—Quiere seguirme, por favor.
Una sonriente señorita, también vestida, se había acercado por detrás. Antonio la siguió hasta un garito escondido en un sótano al que había que acceder por un laberinto y traspasar distintas puertas blindadas con sus respectivas claves digitales.
Un hombre alto con una larga cabellera blanca, como el platino, que sobrepasaba los hombros del traje oscuro se le quedó mirando fijamente. Era una mirada que impresionaba. Antonio estimó, recordando comentarios de su padre, que rondaría los noventa años. Sobre el dorso de su mano izquierda destacaba la imponente cabeza de una agresiva pantera negra. De pronto el hombre sonrió y exclamó:
—¡Crossmann! ¡Claro! No puedes ser otro. Parece que estoy viendo a tu padre. Tienes su misma cara. ¿Cómo es tu nombre de pila?
—Antonio, señor.
—Bien, Antonio. Puedes llamarme Sylnius. Me alegra mucho verte. Ven, vamos a sentarnos junto a mi mesa de despacho o mejor aún, vamos a subir arriba, a un reservado. Estaremos tranquilos y podremos tomar algo —dijo el hombre de grave timbre y voz pausada apoyando su mano sobre el hombro de Antonio.
Pero justo entonces, un corpulento hombre de color se acercó al misterioso personaje diciéndole algo que Antonio no pudo llegar a escuchar.
—¡Vaya! Lo siento Antonio, debes disculparme un momento. Espérame tomándote algo. Ahora te acompaña al reservado uno de mis escoltas. Estoy contigo enseguida.
Al salir del despacho una mujer a la que conducían dos hombres, con la cara manchada de modo burdo por el rímel y el pintalabios corridos, se quedó mirándolo con ojos que destellaban odio. Antonio pudo percatarse de que iba esposada.
El escolta lo acomodó en un reservado conformado en una de las cavidades de lo que representaba una cueva prehistórica y, justo en ese momento, por los bafles del tugurio comenzaba a sonar con fuerza una genial percusión al ritmo trepidante de los timbales y la batería. A los primeros sones Antonio reconoció que se trataba de Sympathy for the Devil de The Rolling Stones. La situó en su época de gestación, mediados del siglo XX, cuando aún había esperanzas para la humanidad. Siempre había sido aficionado a la innovadora música producida por los grandes grupos de esa época. Al fondo, por una gran pantalla, se mostraba el vídeo con una grabación en directo, y se escuchaba el clamor del público vehemente que repetía enfervorizado: «¡Hi… Hiuuuuh!…», como si de un eco se tratara, los provocadores gritos de su cantante Mick Jagger al salir al escenario contorneándose entre efectivos juegos de luces rojas que estarían simulando al infierno: «¡Hi, Hiuuuuh!… ¡Hi, Hiuuuuh!…». Al pedir la consumición Antonio pudo ver, también, las formas poco iluminadas de algunas parejas de jóvenes, con el mismo atuendo de los camareros, que danzaban libidinosamente en un cuadrilátero de cuyo fondo comenzaron a surgir halos de llamaradas grotescas coloradas, que seguían el ritmo musical entremezcladas con brotes de humo, que dejaban las líneas de los cuerpos desvanecidos y confusos.
Antonio salió del letargo en el que se hallaba totalmente abstraído, sumergido en esa escena a la que se unía, al fondo, el vídeo de los Stones interpretando la canción: «Uuu… uuuuuuh… Uu… uuuuuuh…», que ahora estaba llegando a su fin, mientras sobresalía el punteo de la guitarra ante la locura desatada y un airado lucifer preguntaba, con ironía: «Tell my baby, what´s my name… iuh, iuuuuh…, what´s my name»; cuando apareció Sylnius.
—Ya estoy contigo Antonio —exclamó el hombre de largo cabello plateado que había llegado rodeado por un grupo fuertemente armado. Sylnius pidió una consumición y comenzó con grato recuerdo a hablar del padre de Antonio, recordando las muchas cosas que habían hecho juntos hasta que por fin dijo—: Bueno, ¿qué me cuentas? Si estás aquí es por algo.
De fondo, ahora, sonaba melódica Stairway to Heaven de Led Zeppelin. Antonio sacó la cajita de teca de su mochila y le enseñó el papiro y el trozo de pergamino. Sylnius tomó este último, le dio la vuelta. Un número se hallaba grabado y dijo ensimismado:
—El 111. Sí, era el de tu padre… ¿Conoces la historia?
—Algo me contó mi padre siendo yo muy joven, luego, como sabe, tuvo que desaparecer por un tiempo. Cuando volvió, se encontraba muy enfermo. Lo hizo para morir y despedirse de mí. Me repitió hasta el final lo de la hermandad y aparte de estos elementos, me entregó tres tarjetas con las direcciones de las personas con las que tenía que contactar. Primero estaba la suya, caso de no ser posible el contacto me debía dirigir a la número 2 y finalmente, por si acaso, había otra tercera.
—Bueno, pues me alegro de que yo pueda seguir contándolo y baste con mi contacto. Seré además tu padrino. Déjame ver quiénes eran los otros —Sylnius leyó los nombres de las otras tarjetas con una sonrisa—. Están vivos también, los tres te apadrinaremos.
—Gracias. Me hace ilusión seguir los pasos de mi padre.
—Bien, dime cómo puedo contactar contigo. Me encargaré de organizarlo todo. Será para la próxima reunión plenaria de la hermandad, dentro de mes y medio aproximadamente. Te avisaré con tiempo. Ahora me quedaré con la cajita de teca. Estará más segura conmigo. Además, previamente hay que seguir las formalidades estatutarias, es preciso un informe tras testar y conformar con los últimos avances la veracidad del pergamino y la transmisión del papiro. El día de la ceremonia mis hombres te recogerán y te llevarán a la sede. Allí se te investirá con la solemnidad requerida. ¿Necesitas algo ahora? ¿Quieres que te llevemos a tu domicilio?
—No. Muchas gracias, señor.
—Este distrito es muy peligroso para una persona sola y desarmada… Y llámame Sylnius… vamos a ser hermanos socios.
—De acuerdo. Tendré cuidado. Muchas gracias, Sylnius.
Antonio le dio una tarjeta donde apuntó todas las formas con las que podría contactar con él, seguidamente el hombre del largo cabello plateado se levantó, Antonio lo hizo tras él, Sylnius colocó las palmas sobre sus hombros y luego lo abrazó.
—Lo siento. Tengo que cumplir con mis obligaciones, Antonio. Tú puedes seguir aquí tranquilamente. Termina tu consumición. Pronto recibirás noticias mías. Cuídate.
Pero Antonio se marchó. Y estando casi en la puerta de salida se detuvo. Por los enormes bafles comenzaba a sonar, con gran potencia, Immigrant Song también de Led Zeppelin, al tiempo que las inmensas pantallas que conformaban las paredes del local mostraban el vídeo con una interpretación, en aquella época, del grupo en directo. Un escalofrío recorrió todo el cuerpo de Antonio.
4
Fuera, en los aledaños, abundaban los edificios semiderruidos y el hedor era penetrante. Los cuervos, al acecho por todas partes, crascitaban lanzando chirriantes graznidos. Unos buitres de enorme envergadura planeaban a baja altura al tiempo que por medio de esas mismas calles transitaban sigilosas, modernas y agresivas especies de hienas y chacales. Todos en busca de carroña. Los cuerpos mutilados, abandonados por los depredadores humanos, eran pronto asaltados por los carroñeros que actuaban en un ritual cargado de gran violencia para su propia supervivencia, limpiando las ciudades.
Antonio miró su navegador y decidió volver a su distrito por un camino diferente al que había utilizado en la ida, así que entró por un callejón, donde en una esquina vio a la mujer de la cara manchada. Se hallaba sentada en el suelo amamantando a una bestia de aspecto funesto: cara humana con enormes orejas y cuerpo de cerdo, pero de infantil y suave piel sonrosada. Nunca había visto un ser tan extraño, aunque recordó el uso intensivo que se había hecho de este mamífero para procurar órganos para humanos al ser muy similares. Ella se quedó mirándolo fijamente, luego le enseñó los dientes en actitud amenazante. Antonio aceleró el paso hasta doblar a una avenida atascada con vehículos destruidos y abandonados por todas partes. En la siguiente arteria circulatoria el tráfico parecía fluido hasta que se produjo un pequeño golpe entre dos coches que se pararon. Al poco, los conductores comenzaron a discutir, uno sacó su arma y disparó contra el otro. Del vehículo de este salió un tercero disparando contra el agresor. El tráfico quedó interrumpido y las protestas desaforadas de los ocupantes de los demás vehículos comenzaron a intensificarse, increpándose los unos contra los otros, recíprocamente. Los disparos se hicieron cada vez más frecuentes hasta que alguien, desde alguna ventana, lanzó una granada de mano. Varios coches salieron despedidos envueltos en llamas. Antonio volvió a la calle anterior paralela, más tranquila, desde donde seguía oyendo el estruendo de las detonaciones que se incrementaban, ahora causadas también por bombas, en la avenida que poco antes parecía fluida; pero tras haber apenas avanzado cincuenta metros, de un portal con aspecto abandonado salieron tres individuos con grandes capas rojas y rostros pintados a modo de payasos: fondo blanco y pronunciadas líneas que marcaban bocas sonrientes y ojos enormes. De sus cintos, a un lado, colgaban largas espadas de filos brillantes a la luz de las farolas, mientras que del otro pendían modernos revólveres. Los individuos de los extremos se abrieron para cercar a Antonio, mientras el del medio se detuvo, brazos cruzados, frente a él.
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