José Luis Velaz - Las llamas de la secuoya

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Las llamas de la secuoya: краткое содержание, описание и аннотация

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El ser humano ha destruido el planeta y la extinción de la especie resulta inminente. La gente llana, harta y desesperada, se rebela de forma violenta contra todo tipo de poder. La anarquía se extiende por todos los rincones de la Tierra. La profecía de Aviamotola se ha cumplido. Con el caos y la barbarie las bandas toman el control y los mejores pistoleros alcanzan la fama siendo muy cotizados.
Sin embargo, el ser humano que ha exterminado también ha creado; al cabo de los siglos ha engendrado humanoides a su imagen y semejanza, revestidos no solo de inteligencia artificial sino también de consciencia. Algunos los consideran como los descendientes del ser humano, únicos que serán capaces de explorar el espacio exterior en busca de nuevos mundos; otros, en cambio, supremacistas y especistas en sentido amplio, quieren aniquilarlos.
En medio de todo ello, donde aparecen personajes singulares y extraordinarios en un universo de presagios y fantasía, surge una historia de amor, de pasión, sentimientos y emociones, pero también de dudas y decisiones.
¿Es el mundo en el que habitamos, real o virtual? ¿Qué es real y qué irreal o aparente? ¿Será posible el amor profundo entre un humano y un humanoide? ¿Hasta dónde pueden llegar los sentimientos? ¿Hay límites?
Un impresionante relato de un mundo perdido cargado de sensualidad, magia y musicalidad.

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Antonio se quedó pensativo durante un instante… Sonrió para sus adentros recordando a su compañero de apartamento. Le echaría en falta, en especial por la comida, pero aun sin él estaba seguro de que sabría sobrevivir.

—No. Gracias.

—Bueno. Volveré a pasar mañana a esta hora. Si necesitas algo pulsas ahí —dijo señalando un pulsador que caía al borde de la mesilla.

Estaban ya en la puerta, cuando Antonio, de repente, se volvió para decir:

—Perdonen. Me trajo una señorita. ¿Saben qué ha sido de ella?

El médico miró a la enfermera que hizo un gesto de desconocer cualquier cosa sobre la concreta pregunta.

—No. Quizás en recepción…

—¿El camillero?

—Podría ser.

—¿Serían tan amables de contactar con él?

El médico volvió a mirar a la enfermera quien contestó:

—Ya preguntaré. A ver quién estaba de guardia. No sé si será fácil, pues hay bastantes en cada turno que cambian además de actividad a diario. Lo intento —volvió a repetir con una forzada sonrisa, cerrando la puerta de la habitación.

Antonio pensó que tanto el médico como la enfermera serían humanoides. Hacía décadas que venían ocupando la mayor parte de las plazas de personal sanitario en clínicas y hospitales pues habían demostrado ser muy idóneos para ello, luego le sobrevino la imagen de aquella misteriosa mujer y dudó de que pudiera volver a contactar con ella.

Al día siguiente le dieron el alta y a pesar de las gestiones para obtener algún conocimiento sobre la mujer que le había llevado al hospital, no obtuvo ninguna satisfacción.

Al llegar a su apartamento, antes de abrir la puerta, tuvo un presentimiento, o quizá no fuera tal sino que los detalles le inducían a pensar que algo extraño había sucedido: marcas de pisadas, el felpudo desplazado, un olor… Colocó el dedo índice en la pequeña pantalla y la puerta se abrió. Todo se hallaba movido. En general solía tenerlo ciertamente desordenado, pero los cajones y armarios al menos acostumbraba a conservarlos en su sitio, con la ropa apilada, y ahora se hallaba todo desparramado por el suelo, como si alguien hubiera buscado algo en los rincones más recónditos. Al fondo, desde otra habitación, le llegó el sonido suave de un dulce gemido de su compañero y entonces vio que venía hacia él, silencioso, con unos ojos que resplandecían entre el negro pelaje y la cola ligeramente levantada:

—¡Atila! Oh… ¿Qué ha sucedido?

El meloso gatito se acercó maullando hacia él. Lo acarició y luego levantó la vista mirando el salvaje aspecto en el que habían dejado su apartamento. ¿Quién o quiénes podrían haber sido? ¿Cómo habrían podido acceder burlando el sistema de seguridad? No tenía enemigos, o al menos eso pensaba. Procuraba no meterse en líos. En una pantalla introdujo unas claves para ver lo que habían captado las cámaras del interior. Curiosamente no se veía ningún movimiento. El mobiliario estaba como lo dejó, sin embargo, entre las 18:03 y las 18:47 del día anterior desaparece la imagen y es suplida por un barrido, luego vuelve la visibilidad con todo revuelto.

En ese instante recordó algo, dejó a Atila y fue asustado y precipitado directamente al cuarto de baño. Allí, tras el inodoro metió la mano, dio unos toquecitos con el pulgar en un punto concreto, como si se tratara de una clave en morse y finalmente pudo levantar una baldosa. Sopló con relajada satisfacción al palpar la cajita de madera de teca. La sacó. Dentro se hallaba lo que buscaba: el papiro enrollado, el trozo de pergamino que conformaba un cuadrado de veinte centímetros de lado, y un collar de bronce tallado en oro con determinadas inscripciones en latín. Además, un sobre contenía tres tarjetas con direcciones; numeradas del 1 al 3.

Había llegado el momento, pensó. No lo podía demorar más. Retuvo mentalmente el domicilio de la tarjeta número 1, a nombre de un tal Sylnius; introdujo la cajita en su mochila y salió precipitadamente a la calle.

3

Se dirigió hacia una parada cercana de autobús. Al doblar la embocadura por la que afluía a la avenida de la parada vio que pasaba el 44, el bus rojo que necesitaba coger. Echó a correr, tenía que cruzar al otro lado pero la circulación terrestre de vehículos era demasiado densa. Justo cuando se acercaba a la parte trasera del autobús doble articulado, este se incorporaba para salir. Lo llamó desesperadamente. Casi consigue agarrarse al saliente de la puerta. Se quedó mirando cómo partía, jurando. Los ojos de la gente de la parte posterior del bus, que iba repleto, contemplaban la escena con apatía. No podía echar tampoco la culpa a ningún conductor. No lo había, eran vehículos autónomos. Todavía estaba observando cómo se alejaba cuando una enorme explosión hacía saltar por los aires el autobús articulado. Fue tal la liberación de energía de la presión, acompañada de un potente estruendo, que Antonio sintió que el suelo se movía con el mismo efecto que el causado por un terremoto. El ruido de la explosión enmudeció los gritos de pánico y al color rojo de los múltiples segmentos de la carrocería del autobús, se unió el de la sangre de los humanos que iban en su interior así como la de los que se encontraban en un radio de más de doscientos metros. Algún edificio colindante se vino abajo.

Antonio se llevó las manos a la cabeza. ¡Se había salvado por haber perdido el bus por centímetros! Las ambulancias aéreas comenzaban a llegar a la zona que había quedado devastada. Salió a una calle paralela y se puso a caminar hacia donde se dirigía. Observó su dispositivo móvil: tenía cinco kilómetros de distancia. Comenzó a andar guiado por el navegador. Tenía tiempo, no obstante pensó que si veía pasar un taxi lo cogería.

Cuando aún no había llegado a mitad del recorrido se encontró en medio de dos grupos de manifestantes que habían comenzado a pegarse, a lanzarse piedras y como la trifulca subía gradualmente de tono, comenzaron a oírse disparos, gritos, carreras, algunos cuerpos quedaban tendidos en el asfalto. Antonio tuvo que tirarse al suelo protegido por un vehículo calcinado que yacía aparcado. En cuanto pudo se lanzó a la carrera hacia un lugar más seguro procurando evitar el altercado. Poco después, en una bocacalle, vio que pasaba un taxi libre. Le hizo señal de que parara, pero siguió de largo. Continuó andando hasta que por fin llegó al Mars II Club.

Por fuera tenía aspecto de ser un verdadero antro. Fuertemente vigilado por gorilas, con la cabeza rasurada en su totalidad y tatuada con la testa de una pantera negra de ojos brillantes y agresivos colmillos en la parte superior del cráneo, con rifles automáticos, situados en todos los recovecos alrededor del local. Se dirigió a la taquilla blindada. Era necesario sacar un billete para entrar que dentro podía canjear por una consumición. En la misma entrada, un hombre que parecía ser el encargado de la vigilancia, rifle en bandolera, le dijo que levantara los brazos y tras un gesto otro lo cacheó minuciosamente, luego le pasaron, rodeando su cuerpo, un detector especial y para terminar tuvo que atravesar por el arco de un escáner. Una vez dentro se dirigió a la barra donde servían hombres en bañador y mujeres en toples. Por los grandes bafles retumbaba la segunda parte de Another Brick in the Wall de Pink Floyd y las imágenes del vídeo se reproducían entre las rústicas piedras que conformaban las paredes en una especie de caverna. Preguntó por la persona que buscaba. El barman lo miró sorprendido, con atención: «¿De parte de quién?», —dijo con sequedad—. Antonio se identificó y aquel se dirigió a otro, vestido con traje y pajarita, que se encontraba al fondo de la barra, y entonces pudo ver cómo este al escuchar lo que el barman le transmitía dirigía su vista hacía él, con cara de pocos amigos, y luego llamaba por un teléfono sin dejar de mirarle mientras hablaba.

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