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Jo Walton: La Ciudad Justa

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Jo Walton La Ciudad Justa

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Atenea, diosa griega de la sabiduría, ha dado vida a la República de Platón en una isla perdida del Mediterráneo. Allí reúne a filósofos de todas las épocas, niños que fueron esclavos y robots encargados del trabajo duro.
En La Ciudad Justa, Simmea, una niña brillante, demostrará todo su potencial; Maia, una antigua dama victoriana, deberá encontrar su verdadero lugar y Apolo comprenderá por fin el valor de la vida humana.
En esta ciudad de las ideas y el conocimiento todos se esforzarán por alcanzar la excelencia siguiendo al pie de la letra las palabras de Platón… Todo, menos Sócrates, que hará las preguntas que nadie quiere responder.
Traducido por Blanca Rodríguez.
La edición cuenta con un prefacio para dar contexto a la obra y detalles ilustrados.

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Al día siguiente, en el mercado de San Lorenzo, mientras tía Fanny y Anne contemplaban embobadas unos guantes de piel, me adelanté con sigilo al siguiente puesto, donde había altas pilas de libros. Algunos estaban en italiano, pero muchos otros eran en griego y latín, y entre ellos había varios volúmenes ajados de Platón. La mera visión del nombre sobre la piel gastada parecía acercarme más a mi padre. Los precios parecían razonables, tal vez hubiera poca demanda de libros en griego. Conté mis magras reservas de efectivo, regalo de mi generosa tía que imaginaba que querría comprar alguna fruslería. En lugar de eso, adquirí todos los libros que pude pagar y que me vi capaz de cargar. Por supuesto, no podía llevarlos sin que se dieran cuenta, así que mi tía y mi prima vieron la pila en cuanto me reuní con ellas. Percibí la consternación en los ojos de la tía Fanny, aunque se esforzó al máximo por sonreír:

—Cuánto te pareces a tu padre, querida Ethel —dijo—, mi querido hermano John. Él también gastaba en libros todo lo que tenía a la menor oportunidad. Pero no debes permitir que los hombres crean que eres una sabionda. ¡No hay nada que les desagrade más!

Al día siguiente partimos hacia Roma. Había decidido hacer durar los libros y leer solo uno a la semana, pero los devoré. En Roma vi el Coliseo y las ruinas de los palacios del monte Palatino. Leí a Platón.

Como cualquiera que lea a Platón, me moría por interrumpir a Sócrates y meter mis propios argumentos. Aunque no pudiera hacer tal cosa, leer a Platón era como formar parte de la conversación que tanto se me había negado. Leí El banquete y el Protágoras y luego empecé con la República . La República trata sobre las ideas platónicas de justicia, no en términos penales, sino sobre cómo maximizar la felicidad viviendo una vida justa tanto interna como externamente. Habla tanto de la ciudad como del alma, comparando ambas y sentando las bases de sus ideas sobre la naturaleza humana y sobre cómo deberíamos vivir las personas, y plantea el alma como un microcosmos de la ciudad. En su ciudad ideal, al igual que en el alma ideal, se equilibran las tres partes de la naturaleza humana: la razón, la pasión y los apetitos. Al organizar la ciudad con justicia, se maximizaría la justicia en las almas de sus habitantes.

Las ideas platónicas sobre todas estas cosas eran tan fascinantes e inspiradoras que leía sin parar y ardía en deseos de poder hablar sobre ellas con alguien a quien le interesasen. Entonces, en el quinto libro, encontré un pasaje en el que habla de la educación de las mujeres y de la propia igualdad de la mujer. Lo releí una y otra vez. Apenas podía creerlo: Platón me habría permitido participar en la conversación de la que me excluía mi sexo. Me habría permitido ser una guardiana con las únicas limitaciones de mi propia capacidad para alcanzar la excelencia.

Me acerqué a la ventana y contemplé aquella bulliciosa calle romana. Pasaba un trabajador cargado con una escalera. Le silbó a una joven que había en el quicio de una puerta y que le gritó algo en italiano. Yo era una mujer, una joven, y eso me constreñía en todo. Mis opciones eran insoportablemente limitadas. Si quería llevar una vida intelectual no podía trabajar de otra cosa que no fuera aya o profesora en una escuela para niñas, donde no enseñaría los clásicos, sino los logros adecuados para una jovencita: dibujo a lápiz, acuarela, italiano, francés y piano. Me era posible escribir libros —tenía la vaga idea de que algunas mujeres habían logrado mantenerse por ese medio—, pero no me interesaba la ficción y escribir filosofía no sería aceptable. Podía casarme, si encontraba un hombre como mi padre… pero ni siquiera Padre había elegido una mujer como yo, sino como mi madre. La tía Fanny no se equivocaba al decir que a los hombres les desagradan las sabiondas. Tal vez podría encargarme de la casa de Edward, como me había propuesto, y escribir sus sermones, pero, ¿qué sería de mí si se casase?

En la República de Platón, como nunca en toda la historia, mi sexo no habría supuesto un impedimento. Podría haber sido igual que cualquiera. Podría haberme formado con libertad y aprendido filosofía. Deseaba con todas mis fuerzas que existiese y haber nacido en ella. La obra de Platón tenía dos mil trescientos años y en todo este tiempo nadie le había prestado ninguna atención a ese punto. ¿Cuántas mujeres habían llevado vidas estúpidas, desperdiciadas y accesorias porque nadie había hecho caso a Platón? Estaba furiosa contra todo el mundo, salvo Platón y mi padre.

Regresé a mi asiento y volví a coger el libro para leerlo cada vez más rápido, ya sin querer contradecir a Sócrates, diciendo sí de corazón, sí a todo: sí, censuremos a Homero, limitemos los estilos musicales, ¿por qué no?; sí, llevemos a los niños a la batalla; sí, desde luego, haz ejercicio sin ropa si crees que es mejor; sí, desde luego, empecemos a los diez años, ¡cuánto lo habría disfrutado entonces! Sí, por favor, por favor, querido Platón, enseña a los mejores de ambos sexos para que se conviertan en reyes filósofos que descubran y entiendan la Verdad que oculta este mundo. Encendí la lámpara de gas y leí durante casi toda la noche.

A la mañana siguiente, la tía Fanny se quejó de que se me veía fatigada y me dijo que no debía agotarme. Alegué que me encontraba de maravilla y que una excursión resultaría tonificante. El guía nos llevó a ver la Fontana di Trevi, un inmenso espectáculo arquitectónico que Anne admiró, y luego al Panteón, un templo circular construido por Marco Agripa en honor a todos los dioses y luego reclamado como iglesia cristiana. La cúpula conduce la mirada inexorablemente a un círculo de cielo despejado. Contemplé el amasijo católico de crucifijos e iconos que había abajo y me resultó impío en aquel lugar que guiaba el corazón hacia Dios sin necesidad de aquello. Sin duda, los reyes filósofos habrían adivinado a Dios en la Verdad. Nadie podría entrar en aquel edificio sin aprehenderlo, ni siquiera los paganos que lo habían construido. Sin duda lo entendían tras la fachada de la mitología, tal vez sin saber lo que entendían. No tenían santos ni profetas. Sus dioses eran la mejor manera de que disponían para comprender lo divino.

Mis pensamientos se dirigieron a los dioses griegos y a la idea de un principio femenino dentro del mismo Dios que me había sobrevenido en Florencia. Sin pretenderlo en lo más mínimo, me encontré rezando a Atenea, la patrona del aprendizaje y la sabiduría. «¡Oh, Palas Atenea, llévame lejos de aquí, permíteme vivir en la República de Platón, permíteme trabajar para encontrar un modo de hacerla real!».

Estoy segura de que un segundo después me habría dado cuenta de lo que estaba haciendo, habría sido una conmoción para mí misma y habría caído de rodillas para suplicarle a Jesús que me perdonase. Pero ese segundo después no llegó. Me encontraba en el Panteón, rezándole a Atenea con la vista en el cielo, y luego, sin ninguna transición, estaba en Kallisté, en una sala rodeada de columnas, con un montón de hombres y mujeres de muchos siglos distintos tan perplejos como yo, ante la misma Atenea de ojos grises.

4 SIMMEA Nunca he sabido qué año era cuando me compraron en Smirna ni - фото 6

4. SIMMEA

Nunca he sabido qué año era cuando me compraron en Smirna, ni siquiera qué siglo. Los patrones querían que olvidásemos nuestros antiguos hogares y cuando se lo pregunté a Ficino, mucho después, me dijo que no se acordaba. Tal vez era verdad. Seguro que había participado en muchos de aquellos viajes a muchos años distintos. Recogieron diez mil niños grecohablantes que aparentaban diez años de edad. Desde entonces, he pensado a menudo cuánto mejor habría sido para ellos haber recogido a los bebés abandonados de la antigüedad, pero entonces habrían necesitado nodrizas, así que tal vez tampoco habría funcionado de ese modo.

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