manlio y yo iremos. Nos lo llevaremos todo, todas las obras escritas de la antigüedad, aunque, por supuesto, controlaremos el acceso a ellas. ¿Por qué no rescatar también todo el arte que encontremos?

—Tenemos que ser selectivos y asegurarnos de que se ajuste a lo que quería Platón —respondió Ático.

—¿Cómo sería posible lo contrario? —preguntó Ficino.

—Antes de permitir su entrada en la ciudad tenemos que examinarlo todo para asegurarnos de que sea así —insistió Ático y todos estuvimos de acuerdo.

Redactamos un programa completo de rescate de obras de arte a lo largo de los siglos. Todas debían ajustarse al mensaje que queríamos que los niños extrajeran de él y, por supuesto, tenía que tratar temas clásicos. Había una cantidad inmensa de arte del mundo antiguo potencialmente disponible: era descorazonador que se hubiera perdido tanto. Yo estaba muy a favor de salvar tanto como fuera posible. Había muchas obras disponibles del Renacimiento que también parecían merecer la pena. Atenea condujo a los hombres del comité de arte en varias expediciones. Para mi asombro y deleite, recuperaron nueve Botticellis, arrebatados a la hoguera de las vanidades.

—Al principio me hice pasar por un mercader veneciano e intenté comprarlos, pero Savonarola se negó. Al final los robamos y en su lugar dejamos unos lienzos sin valor que habíamos comprado —contó Ático, entre risas.

—¿Quién ha visto alguna vez un veneciano que solo supiera hablar latín clásico? —bromeó Ícaro.

—Mirad El juicio de Paris —se regodeó Ático, llevándose el cuadro consigo para enseñárselo a Tulio.

—¿Eso representa personas buenas haciendo buenas obras? —pregunté en voz baja para que no me oyera Ático.

Ícaro me sonrió:

—Algunos de estos representan personas misteriosas haciendo cosas misteriosas. Aunque, desde luego, elevan el espíritu.

—De eso no cabe duda —dije.

Un sonriente Ficino desplegó otro.

—Estos los colgaremos en el comedor florentino.

—¿Tenéis ya una patrona para Florentia? —pregunté—. Porque si no la tenéis, me gustaría mucho ofrecerme voluntaria.

—¿Para poder ver estas obras todos los días? —preguntó Ficino, contemplando el Invierno con orgullo.

—Sí. Y porque, aunque no soy florentina, adoraba Florencia.

—Lo consideraré. Averiguaré si hay alguien con más derecho. ¿Cuál te parece el mejor edificio florentino que imitar para el comedor?

—Cuesta elegir, porque todo era tan hermoso… ¿Tal vez el baptisterio? Es una pena que el palacio de los Uffizi no fuese a resultar demasiado práctico, aunque ese sería el mejor entorno para estos maravillosos Botticellis.

—El palacio de los Uffizi es un símbolo del poder de los Médici y de la pérdida de la libertad de la República de Florencia —replicó Ficino, frunciendo el ceño.

—Entonces el Palazzo Vecchio —dije, de inmediato—. Ese era de la República y es hermosísimo.

—Demasiado grande —dijo Ícaro, alegre—. Claro que, para Ferrara, Lucrecia ha sugerido que hagamos la mitad del castillo.

—¿Y qué tal el Palazzo Vechio a la mitad de su tamaño? — sugirió Ficino, ignorando a Ícaro y mirándome a mí.

—Creo que sería espléndido —dije, mostrando toda la aprobación que pude.

—O tal vez deberíamos hacer algo con tres partes, por las tres partes del alma —musitó—. ¡Qué maravilla será ver crecer a los niños y que los mejores de entre ellos se conviertan en reyes filósofos!

—Me muero de ganas. Pensar que lo estamos preparando todo para ellos es maravilloso. ¿Ya te han contado que el comité tecnológico ha decidido que, en la reproducción de libros, se imprima todo en los dos idiomas? Y lo primero, en cuanto acabemos con las obras de Platón, será imprimir todo lo que Ícaro y Manlio han rescatado de Alejandría, para que todos podamos leerlo.

—¡Excelente! —exclamó Ficino—. Me presentaré voluntario para los trabajos de traducción para poder verlo todo antes.

—¡Nuevas obras de Sófocles! —Ícaro estaba exultante—. ¡Y las obras originales de Epicuro y los hedonistas! Pienso leerlas en cuanto estén impresas. —Sonrió—. Estoy en el comité de censura, así que las leeré antes que nadie.

6 SIMMEA Aprendí a leer primero en griego y luego el alfabeto latino No - фото 8

6. SIMMEA

Aprendí a leer, primero en griego y luego el alfabeto latino. No había pasado un año y ya leía ambas lenguas con fluidez, aunque no conocía el latín antes de llegar. Muchos de los patrones eran hablantes nativos de latín, así que me fue fácil pillarlo. Incluso los que no eran nativos lo conocían bien, pues, tal como nos explicaron, había sido el idioma de la civilización durante siglos. Pronto fui capaz de hablar y leer ambas lenguas con facilidad. Ya no notaba el acento arrastrado y suavizado que tenían muchos de los patrones, ni siquiera que pronunciasen las uves como bes: yo misma había empezado a hablar el griego de esa manera.

Comencé a aprender historia antes de que empezaran a enseñármela y supe sin analizarla que se trataba de la historia del futuro. Vivíamos, según nos dijeron, en la época anterior a la guerra de Troya. El rey Minos gobernaba en Creta y Micenas era la ciudad continental más floreciente. Y, sin embargo, aunque no se había producido todavía, lo conocíamos todo sobre la guerra de Troya. (Una versión de la Ilíada era uno de mis libros favoritos). Es más, conocíamos la guerra del Peloponeso, las guerras de Alejandro, las guerras púnicas, Adrianópolis y, en menor detalle, la caída de Constantinopla y la batalla de Lepanto. Cuando le pregunté a Ficino qué había pasado después de Lepanto me respondió que aquello había ocurrido después de su tiempo, y cuando le pregunté a Axiotea, que nos enseñaba matemáticas, contestó que a partir de ahí la historia se volvía aburrida y no era más que una serie de inventos, de leyes del movimiento y telescopios y electricidad y trabajadores y todo eso.

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