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Jo Walton: La Ciudad Justa

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Jo Walton La Ciudad Justa

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Atenea, diosa griega de la sabiduría, ha dado vida a la República de Platón en una isla perdida del Mediterráneo. Allí reúne a filósofos de todas las épocas, niños que fueron esclavos y robots encargados del trabajo duro.
En La Ciudad Justa, Simmea, una niña brillante, demostrará todo su potencial; Maia, una antigua dama victoriana, deberá encontrar su verdadero lugar y Apolo comprenderá por fin el valor de la vida humana.
En esta ciudad de las ideas y el conocimiento todos se esforzarán por alcanzar la excelencia siguiendo al pie de la letra las palabras de Platón… Todo, menos Sócrates, que hará las preguntas que nadie quiere responder.
Traducido por Blanca Rodríguez.
La edición cuenta con un prefacio para dar contexto a la obra y detalles ilustrados.

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—La otra tela es vuestra capa —dijo, y nos enseñó a doblarlas—. No os hará falta hasta el invierno. También os servirán de mantas y de toallas, como habéis visto.

—¿Son nuestras? —preguntó una niña, tocando la fíbula—. ¿Podemos quedárnoslas?

—Podéis usarlas.

—¿Eres tú nuestra patrona? —preguntó Andrómeda.

—Debéis obedecer a todos los patrones, pero no sois esclavas. Ficino os lo explicará después. Ahora venid, es hora de comer.

Todas nos habíamos vestido y a ninguna se le caía el quitón. Maya nos llevó al comedor.

—Nuestro comedor se llama Florentia. Las casas de descanso son pequeñas, aunque cada una tiene su nombre y su flor, y más adelante tal vez queráis bordar un hisopo en el quitón, si os apetece. Pero el comedor es importante. En cada uno de ellos hay lugar para setenta personas, niñas y niños mezclados, y cada uno de ellos recibe el nombre de una de las grandes ciudades de la civilización.

—¿Cuántos comedores hay? —pregunté.

—Ciento cuarenta y cuatro —respondió Maya al instante. Calculé de cabeza.

—¿Entonces somos diez mil ochenta?

—¡Se te dan bien los números! ¿Cómo te llamas?

—Simmea.

Sonrió.

—Otro nombre maravilloso. Pues sí, Simmea, seréis diez mil ochenta, doce tribus, ciento cuarenta y cuatro comedores. Y aprenderéis todo lo referente a las ciudades de vuestros comedores y os enorgulleceréis de sus logros.

—¿Y Florentia es una ciudad excelente? —preguntó Andrómeda—. Nunca había oído hablar de ella.

—Pronto lo sabrás —prometió Maya.

El comedor era inmenso. Estaba construido en piedra, no en mármol, tenía ventanas estrechas y en un rincón se elevaba una torre retorcida. Dentro había un patio con una fuente, y escaleras que conducían a una gran sala con una tremenda cacofonía de niños sentados en bancos arrimados a unas mesas. Me alegró ver a Ficino y a Cebes, sentados entre los demás y comiendo. Ambos llevaban quitones, pero Ficino conservaba su bonete rojo.

Maya nos buscó una mesa donde sentarnos todas juntas. Cebes me vio y me saludó con la mano cuando ya me estaba sentando.

—Nos turnamos para servirnos —explicó Maya.

Tenía hambre. Un niño trajo bandejas de alimentos y las dejó donde pudiéramos servírnoslos nosotras mismas. La comida era deliciosa: pan y queso fresco con aceitunas, alcachofas, pepinos y aceite de oliva, acompañados de agua fresca y clara para beber. Recuerdo que la primera noche cenamos un jamón meloso y exquisito que parecía deshacerse en la boca.

Fue mientras comía el jamón cuando levanté la vista y vi los cuadros. Repartidos por todas las paredes de la estancia había diez cuadros, todos de escenas mitológicas, y nueve de ellos pintados con una maravillosa delicadeza que me obligaba a mirarlos sin parar. Aquella noche no vi los diez, solo el de la pared de enfrente, en el que había representado un anciano de larga barba que sacudía nieve de su capa mientras unas hermosas mujeres bailaban alrededor de una fuente congelada y un lobo masticaba un fardo que había dejado caer un cazador en su huida. Nunca había visto la nieve, pero no era ese el motivo por el que no podía dejar de observarlo.

—No comes nada, Simmea —dijo Maya al cabo de un rato. Me di cuenta de que tenía el jamón en la boca pero no lo estaba masticando.

—Lo siento —dije, cerré la boca y tragué—. Pero ese cuadro… ¿quién lo pintó? ¿Qué es?

—Lo pintó Sandro Botticelli en Florencia. Florentia —se corrigió de inmediato—. Es el Invierno . Es parte de un conjunto. También tenemos aquí el Verano y el Otoño .

—¿La Primavera no?

—La Primavera está en la auténtica Florentia. Pero, si te gusta, un día te enseñaré una reproducción.

—¿Si me gusta? De todas las maravillas que hay aquí, es la más maravillosa —respondí.

Había visto cuadros antes. Había dos iconos en la iglesia de mi pueblo, uno de la Virgen y otro de un Cristo crucificado. Botticelli les hacía morder el polvo.

Después de la cena nos fuimos a la cama. Resultó que había una barra luminosa en la casa Hisopo que nos daba suficiente luz para usar las fuentes letrinas y después desvestirnos y meternos en las camas. Maya le enseñó a Andrómeda cómo se apagaba, por medio de un interruptor que había junto a la puerta. Me ovillé bajo las dos mantas y dormí. Andrómeda nos despertó a la mañana siguiente y volvimos a lavarnos en las fuentes de aseo antes de volver al comedor. Esta vez había incluso más niños, aunque no estaba lleno. Vi a Maya sentada con otro grupo de niñas que no dejaban de mirar a su alrededor, asombradas. Nos sirvieron unas gachas hechas de frutos secos y semillas, y había toda la fruta que quisiéramos. Me había sentado en un sitio que me permitía contemplar el Otoño de Botticelli mientras comía y no apartaba la mirada de los ricos colores de las hojas y de las caras semiocultas.

Al terminar el desayuno, Ficino se puso de pie y, tras numerosas peticiones de silencio, nos callamos.

—Ya estáis todos juntos, mis pequeños florentinos, diez casas de descanso reunidas en este comedor. Provenís de muchos lugares distintos, de muchas familias distintas, pero ahora estáis en la ciudad y todos sois hermanos y hermanas. Que vuestras antiguas vidas sean para vosotros como un sueño al despertar. Sacudíoslas de encima como si acabaseis de salir del Leto. Imaginad que habéis estado durmiendo en la tierra de esta isla, soñando todo lo que recordáis, y que vuestra vida empieza aquí y ahora. Mientras estabais bajo tierra, sus metales se mezclaron en vosotros, de manera que todos sois una mistura de hierro y bronce, de oro y plata. Pronto descubriréis cuáles de ellos predominan en vosotros y qué es lo que se os da bien. Aquí, en la Ciudad Justa, alcanzaréis vuestro máximo potencial. Aprenderéis y creceréis y buscaréis la excelencia. —Le dedicó una sonrisa a toda la estancia. Vi que Cebes bajaba la vista con el ceño fruncido. Luego Ficino siguió hablando—. Empezaremos hoy. Los que sepáis leer, colocaos a mi izquierda y los que no, a mi derecha.

Me coloqué a su derecha y, en efecto, fue entonces cuando mi vida empezó de verdad.

5 MAYA Una señorita de la Inglaterra victoriana no espera que sus plegarias - фото 7

5. MAYA

Una señorita de la Inglaterra victoriana no espera que sus plegarias tengan respuesta, o al menos no de forma tan directa e inmediata, y mucho menos que sea Palas Atenea quien responda. Mi primer pensamiento al contemplar a todas las personas de diversos atuendos que me rodeaban, unidas solo por sus expresiones de absoluto desconcierto, fue que a lo largo de la historia todo el mundo había querido conocer la verdad sobre Dios, sobre los Dioses, y que ahora no quedaban dudas. Los Dioses existían, les importaba la humanidad, y una de ellos era Palas Atenea. Permaneció quieta, mirando con seriedad por encima de la concurrencia. Le sacaba medio cuerpo de estatura al más alto de los hombres y llevaba, tal como la describe Homero, el casco, la lanza y una lechuza bajo el brazo. La lechuza me miraba y le dediqué un asentimiento de cabeza. Debí haberme preguntado si estaba en un sueño, pero no había duda alguna de que lo que ocurría era real. Era lo más real que me había ocurrido en la vida.

Entonces, Atenea habló. Nunca hasta aquel momento había oído hablar griego, aunque mi padre me había leído en voz alta en alguna ocasión. Me sobrecogió de tal manera la naturalidad del sonido de las sílabas que tardé un momento en centrarme en lo que decía la Diosa.

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