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Jo Walton: La Ciudad Justa

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Jo Walton La Ciudad Justa

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Atenea, diosa griega de la sabiduría, ha dado vida a la República de Platón en una isla perdida del Mediterráneo. Allí reúne a filósofos de todas las épocas, niños que fueron esclavos y robots encargados del trabajo duro.
En La Ciudad Justa, Simmea, una niña brillante, demostrará todo su potencial; Maia, una antigua dama victoriana, deberá encontrar su verdadero lugar y Apolo comprenderá por fin el valor de la vida humana.
En esta ciudad de las ideas y el conocimiento todos se esforzarán por alcanzar la excelencia siguiendo al pie de la letra las palabras de Platón… Todo, menos Sócrates, que hará las preguntas que nadie quiere responder.
Traducido por Blanca Rodríguez.
La edición cuenta con un prefacio para dar contexto a la obra y detalles ilustrados.

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Lo que no recuerdo es cuándo aprendí a leer. Tal vez me enseñó mi madre, como había hecho con Meg. Sé leer desde que tengo uso de razón, así que quizá es cierto lo que dice Platón y arrastramos fragmentos de nuestras vidas pasadas. Si es así, solo me acuerdo de leer. Desde luego, tengo un recuerdo del todo nítido de que cuando vi el alfabeto griego por primera vez, teniendo yo seis años y el pobre Edward siete, lo comprendí al instante, más como si recuperase algo que había olvidado que como si lo aprendiese desde cero. Las formas de las letras griegas eran como viejas amigas y solo hizo falta que me dijeran sus nombres una vez. Para Edward, sin embargo, fue una tortura. Recuerdo tratar de ayudarlo una y otra vez. Se perdía sin remedio, el pobre niño. Fue entonces cuando empezamos a trabajar juntos en serio. Siempre me traía sus lecciones en cuanto dejaba a padre y las repasábamos juntos hasta que las entendía. Así avanzamos juntos en el latín y el griego. No tardé en adelantarlo leyendo sus libros. Ya había leído todo lo que había en casa escrito en inglés.

Durante mi primera infancia, madre y padre no se fijaban demasiado en mí. Todas las tardes, después del té, la aya me llevaba al piso de abajo para saludarlos y con frecuencia era el único momento del día en que los veía. Meg era cuatro años mayor que Edward y me sacaba cinco a mí. Madre se encargaba en persona de su educación y siempre la llevaba con ella. Meg tenía un vestuario espléndido que le quedaba de maravilla. Era una niña encantadora, de buen carácter, que siempre sonreía y reía, con tirabuzones dorados y mejillas sonrosadas. Yo tenía el pelo más descolorido, carente de vida en comparación con el de mi hermana, y jamás se rizaba. Además, no intentaba encandilar a las visitas. Me retraía a mi interior hasta el punto de que mi madre llegó a considerarme insulsa, sosa y taciturna. Cuando Meg tuvo edad para empezar a tocar el piano y a coser con gracia, Edward y yo seguíamos al cuidado de nuestra aya.

Edward estudiaba con padre todas las mañanas. Yo me quedaba en el cuarto infantil y leía todo lo que caía en mis manos. Luego, por las tardes, después de ayudar a mi hermano a entender las lecciones de la mañana, dábamos saludables paseos por los páramos. Mantuvimos esta rutina más que contentos hasta que Edward cumplió doce años y padre empezó a hablar de mandarlo a un internado. A Edward le horrorizaba la idea y suplicó que le permitieran quedarse en casa. «Pero tu trabajo ha mejorado mucho —me contó que había dicho padre—. Tu última redacción en latín solo tenía un fallo y la de griego, ninguno». Entonces, estalló y le confesó a padre que ambas eran obra mía. Padre lo perdonó, pero quedó perplejo: «¿La pequeña Ethel? ¿Pero cómo sabe tanto?». Me hizo llamar y me sometió a una prueba con pasajes en griego y en latín que Edward y él no habían visto antes, pasajes que traduje con orgullo y sin dificultad.

A partir de aquel momento, padre nos instruyó a los dos juntos, e incluso atendía más a mis progresos que a los de mi hermano porque yo era capaz de seguir sus razonamientos, mientras que él no. Al año siguiente, Edward fue enviado a un colegio, cuyo examen de ingreso aprobó a duras penas. Padre siguió enseñándome en casa. Cuando mi hermano fue a Oxford, padre y yo casi nos habíamos convertido en colegas, dos eruditos que trabajan juntos y pasan todo el día repasando un texto y debatiendo sobre él. Padre decía que yo tenía la inteligencia de un hombre y que era una pena que no pudiera ir a Oxford también, pues me habría beneficiado mucho. Le dije que no quería dejarlo, pero que tal vez Edward pudiera traernos más libros. Padre tenía muchas ganas de releer a Platón, cuyas obras no poseía, y no había vuelto a leer desde que él mismo había estado en Oxford.

Al año siguiente, 1859, mi padre murió de repente de un frío que se le metió en los pulmones. Edward cursaba el segundo año en Oxford. Nuestras vidas cambiaron de la noche a la mañana. Por supuesto, tuvimos que ceder la rectoría. Meg, que tenía veintitrés años, llevaba un tiempo comprometida con el hijo del terrateniente local. Dadas las circunstancias, a todo el mundo le pareció lo mejor que se casaran de inmediato y formasen un hogar. A mí me enviaron a Londres con la tía Fanny, mi madrina y hermana de mi padre. La tía Fanny se había casado bien y ahora era lady Dakin. Podía permitirse mantenerme mejor que el reciente esposo de Meg.

A Edward no le hacía ninguna gracia, pero tampoco podía hacer nada al respecto. Él heredó el patrimonio de mi padre completo. Apenas era suficiente para mantenerlo mientras seguía en Oxford. Me prometió que en cuanto se graduase y encontrase un medio de vida capaz de mantenernos a los dos, me acogería en su casa y yo le ayudaría a llevarla. Me pintó un retrato color de rosa de ambos viviendo felices en alguna rectoría rural: él cazando y yo, estudiando y escribiéndole los sermones. Me parecía el mejor futuro al que podía aspirar.

La tía Fanny era muy bondadosa y me proporcionó una temporada social en Londres con su hija menor, mi prima Anne. Aquella no era el tipo de diversión que más me agradaba, me retorcía de pura timidez al verme obligada a rodearme de tantos desconocidos continuamente. No tuve éxito entre los jóvenes caballeros a quienes me presentaron.

La tía Fanny y Anne me animaban, incansables, a sacarme el máximo partido y a vestirme de lila y gris al cabo de tres meses, pero yo insistí en llevar luto cerrado por mi padre durante un año entero. Lo echaba de menos con amargura todos los días. También echaba de menos mis libros. Solo me habían permitido llevarme conmigo algunos de los de padre y estaba sedienta de cualquier nueva lectura. Ni mi prima ni yo nos casamos al acabar la temporada londinense y, sin duda desesperada por no saber qué hacer con dos muchachas, la tía Fanny nos llevó de gira por Italia. Tomamos un guía y un carruaje y nos hospedamos en alojamientos públicos y en casas de amistades. Todo era magnificente y al menos me proporcionó cosas nuevas que ver y en que pensar. A veces incluso podía contar las historias de los lugares que visitábamos, cosa que siempre sorprendía a mis acompañantes y que me granjeó la antipatía de nuestro guía.

En Florencia me enamoré, como tantas personas antes que yo, no de ningún personaje, sino del arte renacentista. En el Palacio Pitti vi un fresco que representaba la destrucción del mundo antiguo —Pegaso atacado por las harpías— y como las Musas llegaban a refugiarse en Florencia, donde Lorenzo de Médici les daba la bienvenida. Me sobrecogió de tal manera que tuve que pedirle a Anna un pañuelo para secarme los ojos. La tía Fanny negó con la cabeza. Las jóvenes deben admirar el arte, pero no con semejante ardor.

De hecho, la pobre tía Fanny no tenía ni idea de qué hacer conmigo. En la galería Uffizi, las Madonnas de Botticelli le parecieron «papistas». En cuanto las vi me di cuenta de lo lóbrega que es la noción de Dios sin la suavidad del espíritu femenino. Por supuesto, yo creía en Dios, y en la salvación por Cristo. Siempre había sido una feligresa devota. Rezaba todas las noches. Creía en la divina providencia e intentaba ver su mano incluso en las dificultades de mi vida, que, tal como me recordaba a mí misma, no eran grandes en comparación con las que tenían que soportar otras personas. Podría haberme quedado en la absoluta indigencia y haberme visto obligada a mendigar o a prostituirme. Sabía que tenía suerte. Y, sin embargo, me sentía atrapada. Desde la muerte de mi padre no había mantenido una sola conversación con un igual y, desde luego, todas ellas habían sido mundanas Y eso siendo generosa. Quería hablar con alguien sobre el nutricio elemento femenino de Dios, sobre las vidas de los ángeles que se veían de fondo en las Madonnas de Botticelli e, incluso más, de la Primavera . Cuando le pregunté a Anne qué pensaba, me dijo que el cuadro la perturbaba. Nos quedamos delante del Nacimiento de Venus mientras el guía soltaba sandeces. Pasamos a otra sala y a Rafael, que había pintado hombres con los que sentí que podría haber conversado. Me sentía tan sola que habría hablado incluso con sus retratos de no haber tenido público. Añoraba muchísimo a mi padre.

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